Asistimos, aquí y allá, en los últimos tiempos, al uso de catedrales, y otros templos, para conferencias, y demás actos, dirigidos a políticos, dirigentes sociales, y miembros de otros colectivos, de diversa orientación. Se buscan, de ese modo, por ejemplo, reconocimientos por los diez años de la elección pontificia. Y el propio Papa los avala con palabras como: “Me consuela el alma que mi persona haya hecho posible ese momento de comunión, de encuentro más allá de las diferencias”.
Se invita, por caso, en esas reuniones, a recoger la enseñanza del Santo Padre en las encíclicas Laudato sí y Fratelli tutti. Más allá de esa alusión, es sabido que son muchísimos en la Argentina, como el resto del mundo, los que no comulgan con la posición ideológica del Papa, concretamente con su globalismo ecologista que se ha convertido en el oficialismo de la Iglesia Romana. El mensaje de los dos documentos citados tiene poco que ver con la misión esencial de la Iglesia y la sustancia de la fe; en ese sentido se diferencia claramente de la tradición homogénea de la Doctrina Social abierta modernamente en 1891 por la encíclica de León XIII Rerum novarum. Se ha remarcado, por ejemplo, que “aunque tengamos distintas visiones políticas o religiosas no podemos ignorar que el mensaje social de Francisco nos interpela a todos, nos invita a hacernos preguntas, nos convoca a no olvidar la enorme dignidad que tiene cada persona humana”. Esta descripción del pensamiento papal deja en evidencia la distancia que lo separa del mandato del Señor a los apóstoles -que vale para la Iglesia de todos los tiempos- de hacer cristianos a todos los pueblos ( pánta tà éthnē). Este es el problema principal, revelado en la grieta dolorosa abierta en la Iglesia por el alejamiento oficial de la grande y unánime Tradición. Del otro lado de la grieta, de la orilla de la continuidad homogénea con la recta doctrina -siempre la misma y siempre renovada- se encuentran quienes son despreciados como “indietristas”. En una intervención anterior he explicado el sentido de esa posición contrario al progresismo oficial que propone la gnosis nebulosa de una “salida”, de una marcha “hacia adelante”, heterogéneo respecto de las raíces que han sostenido a la Iglesia en tiempos difíciles, de cismas expresos o inmanentes y de las herejías que pudieron herirla. Para marchar hacia adelante, en progreso auténtico, hay que mirar hacia atrás (indietro, se dice en italiano), o sea hundir las raíces del pensamiento y la amorosa adhesión de la voluntad en la Tradición eclesial, que no es una pieza de museo, sino el terreno siempre fértil en el cual florece la vida del catolicismo.
Las encíclicas Laudato sí y Fratelli tutti son textos novedosos que se asimilan al movimiento mundialista, a la gnosis presente en los “nuevos paradigmas”, ajenos a una proyección actual y homogénea de la Tradición. En el siglo V, San Vicente de Lerins lo señaló en su Commonitorio como una identidad: en el mismo dogma, el mismo sentido, la misma afirmación. Volvamos a los actos que se realizan en distintos templos. Son reuniones políticas, convocatorias a una unidad de diversas fuerzas contrapuestas; en eso ha venido a parar la misión de la Iglesia, según lo tiene asumido como aspecto principal, por ejemplo, la Conferencia Episcopal Argentina. Cristo queda, en realidad, al margen; no cuenta porque, obviamente, divide: se está con él o contra él. La masonería, sorprendida por esta competencia que le ha salido al paso, pero después de todo, agradecida. ¿Por qué para jornadas así se eligen las iglesias? Existen espacios tanto o más amplios que ellos, en el ámbito cívico y social. Auténticamente pastoral sería, por caso, ocupar un lugar histórico, escenario habitual de toda clase de acontecimientos significativos para las ciudades y pueblos, y sus instituciones.
¿Por qué se eligen los templos, para convertirlos en salas de conferencias? Digámoslo brutalmente: para desacralizarlos. No puedo afirmar que ésta haya sido una voluntad expresa; no era necesario. Estos hechos se inscriben en un propósito habitual, en diferentes diócesis, que en materia litúrgica hacen todo lo contrario de lo que se practicó en otros tiempos, con resultados óptimos. La vigencia de la sacralidad era coherente con la grandeza, belleza y sublimidad del edificio de culto. Aquí cabe una breve digresión. El criterio de subrayar el imperio de lo sagrado se cumplía, además de las celebraciones litúrgicas en una actividad concomitante, con ciclos de música, y oración. La ejecución de obras musicales compuestas generalmente para el templo se presentaban con una explicación de su sentido, según la mente del compositor y lo que resultó del uso de la obra a través de los años. Muchas veces, cuando se trataba de una Misa (de Mozart, por ejemplo) se incorporaba la obra a la celebración eucarística. Señalo, a propósito, que se ora no solamente con el rezo y con el canto, sino también escuchando. Retomemos el interrogante: ¿por qué los escenarios de estas convocatorias son catedrales, y otros templos? Han coincidido, en una nueva religión secular, el relato político kirchnerista y el relato eclesiástico francisquista. Los conferencistas son los oficiantes del nuevo culto; los feligreses son los políticos irreconciliables, milagrosamente reconciliados por un rato. Me disculpo por el comentario irónico que acabo de perpetrar; sin embargo, estoy convencido de que el mismo expresa el sentido profundo de lo ocurrido en dichos templos.
Basta releer las Cartas Paulinas para advertir que según el gran Apóstol y la Iglesia que le era contemporánea, la unidad y la paz en el mundo dependen de la conversión a Cristo. De algún modo, con el arte del discurso pastoral, hay que plantear a los dirigentes políticos, como a toda la sociedad, la necesidad de convertirse al Evangelio. No responde a lo que es la misión eclesial, según el mandato del Señor, soslayar el núcleo mismo de la predicación. Mucho menos aún, acomodar el Evangelio al gusto y la tolerancia de los políticos o de la sociedad. Tomemos como ejemplo la actitud de Pablo en el areópago de Atenas ante filósofos estoicos y epicúreos. El altar dedicado al Dios desconocido (Agnóstō Theō) le inspiró una lección de teodicea: descubrió a los oyentes el significado de ese título y les presentó a ese Dios al que daban culto sin conocerlo, en el cual “vivimos, nos movemos y somos” (Hch. 17, 28). Pero la finalidad de su discurso fue anunciar a Cristo Resucitado, Redentor y Juez de los hombres. Algunos de los oyentes se burlaron, pero otros dieron una respuesta positiva: “Te escucharemos hablar de eso de nuevo” ( Akousómetha sou perì toutou kaì pálin, Hch. 17, 32). Aquella gente era inquieta y deseosa de escuchar novedades, señala Lucas, autor del Libro que es el segundo tomo de su Evangelio.
El significado que se quiere dar a los actos de este tipo conduce a quien desee interpretarlo, por ejemplo, al problema de fondo del catolicismo argentino. ¿Es el nuestro un país católico? El padre Leonardo Castellani respondía afirmativamente, pero acotaba que lo era con un catolicismo “mistongo”. Esta realidad, presente en alguna medida desde los orígenes, ha descolocado históricamente a los jefes de la Iglesia. En la actualidad, y creo que sin mucho esfuerzo de interpretación, se advierte la desubicación de la Conferencia Episcopal Argentina, cuyo discurso suele ser bastante ajeno a la realidad cultural y social del país. Existe, sí, la conciencia de la división, de la agresividad de las facciones políticas, y la preocupación un tanto ilusoria de superarlas. La misma ilusión refleja el Pontífice en sus diversos mensajes. En el panorama del catolicismo poco serio (eso significa el calificativo de “mistongo”, según Castellani), se destaca un buen número de católicos serios, “indietristas” los reconocerían en Roma, gente convencida de que no podrán superarse el malestar político y otras penalidades que nos afligen, sin la conversión de la mayoría de la sociedad. La solución sería que la mayoría de los católicos “mistongos” lleguen a ser católicos de veras. Los “indietristas” no son pocos. El 8 de octubre, no menos de 1000 hombres, de rodillas en Plaza de Mayo, rogaron a la Santísima Virgen con el rezo del Rosario, pidiendo la gran conversión nacional. Una pequeña muestra, nomás. Fue esta la segunda vez que ese encuentro de varones se realiza en ese lugar, frente a la sede del gobierno nacional. Que sean varones los convocados muestra una posibilidad abierta por la perspectiva de género, pero también es una invitación a recordar que en octubre de 1934, con el marco del Congreso Eucarístico Internacional, que presidió como legado de Pío XI el entonces Cardenal Eugenio Pacelli, ocurrió una masiva e insólita Comunión de hombres. Fue aquel un hito histórico, en un país donde los bautizados no van a misa; no iban en 1934, y menos van ahora, especialmente hombres. La referencia hecha anteriormente al discurso paulino en el Areópago de Atenas puede servir de incitación, de inspiración, para elaborar el discurso que ha de dirigirse a la muchedumbre de estoicos y epicúreos argentinos. El Apóstol se basó en el Dios Desconocido. Nosotros podemos partir del Dios fuente de toda Razón y Justicia que invocaron los autores de la Constitución Nacional. El momento específicamente cristiano del discurso aparece en la mención del famoso artículo 2, que atravesó invariablemente todas las reformas: es un hecho histórico que no se ha revertido. El Estado “sostiene” el Culto Católico, Apostólico, Romano. Perdida como está, la Argentina conserva aunque lábilmente esa memoria histórica, una dimensión que no se puede borrar. No hay que olvidarla ni esconderla vergonzosamente. Juan Bautista Alberti, el autor de las Bases que han servido como apoyo a la Constitución, sostenía que el Estado no puede “sostener” un culto que no es el propio, es decir que el nuestro es, a pesar de todos los pesares, un país católico.
Con estos datos que he recordado puede elaborarse una teodicea para proponer en el confuso Areópago de la Argentina de hoy.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata