Una crítica doctrinal de Desiderio desideravi (II): Oscurecimiento de la centralidad de la Pasión redentora

Nota del editor: Continuamos con la segunda parte de la crítica de José A. Ureta a Desiderio desideravi.

El misterio pascual como centro de la celebración

En la encíclica Mediator Dei, Pío XII subraya la centralidad de la Pasión en la vida de Nuestro Señor Jesucristo y en nuestra redención (en adelante, todos los destaques en negrita son nuestros):

«La sagrada liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su vida, es decir: Aquel que es el Verbo del Eterno Padre, el que nace de la Virgen Madre, el que nos enseña la verdad, el que cura a los enfermos, el que consuela a los afligidos, el que sufre los dolores y el que muere; y después, el que resucita de la muerte vencida, el que reinando en la gloria del cielo nos envía el Espíritu Paráclito, el que vive, finalmente, en su Iglesia: “Jesucristo, el mismo de ayer es hoy, y lo será por los siglos de los siglos”. Y además, no sólo nos lo presenta como modelo, sino que nos lo muestra también como a maestro a quien debemos escuchar, como a pastor a quien seguir, y como conciliador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza mística, de la cual somos miembros que gozamos de su vida.

»Mas, ya que sus acerbos dolores constituyen el principal misterio de donde procede nuestra salvación, es muy propio de la fe católica destacar esto lo más posible, ya que es como el centro del culto divino, representado y renovado cada día en el sacrificio eucarístico, y con el cual están estrechamente unidos todos los sacramentos» (n° 203-204).

Más adelante, Pío XII se refiere a las finalidades del sacrificio eucarístico (adoración, acción de gracias, propiciación e impetración). Al describir la tercera finalidad, el papa Pacelli resalta una vez más el papel de la Pasión y Muerte del Divino Redentor, resumiendo en pocas líneas la doctrina de San Anselmo sobre la expiación vicaria de Jesucristo en la cruz: «El tercer fin es la expiación y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso Él inmolarse en la cruz, “víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2)» (n° 92).

Y reitera esa enseñanza tradicional al describir el fruto del sacrificio divino, citando a San Agustín:

«Los méritos infinitos e inmensos de este sacrificio no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el sacerdote y la víctima es el Dios Hombre; porque su inmolación, igual que su obediencia a la voluntad del Padre Eterno, fue perfectísima, y porque quiso morir como cabeza del género humano: “Mira cómo ha sido tratado nuestro Salvador: pende Cristo en la cruz; mira a qué precio compró… Su sangre ha vertido. Compró con su sangre, con la sangre del Cordero inmaculado, con la sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo; el precio es la sangre; la compra, el mundo todo” (San Agustín, In psalm. 147; P.L. 37, 1925)»(n° 95).

Reinterpretación de la Redención a través de la Resurrección

Esa insistencia en la centralidad del sacrificio de la cruz para la Redención del género humano era una respuesta a las elucubraciones de los teólogos más radicales del movimiento litúrgico que, ya en aquel tiempo, la colocaban en la sombra, poniendo el acento en el triunfo y la Resurrección de Cristo y en su actual estado glorioso. El jesuita Juan Manuel Martín-Moreno nos servirá nuevamente de guía para esclarecer el cambio de acentuación introducido por los innovadores:

«La teología occidental está en el proceso de liberarse de este modelo anselmiano de redención, que tan negativamente ha afectado a la liturgia. En realidad, de verdad, la salvación ha sido una iniciativa del Padre que ya nos amaba cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,10). Fue iniciativa del Padre enviarnos a su Hijo Salvador, como cabeza de una nueva Humanidad. Jesús no murió porque él mismo buscara la muerte, ni porque el Padre se la exigiera. El Padre no lo envió a morir, sino a vivir. La acción del Padre no consiste en matar a su Hijo, sino en resucitarlo, aceptando su ofrenda amorosa. (…)

»El modo cruel como Jesús sufrió su muerte no es consecuencia de un destino ineluctable fijado por Dios Padre, sino que es consecuencia de la crueldad de los hombres que no podían tolerar la presencia del justo en medio de ellos.

»Cuando decimos que Jesús murió ‘por nuestros pecados’, queremos decir que murió porque la humanidad pecadora no pudo por menos que matarle. Murió porque éramos pecadores. Si hubiésemos sido justos, nunca le hubiésemos matado y Jesús no hubiera padecido esa muerte. No es el Padre quien quiere la muerte de Jesús en la cruz, sino la humanidad pecadora.

»Jesús muere porque fue fiel a la línea de conducta que le había sido marcada, mostrándonos el verdadero rostro del Padre. En este sentido podemos decir que murió por el cumplimiento de la voluntad de Dios. (…)

»Porque murió en el cumplimiento de su misión, y asumió nuestra naturaleza humana hasta sus últimas consecuencias muriendo con una muerte semejante a la nuestra; por eso la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Con ello se abrió también para todos nosotros la puerta de la resurrección y de la vida eterna.(…) Nuestra salvación es el efecto de su encarnación, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de la donación de su Espíritu» [9].

No se podría ser más claro: la puerta de la resurrección y de la vida eterna se nos abrió, no tanto por la sangre vertida en la cruz, sino porque la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Esa mudanza de paradigma, descrita pedagógicamente por el P. Martín-Moreno, dejó de ser mera especulación de teólogos y comenzó a pasar a las cátedras eclesiásticas ya en el período de elaboración del esquema previo de la Constitución sobre la liturgia, antes mismo del inicio de la primera sesión conciliar. El título original del capítulo sobre la eucaristía, aprobado el 10 de agosto de 1961, era De sacro sancto Missae sacrificio; pero en la sesión del 15 de noviembre del mismo año pasó a ser De sacro sancto Eucharistiae misterio [10].

Cómo este punto de vista entró en la constitución conciliar sobre la liturgia

Al comenzar los debates sobre dicho esquema previo –único que, por su carácter novador voluntariamente moderado [11], no fue rechazado de plano sino enmendado– monseñor Henri Jenny, a la sazón obispo auxiliar de Cambrai y miembro de la comisión preparatoria sobre la liturgia (y posteriormente, miembro del Concilium que elaboró la nueva Misa), observó que en el esquema faltaba lo esencial: una doctrina sobre el misterio de la liturgia. Fue constituida entonces una subcomisión que redactó el primer capítulo de Sacrosantum Concilium [12], cuyo contenido pasó a ser el núcleo doctrinal no sólo de esa constitución conciliar, sino también de la reforma litúrgica de Pablo VI y de todo el magisterio postconciliar sobre la liturgia.

Ese primer capítulo de Sacrosantum Concilium diluye la centralidad de la muerte en la cruz en el conjunto del misterio pascual: «Esta obra de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, ‘con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado de Cristo dormido en la cruz nació ‘el sacramento admirable de la Iglesia entera’» (n° 5).

No cabe duda que la expresión paschale sacramentum (o sea, misterio pascual) es frecuente en los textos de los Padres de la Iglesia y en las oraciones del Misal tradicional. Pero, en todos ellos, la expresión era entendida dentro de la concepción tradicional de la Redención como un rescate operado principalmente por la Sangre vertida en la Pasión y Muerte del Salvador (véase, por ejemplo, la oración del Viernes Santo: «Acuérdate, Señor, de tus misericordias y santifica con una constante protección a tus siervos, para los cuales instituyó tu Hijo Jesucristo el misterio pascual, por medio de su pasión» per suum cruorem, instituit paschale mysterium–). Mientras que, en su acepción moderna, el misterio pascual pasó a ser entendido principalmente como la plena revelación del amor del Padre, el cual se expresa sobre todo en la Resurrección de Jesús: «Cuando se pasa de la redención al misterio pascual, el énfasis cambia completamente. Quien habla de redención piensa primero en la Pasión y luego en la resurrección como complemento. Quien habla de Pascua piensa primero en Cristo resucitado» [13], escribió el dominico Aimon-Marie Roguet en un artículo que hizo fecha, publicado por la revista Maison-Dieu, baluarte parisino del movimiento litúrgico.

El papa Francisco minimiza la muerte redentora de Cristo

Es precisamente ese acento unilateral en favor de la Pascua y en desmedro de la Pasión –contraria al equilibrio tradicional– la que rezuma por todos los poros de Desiderio desideravi. El documento no emplea ni una sola vez vocablos como redención, Redentor o redimir, que evocan la liberación del pecado mediante el pago de una deuda. Usa siempre salvación, que no tiene esa connotación, y la asocia preferentemente a la Pascua, citada nada menos que 29 veces a lo largo del texto, mientras la Resurrección es mencionada 14 veces, la muerte del Señor es evocada sólo 6.

La propia definición que ofrece de la Liturgia padece de esa parcialidad. Para Francisco, ella es «el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo» (n° 21). Y hablando del respeto de las rúbricas, dice que es necesario no robar a la asamblea lo que le corresponde, «es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual» (n° 23), el cual debe despertar el asombro de los participantes, descrito como «admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los misterios, es decir, de los sacramentos» (n° 25). Más adelante, afirma que «la acción celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan experimentarlo en su vida» (n° 49).

El riesgo con esa mudanza de acento es que (lo que aún queda de) la fe de los fieles puede ser deformada en dos dimensiones. De un lado, pueden ser inducidos a pensar que la obra de la salvación debe ser atribuida más al Padre y al Espíritu Santo que a Jesús, Verbo encarnado, hijo de María, que vertió su sangre por nuestros pecados. Por otra parte, podrían llegar a pensar que Jesucristo no es propiamente Redentor, sino el lugar en que Dios nos salva, puesto que es en la Pascua de Cristo donde el amor del Padre se nos revela. También la piedad de los fieles puede ser llevada a desvalorizar todas las devociones tradicionales que los estimulan a expiar sus pecados y los de la humanidad e inducirlos a pretender salvarse por la sola fe en el plan salvífico de Dios, sin completar en su carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24); o, peor todavía, a creer en una salvación universal por causa de la Alianza indefectible de Dios con el género humano.

José Antonio Ureta

 Para leer la parte 1, pulsar aquí.

NOTAS:

[9] Apuntes de Liturgia, p. 43-44, https://www.academia.edu/34752512/Apuntes_de_Liturgia.doc

[10] https://www.cairn.info/revue-recherches-de-science-religieuse-2013-1-page-13.htm

[11] https://www.crisismagazine.com/2021/sacrosanctum-concilium-the-ultimate-trojan-horse

[12] http://www.fraternites-jerusalem.ca/wordpress_sdssm/wp-

content/uploads/2013/04/Présentation-Sacrosanctum-Concilium.pdf

[13] https://www.la-croix.com/Culture/revue-Maison-Dieu-liturgie-coeur-2020-11-29-1201127197

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