Toda rodilla se doble. Intervenciones de la Conferencia sobre la Eucaristía

Queridísimos lectores de Stilum Curiae: Con culpable retraso –pero si nos seguís, habréis notado que en los últimos días hemos trabajado incansablemente, pero que los condenados a las minas en la antigua Roma.  Publicamos a continuación las intervenciones de los que participaron en la conferencia Toda rodilla se doble. La majestad y el amor infinito de la Sagrada Comunión, que se celebró en Roma, a dos pasos del Vaticano, en la tarde del sábado 5 de octubre. A lo largo de la conferencia, organizada por el comité internacional de laicos  Uniti con Gesù Eucaristia per le mani santissime di Maria”,se presentaron a la prensa 11.000 firmas recogidas mediante una petición multilingüe a los altos dirigentes de la Iglesia Católica para que permitan que los fieles puedan encontrar todavía reclinatorios en las iglesias, extiendan al mundo entero la modalidad de distribución de la Eucaristía que se observa en las celebraciones pontificias (es decir, en la lengua y de rodillas) y, por último, se prohíba la distribución de la Eucaristía por parte de no consagrados.

Marco Tossati

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Transcripción de la intervención del doctor Julio Loredo

Me han pedido que dirija un saludo en español, y eso haré. Por tanto, saludo de todo corazón a los organizadores y a los participantes en este importantísimo encuentro sobre un tema que es absolutamente central para nuestra vida espiritual, y por lo tanto para el bien de la Santa Iglesia.

La Comunión es recibir el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Y por lo tanto, tiene que ser recibida con toda la veneración con la cual uno tiene que estar delante de Dios. Por lo tanto, de rodillas, como ha sido siempre en toda la tradición de la Iglesia. Para ello, hacen falta reclinatorios, hacen falta estructuras en el presbiterio que permitan recibir la comunión de rodillas y en la boca. Porque no somos sacerdotes; nosotros no tenemos las manos consagradas, y por lo tanto no podemos tocar la Sagrada Eucaristía.

Yo quisiera tocar sobre todo un punto, y tengo que hacerlo muy brevemente: ¿por qué la gente ahora comulga en la mano? ¿Por qué la gente no se arrodilla cuando recibe la Comunión?

Hay mil motivos directos, pero el más profundo es que la liturgia y los usos de la Iglesia han sido adaptados a la mentalidad igualitaria de nuestros días. Una mentalidad creada por el proceso revolucionario que desde hace ya cinco o seis siglos está destruyendo la civilización cristiana, está destruyendo la Iglesia, y tiene justamente como característica principal el igualitarismo. Lo que explica recibir la Comunión en la mano y de pie, y otras mil cosas de la liturgia es la mentalidad igualitaria.

No digo que sea inútil, pero no conduce a ninguna parte defender simplemente la Comunión en la boca y de rodillas si no se va a la raíz del problema, que es la mentalidad igualitaria. Por lo tanto, mucho más importante que defender la vuelta de los reclinatorios a las iglesias es luchar para que la Iglesia no esté influenciada por el espíritu revolucionario, luchar contra el proceso revolucionario gnóstico e igualitario.

O vamos a esta raíz, o todo lo que hagamos será paliativo. Por lo tanto, mi llamado a este congreso es: vayan a la raíz del problema, que es la mentalidad igualitaria de nuestros días.

A todos, muchas gracias y les deseo un provechoso encuentro.

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Intervención de Marco Tosatti

Buenos días. Estoy convencido de que la desaparición de los reclinatorios en muchísimos templos, en Italia y en otros países, ha sido desastrosa.

Existe una relación precisa y directa entre la mente, la intención, el espíritu y el cuerpo.

El cuerpo es fundamental para expresar en toda su plenitud lo que desea transmitir el espíritu.

No es casual que otras tradiciones religiosas ancestrales, como el judaísmo, requieran que la oración sea acompañada de gestos o movimientos corporales, a fin de expresar la total unidad entre la intención de la plegaria del orante, sus palabras y la unidad completa de su ser mientras se dirige a Dios.

Pensemos en la importancia de la proskynesis en los ritos cristianos orientales y ortodoxos. Pensemos en la gestualidad física de la oración en el islam. Y en la importancia de la unión entre cuerpo y espíritu en las tradiciones ligadas al budismo y a la meditación zen. Por no hablar de la experiencia del hesicasmo, la oración del corazón, en el cristianismo de Europa Oriental.

La tradición católica representa en innumerables cuadros a los santos rezando arrodillados. Yo diría que si visitásemos las habitaciones en que vivieron los grandes santos encontraríamos siempre un reclinatorio.

La memoria reciente nos trae algunas imágenes impactantes. ¿Cómo no recordar a san Juan Pablo II, hacia el final de su enfermedad, en las últimas procesiones de Corpus Christi, casi desplomado de rodillas ante el Santísimo? Ni siquiera entonces renunciaba a expresar, con todo su cuerpo devastado por la enfermedad, su devoción y amor a la Hostia consagrada, ael Cuerpo de Cristo.

Quisiera hacer otra consideración. Desde siempre, arrodillarse ha significado demostrar con todo el cuerpo respeto a alguien o algo. Lo  exigían  muchos reyes antiguos. En nuestra época, hacer genuflexión significa reconocer y manifestar –no sólo de palabra, sino con el cuerpo; ¿puede haber algo más  real  que el cuerpo?– humildad hacia algo mayor y más alto. ¿Y puede haber un momento más grande que cuando nos encontramos ante Nuestro Señor, que se nos ofrece no sólo espiritualmente sino también de un modo físico en la Hostia?

Para terminar, una última consideración, mínima. Si la Eucaristía es el  punto  central de la Última Cena, y si participamos de ese modo durante la Misa en la Última Cena del Señor, ¿cómo vamos a vivir un momento tan impresionante y recibir la Hostia de pie, como si fuéramos caballos? Un gran escritor francés, ya muy anciano, le dijo a un amigo suyo que se preocupaba por su estado de salud: «Gracias a Dios, todavía soy bastante hombre para arrodillarme». Así pues, seamos hombres y mujeres, y postrémonos de rodillas.


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Transcripción de la intervención del doctor Michael Hesemann

Cuando el pan se transforma en el corazón de Cristo. Los milagros eucarísticos confirmados por la ciencia

La Eucaristía constituye el corazón de la Fe católica. Nos enseña que toda Santa Misa es una participación en el sacrificio del Gólgota y que la sustancia del pan y del vino se convierte realmente en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Que la llamada transubstanciación, la transformación de la esencia, no es un invento de los escolásticos medievales, sino la fe original de la iglesia, está ya puesto de manifiesto en las palabras con que la instituyó Jesucristo («Éste es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre…»), en su discurso en la sinagoga de Cafarnaúm (Jn.6) y también en las palabras de San Pablo en su primera Epístola a los Corintios (10,16). Hasta el teólogo protestante Helmut Thielicke se ha visto obligado a reconocer: «Si la transformación de la esencia del pan y del vino fuese real, uno ya no podría volver a levantarse después de ponerse de rodillas».

Más preciosos todavía son los milagros eucarísticos, en los cuales se levanta el telón que oculta el Cielo a la Tierra y se revela la realidad espiritual, como enseña la Santa Iglesia.

El joven italiano Carlo Acutis (1991-2006) recopiló y publicó en internet 136 casos reconocidos antes de morir de leucemia. El papa Francisco lo declaró en 2018 venerable, que es la fase previa a la beatificación.

En efecto, la Iglesia Universal debe la fiesta del Corpus Christi a un milagro eucarístico. En 1209, la agustina flamenca Juliana de Lieja tuvo una visión de Cristo en la que Él le pedía la institución de fiesta para venerar el Santísimo Sacramento. Con todo, el papa Urbano IV era reacio a hacer caso de una revelación privada. En 1263, mientras regresaba de una peregrinación a Roma, un sacerdote bohemio llamado Pedro de Praga celebró la Santa Misa en las inmediaciones de Bolsena. En el momento del ofertorio, se vio abrumado por dudas, lo cual lo impulsó a implorar una respuesta del Cielo. Durante la elevación, observó que goteaba sangre de la Sagrada Forma, como si se tratase de un pedazo de carne cruda. Más tarde llegó a contar 25 manchas de sangre en el corporal y sobre el altar. Notificó de ello al Sumo Pontífice, que residía en la vecina localidad de Orvieto. Urbano IV envió en primer lugar una comisión de teólogos a Bolsena, y luego se encaminó personalmente allí para recoger el corporal y llevarlo en procesión solemne a Orvieto, donde todavía se lo venera en la catedral. Aquello fue para el Santo Padre una señal sobrenatural para que introdujera la festividad del Corpus Christi en la Iglesia Universal.

El de Bolsena se suele considerar el padre  de todos los milagros eucarísticos, si bien no fue el primero de ellos. Ya en el año 730 d.C. aproximadamente, un monje griego que atravesaba la ciudad adriática de Lanciano albergaba dudas sobre el rito latino. Pero apenas hubo pronunciado las palabras de la consagración eucarística, la Hostia se transformó en un pedazo de carne sangrante mientras el vino blanco adoptaba el color de la sangre fresca, que poco a poco se secó y coaguló formando cinco grumos. La noticia del milagro se difundió rápidamente y millares de peregrinos acudieron a Lanciano. Desgraciadamente, a lo largo de los siglos se han perdido los documentos originales relativos al suceso. Por ello, en 1970 la Iglesia decidió que al menos se examinasen científicamente dichas reliquias. En presencia del obispo de la diócesis, el doctor Odoardo Linoli, ex profesor de anatomía e histología patológica en Arezzo y director de un laboratorio especializado, tomó muestras de la carne y de los grumos de sangre. Cuatro meses después, se dieron a conocer los resultados de sus análisis. Los representantes de la Iglesia se quedaron boquiabiertos. Quedaba excluida toda posibilidad de fraude. La Hostia se había convertido en músculo cardíaco humano con pequeñas arterias, venas y fibras nerviosas. Una comisión de expertos de la Organización Mundial de la Salud confirmó posteriormente los resultados tras quince meses de análisis y 500 pruebas, y señaló que el fenómeno no tenía explicación científica. Los expertos de la OMS quedaron muy impactados por la rapidez con que reaccionó la carne a las pruebas clínicas, «como un tejido viviente». Se determinó que el grupo sanguíneo era AB, como el de la Sábana Santa de Turín. Sólo el 4% de la población mundial tiene este raro grupo sanguíneo pero, según un estudio realizado en 1977 por la Universidad de Tel Aviv, los esqueletos de 68 personas que vivieron entre los siglos I y III d.C. encontrados en Jerusalén y Engadi  han demostrado que en tiempos de Cristo el 59,91% de los hebreos tenía dicho grupo sanguíneo. En 1990 se descubrió que la sangre que había goteado sobre el corporal de Bolsena era igualmente del grupo AB.

Nada más el milagro eucarístico de Lanciano sería una impresionante confirmación de la doctrina católica. Pero más significativo todavía es que en los últimos veinticinco años se han producido numerosos milagros eucarísticos que han sido estudiados detenidamente y verificados, siempre con una metodología científica de vanguardia.

El 15 de agosto de 1996, en la Iglesia de Santa María en el barrio de Almagro en Buenos Aires, una señora descubrió una hostia sobre un candelero. La entregó al párroco, el cual, como prescribe el reglamento eclesiástico, la colocó en un recipiente con agua para que se disolviera.

Diez días más tarde observó que la Hostia se había transformado parcialmente en un trozo de carne sangrante. Dio parte al arzobispo, el cual lo envió al obispo auxiliar Jorge Mario Bergoglio, actual papa Francisco. Tres años después, se encargó al neurofisiólogo boliviano doctor Ricardo Castañón que coordinase una investigación internacional y multidisciplinar. Laboratorios de Estados Unidos y Australia han determinado que la masa sangrante era parte de un músculo cardíaco humano.

La inflamación era indicativa de una persona en agonía y con grandes dificultades respiratorias. El grupo sanguíneo era AB. Un número elevado de glóbulos blancos, que, según los patólogos forenses, suelen morir al cabo de 10 a 15 minutos, indicaba que la muestra provenía de un corazón todavía vivo.

El 21 de octubre de 2006, un párroco de Tixtla (México) fue informado por una monja ministro extraordinario de la Eucaristía de que una hostia tenía manchas de sangre. El párroco informó a su vez al obispo, el cual tras un periodo de tres años (a ejemplo de Bergoglio), encargó una investigación científica. Los expertos llegaron a la conclusión de que se trataba del tejido de un músculo cardiaco humano que parecía vivo. El grupo sanguíneo era AB. Un laboratorio de análisis de ADN no consiguió determinar el origen geográfico de la muestra porque faltaba el ADN de un padre humano.

En Polonia se han verificado dos milagros eucarísticos.

En 2008 se formó una sustancia parecida a la sangre en una forma consagrada en Sokolka después de ser colocada en agua para que se disolviera. Dos laboratorios determinaron que se trataba de tejido muscular procedente del corazón de una persona que había sufrido una agonía muy dolorosa.

En Navidad de 2013, se repitió el milagro en la iglesia parroquial de San Jacek en Legnica. Los patólogos forenses de las universidades de Breslavia y Szczecin descubrieron que la sustancia de la Hostia se había transformado en el tejido de un miocardio humano en estado agónico. Una vez más, quedó totalmente excluida toda posibilidad de fraude o de causa natural.

Desde 2016 la Hostia milagrosa está expuesta a la veneración para adorar el Sagrado Corazón de Jesús ante una parte real del mismo que recuerda constantemente el verdadero significado del Santo Sacrificio de la Misa. O, por citar a aquel gran santo cuya canonización presenciaremos la semana entrante, el cardenal John Henry Newman, cor ad cor loquitur (el corazón habla al corazón).

¿Qué quiere decir todo esto? Desde luego, estos milagros no son simples sensaciones para que nos maravillemos o estremezcamos, sino verdaderas señales de Dios.

¿Podría tratarse de la respuesta del Cielo al oscurecimiento de Dios en la liturgia, que nuestro dilecto papa emérito Benedicto XVI había diagnosticado y acusado de ser el motivo de la actual crisis de la Iglesia?

Sólo mediante la Eucaristía y su veneración puede la Iglesia sanar y cobrar las nuevas fuerzas que urgentemente necesita en estos tiempos de materialismo y hedonismo llenos de doctrinas anticristianas. Por consiguiente, es imprescindible tomarse tales señales en serio en vez de afrontarlas con la increíble arrogancia de pensar: «¡Mi fe no necesita milagros!» Porque la fe, ante todo, tiene necesidad de dos cosas: humildad y un corazón abierto y siempre dispuesto a escuchar la voz de Dios y que reconozca sus señales y milagros en este mundo.

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Intervención de monseñor Nicolà Bux

IMPORTANCIA DE ARRODILLARSE ANTE EL SEÑOR

Entre las principales puntos de vista expuestos en los apuntes de Benedicto XVI que se publicaron el pasado mes de abril se encuentra el siguiente:

«Dios se ha hecho hombre por nosotros. La criatura humana le es tan sumamente cara que se ha unido a ella y así ha entrado de manera concreta en la historia humana. Habla con nosotros, vive con nosotros, padece con nosotros y ha asumido sobre sí la muerte por nosotros.» He aquí la esencia del sacrificio eucarístico. «Pensemos esto reflexionando sobre un punto central, la celebración de la santa Eucaristía. Nuestro trato con la eucaristía no puede por menos de suscitar preocupación. En el Concilio Vaticano II se trató ante todo de devolver este sacramento de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo, de la presencia de su persona, su pasión, muerte y resurrección, al centro de la vida cristiana y de la existencia de la Iglesia. En parte así ha sucedido y debemos dar gracias al Señor de corazón por ello. Pero ha predominado otra actitud: no impera un nuevo respeto ante la presencia de la muerte y resurrección de Cristo, sino una forma de trato con Él que destruye la dimensión del misterio. El descenso en la participación de la eucaristía dominical muestra lo poco que los cristianos de hoy son capaces de apreciar la dimensión del don que consiste en su presencia real. La eucaristía se rebaja a un gesto ceremonial, cuando se considera normal distribuirla como exigencia de cortesía en fiestas familiares o en ocasión de matrimonios o entierros a todos los invitados por razón de parentesco. La normalidad con la que en algunos lugares los presentes simplemente reciben también el Santísimo Sacramento muestra que en la comunión no se ve más que un gesto ceremonial. Si pensamos qué habría que hacer, es claro que no necesitamos una Iglesia diferente pensada por nosotros. Lo que es necesario, más bien, es renovar la fe en la eficacia de Jesucristo en el Sacramento que se nos da a nosotros» (III,2).

Tras relatar un sacrílego episodio descrito por una joven víctima de un sacerdote pedófilo, Benedicto concluye: «Sí, tenemos que implorar urgentemente perdón y pedirle y suplicarle que nos dé a comprender de nuevo toda la medida de su Pasión de su sacrificio. Y tenemos que hacerlo para proteger de los abusos el regalo de la eucaristía.

» (Íbid.)

Cristo es el sacramento primordial del encuentro con Dios. La Iglesia es el sacramento fundamental que se realiza en los actos litúrgicos. «La Iglesia es el pueblo de Dios, derivado del Cuerpo de Cristo» (Cf. J. Ratzinger, Popolo e casa di Dio nella dottrina della Chiesa di sant’Agostino, Dissertazione di Monaco 1953). De hecho, después del Concilio se ha difundido la afirmación de De Lubac de que «es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace a la Iglesia» H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Ed. Encuentro, Madrid 2008).

La inimaginable descristianización que ha tenido lugar después del Concilio ha llegado a hacer raro lo que antes  era normal: los sacerdotes hacían numerosas genuflexiones durante la Misa, y también las hacían cada vez que pasaban por delante del Sagrario. Lo mismo hacían los fieles, que se pasaban casi media Misa de hinojos.

¿Qué ha pasado?

Arrodillarse parece un gesto casi indecente. Hemos llegado además a que en algunos casos los propios sacerdotes, cuando ven que alguien va a arrodillarse, sobre todo a la hora de comulgar, se lo impiden. Parece absurdo e irracional, y contrasta con lo que antes se consideraba sagrado. Pero nadie se lamenta de las innumerables proskynesis o genuflexiones que hacen los cristianos de rito oriental. Sin embargo, la Instrucción general del Misal Romano, en la edición típica latina del año 2000, dice en el apartado 43:

«[Los fieles] estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración». Y añade: «Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración».

Tras una explicación sobre posibles adaptaciones por motivos culturales y tradicionales, según la norma del derecho, para que se ajusten al sentido e índole de cada parte de la celebración, se especifica:

«Donde exista la costumbre de que el pueblo permanezca de rodillas desde cuando termina la aclamación del “Santo” hasta el final de la Plegaria Eucarística y antes de la Comunión cuando el sacerdote dice “Éste es el Cordero de Dios”, es laudable que se conserve».

Desgraciadamente, esta aclaración ha caído en el olvido como tantas otras exhortaciones, porque, como escribió en la editorial Civiltà Cattolica, (nº 1157 del 20-12-2003), hemos pasado de una liturgia de hierro a otra de goma.

¿A qué se debe esto?

Volvamos una vez más al entonces cardenal Ratzinger:

«Existen círculos de no poca influencia que tratan de disuadirnos para que no nos arrodillemos. Dicen que no sería propio de nuestra cultura (¿de cuál lo es, entonces?). Que no sería conveniente para el hombre emancipado, que se presenta ante Dios en posición erguida. O que en todo caso no le conviene al hombre redimido, que gracias a Cristo se ha convertido en una persona libre y no tiene por tanto necesidad de arrodillarse. Si echamos un vistazo a la historia, podremos constatar que los griegos y los romanos se negaban a arrodillarse. Ante los dioses partidistas y litigantes de la mitología, tal actitud estaba desde luego justificada: estaba claro que no eran dioses, aunque se dependiera de su lunático poder y en la medida de lo posible hubiese que procurarse su favor. Se decía, por tanto, que arrodillarse sería impropio del hombre libre; que no era propio de la cultura griega sino de bárbaros. La humildad y el amor de Cristo, que llegó al punto de padecer la Cruz, nos han liberado –dice San Agustín– de tal poder, y ante tal humildad nos ponemos de rodillas. En efecto, la genuflexión del cristiano no es una forma de  aculturación  a  costumbres preexistentes; todo lo contrario, es un conocimiento y experiencia de Dios nuevo y más profundo» (J. RATZINGER, La forma liturgica. Opera omnia. Teologia della liturgia, 11, Libreria Editrice Vaticana 2010, IV, pp 175-176).

¿Por qué es preferible comulgar de rodillas?

Actualmente, el rito ordinario de la Santa Misa prescribe que la Sagrada Comunión se reciba de pie, permitiéndose un gesto de reverencia como una inclinación profunda de cabeza o una genuflexión, sabiendo y pensando que se va a recibir a aquel que dijo: «Nadie ha subido al cielo, sino Aquel que descendió del cielo, el Hijo del hombre» (Jn.3,13).

¿No deberá doblarse toda rodilla ante Jesucristo, como dice el Apóstol, en el Cielo, en la Tierra y en los abismos?

Es cierto que hoy, los clérigos se desviven por hablar de otras cosas que de Nuestro Señor. Pero las iniciativas conducentes a un nuevo humanismo y a fraternidades varias que prescinden de Cristo están abocadas al fracaso.

¿Cuál es la razón teológica de ello?

No la hay. Mejor dicho, esos liturgistas suponen que en realidad ya habríamos resucitado y por eso debemos estar en pie. En realidad nos acercamos irreversiblemente a la muerte, y resucitar para la vida es una esperanza que se subordina totalmente a la fe en Nuestro Señor, la cual debe traducirse en obras para merecerla. Entre el renacimiento bautismal, que nos asimila a Cristo resucitado, y la resurrección final está San Pedro postrándose a los pies de Jesús: «Apártate de mí, de este pecador». Por eso decimos antes de comulgar: «Señor, no soy digno». ¡Es emblemático para nosotros! ¿O es que somos mejores que el Apóstol?

Esos ministros llegan a eliminar los reclinatorios de las iglesias. Espero que no sepan lo que hacen, porque de lo contrario serían diabólicos. ¡Dice un padre del desierto que el Diablo es el único que no se arrodilla porque no tiene rodillas!

¿De qué modo hay que acercarse al Sacramento de la Comunión?

En 2004, Juan Pablo II, que durante su enfermedad y con grandes esfuerzos recibía la Sagrada Comunión de rodillas y en la boca, pidió a la Congregación para el Culto Divino que publicase la instrucción Redemptionis sacramentum.

Dicha instrucción prescribe en el apartado 90 que los fieles pueden recibir la Comunión tanto de rodillas como de pie, y en el 92 que todos los fieles tienen siempre derecho a recibirla tanto en la boca como en la mano.

El mencionado dicasterio había precisado que los fieles tienen derecho a recibir el Sacramento de rodillas, incluso cuando las conferencias episcopales prescriban hacerlo de pie (Lettera Prot. Nº 1322/02/50).

Los sacerdotes que lo impiden cometen un grave abuso.

¿Qué se puede pensar de recibir la Comunión en la mano?

Se trata de un indulto arrancado a la fuerza a Pablo VI que se ha convertido en una costumbre arraigada e incluso en la norma, justificándose en la suposición de que en la Última Cena el Señor dio de comulgar en la mano a los Apóstoles.

Todo lo contrario: precisamente las palabras con que Jesús se refirió al traidor: «aquel a quien daré el bocado que voy a mojar» (Jn.13, 26-27), reflejan la costumbre amistosa semítica de dar en la boca el pedazo más suculento. Lo atestigua también el códice purpúreo de Rossano, del siglo V y de origen siríaco.

Al igual que cuando se comulga de pie, al recibir la Comunión en la mano o cometer el abuso de tomarla por uno mismo se querría demostrar que somos adultos ante Dios en vez de recién nacidos que necesitan la leche espiritual, como dice San Pedro. Leche que es, por encima de todo, el Sacramento de la Eucaristía.

¿Ha sido banalizado este sacramento?

Banalizar significa restar importancia a lo que es original. La Iglesia considera al Sacramento de la Eucaristía, que está calificado de Santísimo, remedio de inmortalidad. No es un alimento cualquiera, sino un alimento, mejor dicho una medicina singular que, como tal, hay que tomar con cuidado para que no se convierta en veneno. Por esa razón pide Jesús que nos acerquemos a Él revestidos de la Gracia. Y San Pablo indicó las contraindicaciones. La Iglesia ha fijado unas condiciones internas y externas: saber a Quién se va a recibir, pensar en Él, estar en gracia de Dios y observar el ayuno prescrito. Hoy en día el Sacramento, más que banalizado es profanado por falta de fe en la Presencia Real y por la eliminación de los gestos de reverencia y honor que la liturgia atribuye in primis a la adoración de rodillas.

Arrodillarme supone la expresión más elocuente de la criatura ante el misterio presente. El centro del culto está en darme cuenta de que Tú, Señor, estás aquí y te doy importancia.

Todos debemos ponernos de rodillas ante Jesús –sobre todo en el Sacramento–, ante Aquel que se humilló, y precisamente por eso doblamos la rodilla ante el único Dios verdadero, que está por encima de todos los dioses (cfr J. RATZINGER, La forma liturgica, Íbid., p .182).

Los reclinatorios son el signo que nos recuerda esta verdad. El ojo quiere la parte que le corresponde. Al no verlos más en la Iglesia, no se piensa ya en la Presencia de Dios a la que hay que adorar. Está pasando lo mismo que con los confesionarios: al no verlos ya en la iglesia, no se acuerda uno de la confesión.

La crisis de fe que atravesamos es culpa de la secularización, a la que han contribuido masivamente los clérigos, como escribió Charles Peguy.

Si para empezar un sacerdote obliga a un fiel a levantarse para recibir la Sagrada Comunión, o saca los reclinatorios del templo, ¡eso quiere decir que el humo de Satanás ha entrado en la iglesia!

Así se anima a los sacerdotes a retirar un elemento de culto que nos recuerda el Primer Mandamiento: «Adora al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás».

La crisis de la fe ha hecho estragos sobre todo al Sacramento de la Eucaristía, que es Jesucristo en su amor llevado hasta las últimas consecuencias, en su poder para sacrificarse, entregar la vida y volverla a tomar, en su fuerza creadora de ofrecerse y donarse a nosotros en el pan y el vino consagrados para hacerse, inconcebiblemente, una sola cosa con la humanidad.

Los católicos creemos en el milagro de la transformación, que, balbuceando, denominamos con el término transustanciación, o, según los padres orientales, metabolismo.

En 1965 Pablo VI promulgó la encíclica Mysterium fidei, en la que corroboraba la doctrina católica de la transustanciación contra los teólogos que reducían la presencia de Cristo a un mero recuerdo y la asamblea eucarística a un simple símbolo de la fraternidad humana.

En 1968, con el  Credo del pueblo de Dios volvió a confirmar la Presencia Real del Hijo de Dios concebido por María «incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre» (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 55).

Benedicto XVI ha dicho que la Eucaristía constituye «la novedad radical del culto cristiano […]La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de “fisión nuclear”, por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos» (cf. 1 Co 15,28) (Exhortación apostólica Sacramentum Caritatis).

Ésta es la dimensión cósmica de la Eucaristía, que irrumpe en la historia y la redime, la envuelve y la transforma en profundidad encaminándola hacia el último día, el escatológico. Precisamente la encíclica eucarística de Juan Pablo II nos recuerda una vez más esta constante del pensamiento patrístico: «Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el secreto de la resurrección» (encíclica Ecclesia de Eucharistia, 18), que es mucho más que la inmortalidad del alma.

Hincar las rodillas ante la Santísima Eucaristía es la expresión más elocuente de la criatura ante el misterio presente. Aquí está la centralidad del culto a Dios: en darse cuenta de que el Señor está aquí y adorarlo postrándose como San Pedro junto a lago Tiberíades.

Por último, es preciso resistir la situación en que nos encontramos.

«Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalista. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales» (J. Ratzinger, homilía de la Misa Pro eligendo pontífice, 18 de abril de 2005).

Por encima de todas las cosas, debemos pedir al Señor la gracia para permanecer en la verdad, para profundizar en la fe y para desear la santidad.

               
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Intervención del doctor Ettore Gotti Tedeschi

 Por qué considero un error, o incluso peor que un error, la comunión en la mano

Por tres razones:

–Que mis manos no han sido consagradas.

–El riesgo de pérdida o dispersión de partículas, de fragmentos pequeñísimos, que pueden dar lugar a la profanación del Cuerpo de Cristo.

–La pérdida del sentido de lo sagrado.

¿Quién dice que las manos deben estar consagradas?

En la historia partimos de una justificación que con mucha frecuencia puede aceptar cualquier ingenuo: que «hay que a recibir la Comunión en la mano como en los primeros siglos de la Iglesia».

Es cierto que en los primeros dos o tres siglos de la Iglesia se daba la Comunión en la mano, pero en el año 404 se celebró un concilio en Roma, presidido por el papa Inocencio I, en el que se prohibió hacerlo. Desde hace prácticamente 1400 años, la Comunión se debe recibir en la boca.

Santo Tomás de Aquino dice bastante claro en la Suma teológica que sólo puede distribuir la Eucaristía quien la ha consagrado. Lo cual excluiría por supuesto que pueda hacerlo quien no ha consagrado esa misma forma.

En la carta Dominicae Caene (Sobre el misterio y el culto de la Eucaristia) del 24 de febrero de 1980, Juan Pablo II escribió a todos los obispos que no se debía dar la Comunión en la mano. Pero Pablo VI dijo algo importante, aunque se cite de manera ambigua. Concedió un indulto para la Comunión en la mano. Jurídicamente, un indulto es un perdón. Lo que hizo fue disculpar a quien ya la practicaba. Pero el propio Pablo VI enseñó, y sostuvo con un vigor admirable, que dar la Comunión en la mano llevaría progresivamente a una especie de desacralización de la distribución de la Eucaristía. Por eso, considero que a lo largo de la historia de la Iglesia ha quedado bastante confirmado que los fieles no deben recibir la Comunión en la mano porque sus manos no están consagradas.

El segundo motivo es que al tocar la Comunión se dispersan sabe Dios cuántos fragmentos, partículas del Cuerpo de Cristo. Se da lugar a una falta de respeto cuando a no a cosas peores.

Y el tercero es el que evoca el pensamiento de Pablo VI. Cuando oigo que alguien defiende la Comunión en la mano y la emprende contra quien la recibe en la boca, ojalá de rodillas, se me ponen los pelos de punta, porque pareciera que está de parte de los secuaces de Lutero; de los protestantes que, como no creen en la Transustanciación, dan de comulgar en la mano.

Los católicos creemos en la plena Presencia Real de Cristo. Realmente es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Todo respeto que se tenga por el Santísimo Sacramento es poco. Da que pensar que tal forma de progresismo tenga por objeto llevarnos poco a poco al luteranismo, o agradar a los luteranos.

Monseñor Laise, obispo capuchino argentino, hizo a pedido de San Juan Pablo II una investigación sobre la Comunión en la mano. Intentando explicar el contexto, arribó a la conclusión de que darla en la mano constituye sacrilegio, en tanto que no lo es para los fieles recibirla así si no son conscientes de lo que hacen. A causa de dicha investigación, monseñor Laise fue acusado de la comunión eclesial con quienes la daban en la mano. ¡Parece mentira!

Para terminar, relataré una anécdota. Napoleón, al menos en apariencia, no era muy fiel y practicante. Un día se acercó a su madre, que era por el contrario muy religiosa. La madre rezaba el Rosario, y según se cuenta Napoleón se lo arrebató. Ella, tranquila y pacífica, volviéndose a su hijo le dijo: «Bueno, pero, ¿qué me darás a cambio?» Ese «qué me darás a cambio» habremos de preguntarlo a cuantos nos propongan continuas innovaciones aparentemente más apropiadas y convenientes, y que no son sino excusas porque confirman totalmente las sospechas de que carecen de sentido.

Hay quienes afirman que la Comunión se da en la mano porque se podría contaminar la boca con algún virus. Y si te la dan en la mano y luego te la llevas a la boca, ¿tu mano no ha contaminado ya la boca con algún virus? También se dice que no se debe dar en la boca porque luego se valen de trucos o de algún instrumento para sacarla y venderla a satanistas. Pero en realidad es todo lo contrario: se van con la Hostia en la mano y el sacerdote no sabe si se ha consumido. De ahí que la sospecha de que pueda ser cierto lo que expliqué es bastante vehemente.

La consagración y la Comunión son parte de la liturgia. La liturgia no es forma, sino sustancia: sirve para transformar al hombre. Pero para transformar al hombre es necesaria una participación interior. Si no tengo el respeto debido a lo sagrado, que se expresa en la liturgia, ¿cómo participo, en qué participo? ¿En una cena? ¿Lo que hago es una simple conmemoración, o participa realmente del sacrificio de Cristo que Él nos prometió?

***
Intervención de monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa María de Astaná

¡Alabado sea Jesucristo!

Queridos participantes en la conferencia Toda rodilla se doble: la majestad y el amor infinito de la Sagrada Comunión; queridos sacerdotes y fieles que creéis, amáis, adoráis, veneráis, defendéis y consoláis a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento del altar:

Nuestro Señor Jesucristo dijo: «Siempre estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt.28,20). Jesús se ha quedado con nosotros en los sacramentos, en particular en el de la Eucaristía.

El sacramento de la Eucaristía es el corazón de la Iglesia.

Cuando el corazón está enfermo y débil, la vida del cuerpo carece de fuerzas y energía, está apática.

La Iglesia estará enferma del corazón si la Eucaristía no es el verdadero centro, y concretamente, si el tabernáculo no es el verdadero centro visible, el más honrado, hermoso y sagrado. El tabernáculo donde Jesucristo está presente de verdad, sustancial, viva y personalmente, con toda la majestuosidad de su divinidad, con toda la majestad de su amor infinito, con toda su infinita humildad.

La Iglesia estará enferma del corazón si Jesús-Eucaristía no recibe de los sacerdotes y los fieles expresiones de profunda fe, de ardiente amor, de adorante y trepidante reverencia, aquí en la Tierra siguiendo el ejemplo de los ángeles del Cielo, porque en toda Santa Misa están presentes los ángeles cantando con nosotros el Sanctus, una voce dicentes.

Todo sagrario en este mundo, incluso el más abandonado y profanado, está rodeado día y noche por ángeles adorantes que con el ardor de su reverencia desagravian por los innumerables ultrajes que se infligen a nuestro amantísimo y divinísimo Señor Jesús Eucaristía.

Escuchemos las siguientes palabras inflamadas de uno de los más grandes santos y apóstoles de la Eucaristía, San Pedro Julián Eymard.

Dice: «Nuestro Señor habita en el Santísimo Sacramento para recibir de los hombres los mismos homenajes que recibió de quienes tuvieron la dicha de estar junto a Él en su vida mortal. Está ahí para que todos puedan rendir personalmente pleitesía a su Santa Humanidad. Y aunque esa fuera la única razón de la existencia de la Eucaristía, habremos de tener la dicha de poder rendir a Nuestro Señor en persona homenaje como cristianos. Por dicha Presencia el culto público tiene su razón de ser, tiene vida.  Si quitáis  la Presencia Real, ¿cómo rendiréis a la Santísima Humanidad de Nuestro Señor la veneración y los honores que le son debidos? Nuestro Señor, en cuanto hombre, sólo está en el Cielo y en el Santísimo Sacramento. Únicamente por medio de la Eucaristía podemos acercarnos aquí abajo al Divino Redentor, a Él mismo, en persona, verle y hablarle; sin ella, el culto se convierte en algo abstracto. Por ella vamos directamente a Dios, nos acercamos a Él como en su vida mortal. ¡Qué infortunados seríamos si, por honrar la humanidad de Jesucristo, no dispusiéramos de otra cosa que de recuerdos de hace diecinueve siglos! Eso puede ser suficiente dentro de los límites del pensamiento; pero, ¿cómo podríamos rendir homenaje externo a un pasado tan remoto? Nos conformaríamos con darle gracias sin tomar parte en el misterio que honramos. Pero no es así. Puedo acercarme a adorar como los pastores y postrarme como los Magos. No; nosotros no tenemos que lamentarnos de no haber estado presentes en Belén o en el Calvario. Cuando sea levantado de la Tierra, atraeré a todos a Mí. Fue en lo alto de la Cruz donde Nuestro Señor atrajo a Sí a todas las almas rescatándolas. Pero también es cierto que al pronunciar estas palabras Jesús prefiguraba su trono eucarístico, al pie del cual quiere atraer a todas las almas para unirlas con la cadena de su amor. Quiere infundirnos un amor apasionado por Él».

En toda Santa Misa el Cielo se abre, y en todo sagrario, en todo ostensorio solemnemente expuesto, el Cielo se abre y podemos presenciar con nuestros ojos espirituales la inmensa gloria de Dios, la gloria del Cordero inmolado y vivo.

¿Qué debemos hacer cuando vemos la Hostia consagrada?

Debemos igualmente postrarnos de rodillas y ofrecer a nuestro Salvador los afectos de nuestro amor, de nuestra contrición y nuestra gratitud, pronunciando desde el fondo de nuestro corazón palabras como éstas :

«Jesús, Hijo del Dios vivo, ten piedad de este pobre pecador».

«Señor mío y Dios mío, creo, te amo».

«¡Mi Dios y mi todo!»

¡Qué momento más dichoso y más emocionante, cuando el Cuerpo eucarístico de Cristo, repleto de la inmensa gloria y del amor divino y sus llagas radiantes, es portado por las manos consagradas del sacerdote para entregarse a nuestras almas como alimento divino en el momento de la Sagrada Comunión!

San Pedro Julián Eymard decía: «Como San Juan Bautista después de señalar al Mesías, se arroja a sus pies para atestiguar el vigor de su fe, la Iglesia a su vez consagra un culto solemne,  concentra  toda su liturgia en la adorable Persona de Jesús, que se muestra presente en el Santísimo Sacramento. Adora a Jesucristo como Dios, presente y escondido en la Hostia santa. Le rinde los honores que sólo se le deben a Dios; se postra ante el augustísimo Sacramento como la corte celestial ante la majestad de Dios. Aquí no hay diferencias: grandes y pequeños, soberanos y súbditos, sacerdotes y meros fieles, todos ante la presencia de Dios en la Eucaristía se postran instintivamente de rodillas. ¡Se trata del buen Dios! Pero a la Iglesia no le basta la adoración silenciosa para testimoniar su fe: le rinde también honores públicos y espléndidos homenajes. Las magníficas basílicas son expresión de su fe en el Santísimo Sacramento. No quiere construir sepulcros, sino templos, cielos en la Tierra, en los que su Salvador, su Dios, tenga un trono digno de Él. Con celosa y delicada premura ha regulado hasta los más mínimos detalles relativos al culto de la Eucaristía. No encomienda a otros la dulce tarea de honrar a su divino Esposo; todo es grande, todo es importante, todo es divino cuando Jesucristo está presente. Cuanto hay de más puro en la naturaleza, de más valioso en la Tierra, quiere consagrarlo al servicio real de Jesús. En el culto de la Iglesia, todo se centra en tan adorable misterio. Todo tiene un significado espiritual y celestial, una virtud, una gracia. Como en la soledad, en el silencio del templo se recoge el alma. La asamblea de los santos postrados ante el tabernáculo nos hace exclamar: ¡Quien está aquí presente es mayor que Salomón, mayor que los ángeles! En efecto, es Jesucristo, ante el cual se dobla toda rodilla en el Cielo, en la Tierra y en los abismos. Ante la presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento se eclipsa toda grandeza, toda santidad se humilla y anonada. ¡Jesucristo está ahí!»

El mayor tesoro que tenemos en este mundo es Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Pues Él está enteramente presente en el Sacramento eucarístico con toda la majestad de su Persona divina. Está humildemente escondido bajo la apariencia de un pequeño pedazo de pan. ¿Cómo lo tratamos cuando nos acercamos a Él en el momento de la Sagrada Comunión? ¿Somos conscientes de que está presente ante nosotros en toda su grandeza nuestro Dios y Salvador?

¿Aquel ante quien se postran los ángeles con la faz por tierra, como narra el Apocalipsis (Ap.7,11)?

¿Aquel ante quien se postraron de rodillas los pecadores, los enfermos, los propios apóstoles y las santas mujeres durante su vida terrena, como leemos en los Evangelios (cf. Mt 8, 2; 9, 18; 14, 33; 15, 25; 17, 14; 20, 20; 28,9 etc.)?

Conociendo bien todo esto, y provistos de una fe recta y un amor sincero por la Persona de Jesucristo, ¿vamos a permanecer indiferentes y quedarnos de pie ante Jesús cuando nos acercamos a Él en el momento de la Sagrada Comunión, en vez de postrarnos de hinojos ante Él?

Pidamos al Señor el don de una fe viva en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el don de un amor ardiente, delicado y atento en extremo a Jesús presente en la Sagrada Forma bajo el velo del pan. Y después, cuando nos acerquemos a comulgar, estaremos tan impregnados de fe y de amor que todo nuestro ser interior estará en condiciones de decir apenas estas palabras: «¡Es el Señor!» Así hizo el santo apóstol Juan cuando vio al Señor resucitado. Y no podremos hacer otra cosa que ponernos de rodillas exclamando: «¡Señor, estás aquí! ¡Eres Tú, mi Señor! ¡Lo creo, te adoro y te amo!»

La Imitación de Cristo nos brinda preciosas reflexiones que reflejan la fe y la devoción de los católicos de todos los tiempos. Escuchémoslo:

«Oh, Dios mío […] hay muy grandísima diferencia entre el arca del Testamento con sus reliquias, y tu preciosísimo y purísimo Cuerpo con sus inefables virtudes, y entre los sacrificios de la vieja ley, que figuraban los venideros, y el verdadero sacrificio de tu Cuerpo, que es el cumplimiento de todos los sacrificios. Y pues así es, ¿por qué yo no me enciendo más en tu venerable presencia? ¿Por qué no me aparejo con mayor cuidado para recibirte a Ti en el Sacramento, pues aquellos antiguos santos patriarcas y profetas, y los reyes y príncipes con todo el pueblo, mostraron tanta devoción al culto divino? […] Pues si tanta era entonces la devoción, y tanta fue la memoria del divino loor delante del arca del Testamento, ¡cuánta reverencia y devoción debo yo tener, y todo el pueblo cristiano en presencia del Sacramento, en la comunión del excelentísimo Cuerpo de Cristo!» (Tratado IV)

Sabemos que San Luis IX de Francia oía Misa de rodillas sobre el suelo, y cuando le llevaron un reclinatorio, dijo: «En la Misa se inmola Dios, y cuando Dios se inmola, hasta los reyes se arrodillan en el suelo».

Escuchemos las palabras de San Francisco de Asís, palabras que arden de amor y veneración al Santísimo Sacramento: «El hombre debe temblar, el mundo debe estremecerse, el Cielo en pleno debe conmoverse cuando sobre el altar y en manos del sacerdote se hace presente el Hijo de Dios […] Os ruego, más que si fuese para mí mismo, que cuando convenga y lo veáis necesario, supliquéis humildemente a los sacerdotes que veneren sobre todas las cosas el Cuerpo y Sangre santísimos de Nuestro Señor Jesucristo […] Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que tenga que ver con el Sacrificio debe considerarse valioso. Y si el santísimo Cuerpo del Señor se llega a colocar en algún lugar de manera miserable, sea colocado según el precepto de la Iglesia en un lugar preciado, sea custodiado y portado con gran veneración y sea dado a los demás del modo que corresponde […] Y cuando sea consagrado por el sacerdote sobre el altar y llevado a alguna parte, todos le rindan arrodillados pleitesía y den gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. […] Escuchad, hermanos míos. Si la bienaventurada Virgen María es honrada de esa manera, como corresponde, porque lo llevó a Él en su santísimo seno […] cuánto más santo, justo y digno será el que lo toca con sus manos, lo recibe en la boca y el corazón y lo ofrece a los demás para que lo coman, ya no agonizante, sino vivo y glorificado por la eternidad, y sobre quien los ángeles desean fijar la mirada».

¡Quiera Dios que sea ésa nuestra actitud cada vez que recibimos la Sagrada Comunión! Porque aquí en la Tierra no hay nadie más santo y más adorable que Jesús en el sacramento de la Eucaristía, que Jesús que nos ofrece a cada uno en la Sagrada Comunión.

¡Guardemos con cariño y amor este tesoro supremo de la Santa Iglesia!

Quiera Dios que en nuestros tiempos surjan, de hecho y en verdad, muchos santos apóstoles de la Santísima Eucaristía, sobre todo en los lugares en que nuestro amadísimo Señor eucarístico es más ultrajado y abandonado.

¡Bendito y alabado sea en todo momento el santísimo y divinísimo Sacramento del altar!

(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Fuente)

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