La semana pasada, pasé día tras día luchando contra distracciones aparentemente interminables en un intento por escribir un artículo que resumiera las conclusiones del Sínodo Juvenil en Roma que duró casi todo el mes de octubre.
Escribí mucho, pero simplemente el texto no cobraba forma. Puede que retome la tarea esta semana, pero seré honesto: es difícil preocuparse mucho por analizar algo diseñado para ocultar agendas obvias en medio de decenas de miles de palabras sin sentido. Están absolutamente comprometidos a no hacer que esto sea agradable, y les doy todo el crédito por ser ilegibles y sin sentido. (Ustedes ganan, chicos. Ustedes ganan.)
Sintiéndome derrotado y bastante deprimido, me abrí paso a la confesión el sábado y salí sintiéndome más renovado de lo esperado. El domingo, mientras nos poníamos en pie y leíamos el Evangelio, me hallé esbozando una sonrisa irónica. La lectura fue de Mt. 8: 23-27, y al instante me encontré pensando en el Cuarto domingo después de la Epifanía en términos de «Todos vamos a morir el domingo». El pasaje que se toma (en este caso, del Evangelio de San Mateo) es el de un barco lleno de marineros experimentados convertidos en apóstoles que están perdiendo los estribos porque una tormenta inesperada está convirtiendo su barco en unos cuantos trozos de madera flotante, mientras que Jesús está tomando una pequeña siesta.
He escrito sobre esto antes y no voy a reinventarlo. De hecho, voy a plagiar descaradamente las piezas de mi publicación del 2015, de otra publicación del 2016, y de otra, después de eso. (Éste es sin discursión el pasaje más citado en este sitio web exceptuando 1 Pedro 5: 8-9, y éstos no son los únicos ejemplos de su uso aquí.) El auto-plagio está ocurriendo desde este mismo momento, porque los lectores seguramente ya lo saben y como Shirley Bassey cantó famosamente, lo que estamos atravesando en este momento es «todo un poco de historia que se repite».
Cuando subió después a la barca, sus discípulos lo acompañaron.
Y de pronto el mar se puso muy agitado, al punto que las olas llegaban a cubrir la barca; Él, en tanto, dormía. Acercáronse y lo despertaron diciendo: “Señor sálvanos, que nos perdemos”. Él les dijo: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Entonces se levantó e increpó a los viento y al mar y se hizo una gran calma. Y ellos se maravillaron, diciendo: “¿Quién es Éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?”.
En este momento de caos absoluto en la iglesia, esta escena del Evangelio del domingo es inequívocamente relevante. Llegó, de hecho, en el momento exacto. Para mí, al menos. En mi confesión, mencioné al sacerdote el desaliento que siento por todo lo que está sucediendo en la Iglesia. Cómo a veces lucho contra las tentaciones de dudar de que la Iglesia es lo que Ella dice ser, él me recordó con suavidad, pero con firmeza, que no debía confundir los fallos de los hombres que dirigen la Iglesia con la Iglesia misma. En todo caso, dijo, ésto debería conducirnos más profundamente a la Iglesia, a Cristo mismo– que es su cabeza– a los sacramentos y a la adoración.
Mi trabajo es observar y analizar lo que está sucediendo en la Iglesia. Pero he llegado a un punto en el que ya no puedo explicarlo de manera plausible. Sin embargo, si confiamos en Cristo, si confiamos en sus promesas a la Iglesia, es posible que tengamos que aceptar que no vamos a encontrar las respuestas que estamos buscando tan desesperadamente.
Estamos siendo probados de una manera no menos severa de lo que fueron los apóstoles cuando Nuestro Señor estaba durmiendo en el bote durante esa tormenta. Piénsenlo, ellos no eran un grupo de hipsters con vaqueros ajustados bebiendo macchiatos de soja (¡sin espuma!) mientras envían snapchats comentando sobre sus gafas irónicas o… lo que sea que hagan los hipsters. Eran hombres rudos de tiempos difíciles: marineros, la mayoría de ellos, que se ganaban la vida en el mar. Conocían la diferencia entre una llovizna y una tempestad. Si estaban asustados, es que ese barco debía estar en grave peligro. Si pensaban que iban a «morir todos», fue porque en circunstancias normales lo habrían hecho.
Y luego estaba Jesús. Sólo—ya se sabe– durmiendo un poco.
Así que lo despiertan, con toda la agresión pasiva que pueden reunir: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Es un versículo hilarante si se piensa. Se lee como, «Eh, ¿Jesús? Estamos a punto de perecer a muerte aquí. No es gran cosa. Si terminaste con tu sueño reparador, ¿crees que quizá, sabes… quizás quieras hacer algo? O podríamos simplemente morir de una muerte horrible. No pasa nada. No te preocupes. Te veremos en el fondo».
Entonces Jesús se levanta, y tal como me lo imagino, les está lanzando el tipo de mirada furibunda silenciosa que sólo un padre (o quizás un héroe de acción) puede lanzar. Sólo azuzándolos de camino a la proa. Y entonces Él reprende a la tormenta. No le dice con calma que se vuelva a dormir ni le apacigua su autoestima. Él reprende el clima por tener la audacia de actuar. Y luego se da la vuelta y les da a los apóstoles (de nuevo, asumo) la misma mirada que les doy a mis muchachos cuando comienzan a tener una pelea imaginaria entre sí en el pasillo del vino de la tienda de comestibles, con los puños volando cerca de las botellas que no me puedo permitir comprar ni siquiera para navidad.
Y Él les reprende: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Cómo es que no tenéis fe?”(Marcos 4:40).
Y es mejor que creamos que en medio de esta tempestad por la que estamos siendo golpeados actualmente, Él nos está preguntando exactamente lo mismo.
Ahora parece, mientras vemos cómo la Barca de Pedro golpea las olas de herejía y escándalo, que Cristo duerme a través de la tempestad que nos rodea. Aun así, debemos recordar que Su poder está latente y Su conciencia no se ha alejado de nosotros. Su amor por Su esposa es más profundo que el de cualquier hombre por su amada, y Él la salvará de su profunda angustia.
En su encíclica sobre el reinado de Cristo, Quas Primas, el Papa Pío XI recuerda a los fieles:
Entre las bendiciones que se derivan del honor público y legítimo que se otorga a la Santísima Virgen y a los santos es la perfecta y perpetua inmunidad de la Iglesia contra el error y la herejía. Bien podemos contemplar en esto la admirable sabiduría de la Providencia de Dios, quien, siempre sacando lo bueno del mal, ha sufrido de vez en cuando el debilitamiento de la fe y la piedad de los hombres, y ha permitido que la verdad católica sea atacada por falsas doctrinas, pero siempre con el resultado de que la verdad ha brillado con mayor esplendor, y que la fe de los hombres, despertada de su letargo, se ha mostrado más vigorosa que antes.
Soy un gran fanático de las analogías (como probablemente ya hayan adivinado). A menudo me he referido a Francisco como Papa-sales-aromáticas, porque está despertando a la gente de su inconsciencia. Pero se me ocurrió que en realidad él es más bien un emético.
Los eméticos son profundamente desagradables. Te hacen vomitar con bastante violencia. La cuestión, por supuesto, no es infligirte sufrimiento; más bien, es forzar a su cuerpo a expulsar las toxinas ingeridas.
El Cuerpo Místico de Cristo ha sido envenenado. Francisco, en su intento de profundizar la crisis, en realidad está empezando a servir como un remedio involuntario. (Entonces, si le dan ganas de vomitar, anímese. ¡Es algo bueno!) Está forzando a que salgan a la superficie todas estas tonterías, de la misma manera que ocurrió con el Vaticano II. La era moderna de la Iglesia no comenzó en la década de 1960. Eso es sólo cuando llegó a un punto crítico. Y pronto, posiblemente antes de lo que cualquiera de nosotros espera, se desgastará.
O eso, o Dios lo extirpará por la fuerza.
Verán, hemos llegado a un punto en el tiempo en el que tenemos que admitir que no hay una solución humana para la crisis. Todos nos rascamos la cabeza, nos retorcemos las manos y rezamos nuestros rosarios y hacemos nuestros sacrificios y decimos: «¿Hasta cuándo, Señor?». Y lo importante es que Él quiere que hagamos esa pregunta. Él quiere que veamos que no podemos resolverlo. Incluso es posible que tengamos que soportar otro cónclave en el que un protegido de Francisco sea elegido. Y si es así, vamos a tener que soportar eso también. Tenemos que llegar al punto en que sentimos en nuestros huesos que no hay salida, excepto a través de Él.
Cuando finalmente llegue la solución– venga como venga– no nos dejará ninguna duda sobre su procedencia. Será de Él, y no de nosotros.
Cuando Cristo padeció, bebió la copa del sufrimiento hasta los posos. Él nos está pidiendo que participemos en eso. Nos está pidiendo que pongamos en espera nuestra necesidad de respuestas definitivas. Nos está pidiendo que cedamos toda nuestra preocupación, enojo e inquietud a Él, que nos protejamos dentro de Sus heridas y que confiemos.
¿Podemos hacer eso? ¿Lo amamos lo suficiente como para ver a través de ésto? ¿Confiamos lo suficiente en Él para saber que Él tiene un plan, y que si buscamos Su voluntad, se nos proveerá?
No hay un «sí» fácil y cómodo para ninguna de estas preguntas. Pero es eso o nada, y ¿a quién más iremos, cuando solo Él tiene palabras de vida eterna (Jn. 6:68)?
Steve Skojec
(Traducción: Rocío Salas. Artículo original)