Los dolores del parto habían comenzado ya a escariarle el vientre con sus garras, y un sudor espeso, casi un mucílago, le cubría el cuerpo por entero, como esas pátinas de nobleza con que se hermosean las maderas más preciadas y los cutis más añosos. Pero aquella pátina de nobleza se le malbarataría en apenas un rato —o tal vez ya se le había roto antes, incluso—, cuando el nacimiento de una criatura iluminara aquella habitación y agrisara las ilusiones de una madre. Pues más tarde, sí, cuando aquel bebé proscrito viese la luz y las entrañas de su madre quedaran huecas y como alborotadas, una herida horrísona comenzaría a latir en ambos; una suerte de íntimo desgarro que, apenas columbrado en ese instante, tendería un lazo inquebrantable entre ellos, cuando la separación se constatara y se tornaran para siempre extraños entre sí. Más tarde, sí, cuando su bebé le fuera arrebatado de entre sus brazos aún sudosos y los pechos grandes se le quedaran como huérfanos, en su vida surgirían la inquietud, los temores, el desarraigo y la incerteza, y finalmente, como esos requilorios excesivos que ornamentan ciertos muebles, que parecen coronarlo todo, se le prendería en el alma una nada envilecedora y suicida, que los dineros recibidos tras aquel mefítico acuerdo nunca podrían aliviar.
A escasos metros de aquella suerte de patíbulo en que se le había convertido el alumbramiento, en una habitación abotargada por las riquezas que la sepultaban, aguardaba el ogro su regalo: un regalo que lloraría al ver la luz por vez primera, cegado por su inédita limpidez; que agitaría los brazos y las piernecillas con temor, al verse desgajado del aliento de su madre; un regalo que, en un intento hebén, cerraría el puño con ansiedad indisimulada, esperando hallar entre sus dedos la mano tibia y trémula de su madre, y encontrar, en cambio, un vacío aterrador, ennegrecido por soledades y desesperanzas. Y aguardaba, digo —y discúlpeseme la pesantez descriptiva—, con las barbas luengas ensalivadas por la codicia, pues ésta le brotaba por entre los belfos como babas guarras, dispuesto a despojar a una madre de su crío y llevárselo lejos, muy lejos, allá donde ese lazo inquebrantable pudiera tornarse laxo y las lágrimas de la muchacha se sumieran en esa sordina que a menudo establece la distancia.
Recordó entonces la muchacha, mientras las tripas se le subían al gaznate, aquel día en que entregara al ogro su embarazo, para convertirse ya por siempre en una fámula; y al instante, como una dolorosa recidiva, todo cuanto había sucedido entonces se le puso ante los ojos nuevamente:
Aquel día, tal vez por hacerse en un como funesto presagio de lo que pronto habría de acontecer, el cielo se tintaba con una turbidez como cenicienta. Un viento estrepitado dejaba en el rostro de la muchacha un visaje de repeluzno, abigarrado de temblores y de arrugas, y el frío que se avecindaba en las inmediaciones del castillo le despellejaba las mejillas y se las enfoscaba de tonos cárdenos y violáceos, como si bajo la piel se le hubiera aposentado una hemorragia en ciernes o una gangrena subrepticia. Pero el interior del castillo, sin embargo, era cálido y gratísimo, con dejos como uterinos o placentarios; y por entre sus salas se esparcían, casi repantigadas, un sinfín de riquezas y de casi obscenas futilidades. Recordó, también, cómo el ogro se había relamido al verla, para enjugarse aquella espesa agüilla que le brotaba por entre los belfos —también entonces asperjada por la codicia, o por una siniestra concupiscencia—, y cómo, con una vis entre lasciva y bonancible, comenzó a tenderle el trampantojo con que finalmente habría de embaucarla.
Lo había hecho, recordó la incauta, con aspaviento y ampulosidad, como abarcando el horizonte todo con las manos, para engatusarla con su poder y enceguecerla con las tentaciones que le tendía ante los ojos.
«Todo esto de daré —le había dicho, mientras le mostraba alhajas incontables— si te entregas a mí y me regalas el fruto de tu preñez».
Y ante ella arrojó, desparramándolas por el empedrado del salón, una cantidad casi innúmera de escudos y reales que corrieron por la sala y se llegaron hasta los pies de la muchacha, como para cubrirla de caricias.
«¡Venga, cógelas! —la voz sibilina del ogro semejaba llegarle ahora con ribetes como ofidios—. Serán tuyas si me das al niño que engendremos»
Al caer al suelo así alborotadas, las monedas resonaron como lo habrían hecho los eslabones de una cadena, con una barbulla como de procesión fantasmal o de santa compaña, de esas que te aprisionan el ánima y la conducen al averno, para que sea escarnecida y castigada. Pues encadenada quedaría ella, sí, si aceptaba el ofrecimiento del ogro y rendía su dignidad. Y sin embargo, ¿qué era la dignidad? ¿En verdad era tan malo sucumbir y aceptar el trato?
Al instante, una batahola de lucubraciones le procesionó por entre las meninges indecisas, llevando en alto una gavilla de embaucamientos y de excusas para la impudicia. Sin duda el hambre no le arañaba el gaznate ni le arrebataba gramos a sus carnes rotundas, pero, con aquellas monedas que el ogro le ofrecía, al fin podría arrojar lejos de sí aquellos trapos raídos que le afeaban el porte y el orgullo; al fin conseguiría la opulencia con que siempre había soñado y los logros que una vida infortunada le negara desde la niñez; al fin, sí, saldría del légamo en que se sumía.
«¿Qué respondes —insistiera el ogro, con las babas ya dispersas como en turbamulta.»
La sola visión de aquel metal ennegrecido, casi enlutado o tumefacto, la había dejado absorta y casi sin aliento —ese aliento que ahora le faltaría a su crío, cuando se viese entre los brazos velludos del ogro—, sumida en un repentino sortilegio que le arrebataba el seso y hasta la voluntad. Y en un repente, agrisada por las monedas y los sueños por cumplir, musitó un “sí” entontecido, un sí callado y pequeñito que parecía habérsele precipitado por entre los labios.
Desde entonces, los meses se los pasara en aquella estancia en que se hallaba ahora, viendo cómo el vientre le medraba y le susurraba sus progresos; viendo cómo un niño se le silueteaba en la piel y le acariciaba las entretelas de la barriga con manos regordetas; viendo cómo urdía una secreta e ininteligible complicidad con aquel bebé que se le remejía en las entrañas a cada rato, para juguetear con ella, o le arreaba patadas como a hurtadillas, para advertirle de su presencia; viendo cómo el pecho se le agrandaba y se le tornaba más cálido, para acoger a un corazón mucho mayor y más benévolo, más proclive al cobijo y dispuesto siempre al perdón; o viendo, sí, de un modo límpido e irrebatible, cómo el “yo” se le descuajaba del alma y se convertía en un “tú” eterno. Pero ahora, cuando su bebé le fuera arrebatado de entre sus brazos aún sudosos y los pechos grandes se le quedaran como huérfanos, ese corazón se le haría huero o innecesario, y en lugar de tornarse más mollar se le recubriría de llagas y de heridas, y su alma tomaría, ya sin duda para siempre, el tono ennegrecido, casi enlutado o como tumefacto, de aquellas monedas viles con que el ogro la embaucara.
Apenas unos segundos después, cuando su hijo ya asomaba a la vida y el ogro se relamía de codicia, una lágrima temulenta de dolor respondió a las preguntas que antaño se hiciera.
Gervasio López