Una crítica doctrinal de Desiderio desideravi: La primacía de la adoración

Introducción del editor: Damos inicio a la publicación, en cinco artículos sucesivos, de un importante estudio de José Antonio Ureta sobre los fundamentos teológicos sobre los que se apoya la reciente exhortación apostólica Desiderio Desideravi. El autor argumenta que estos fundamentos difieren manifiestamente de los de la encíclica Mediator Dei de Pío XII en la medida en que ponen todos los acentos precisamente en las peligrosas inclinaciones del Movimiento Litúrgico tardío contra las cuales el último Papa preconciliar quiso advertir a los fieles.

La primacía de la adoración

José Antonio Ureta

Necesidad de un examen meticuloso

En los medios tradicionalistas, los comentarios a la exhortación apostólica Desiderio desideravi se han limitado hasta el presente a lamentar la reiteración de la tesis de que la misa de Pablo VI es la única forma de Rito Romano y a negar que el nuevo Ordinario de la Misa sea una traducción fiel de los deseos de reforma expresados por los Padres conciliares en la constitución Sacrosantum Concilium.

No me ha llegado a las manos (o, más bien, a la pantalla del computador) ninguna crítica teológica de los principios desarrollados por el papa Francisco en su meditación sobre la liturgia. Veo inclusive con preocupación que algunos artículos, al mismo tiempo que condenan los dos defectos de Desiderio desideravi arriba mencionados, dan a entender que si sus principios y algunos comentarios del Papa fuesen puestos en práctica en las parroquias, el resultado sería positivo. «De hecho, buena parte de los consejos del papa Francisco para la liturgia se podría entender como una convocatoria general a la tradición en la liturgia», escribe un destacado líder tradicionalista, que tras citar algunos fragmentos de la exhortación sobre la riqueza del lenguaje simbólico, agrega: «Si los ceremonieros de las diócesis se tomasen a pecho estas afirmaciones, observaríamos por todo el mundo una transformación de la liturgia de vuelta a la tradición»[1]. Los sacerdotes birritualistas de la diócesis de Versalles que animan el portal Padreblog afirman, por su parte, que «bastantes elementos de la carta tienen en común que ni son propios ni figuran en el Misal de 1962 ni en el de 1970», para concluir que «lo mejor del Misal de San Pío V encontrará de modo natural su lugar en la profundización litúrgica que pide el Santo Padre»[2]. El capellán de la misa tradicional a la que asisto regularmente (perteneciente a una comunidad Ecclesia Dei) parece ser de la misma opinión, pues sugirió al fin de un sermón reciente superar el desagrado que produce el párrafo 31 de Desiderio desideravi y aprovechar las vacaciones del verano europeo para nutrirse espiritualmente con la lectura del documento papal.

Temiendo que esa actitud benevolente se difunda en los medios tradicionalistas, pretendo mostrar en los párrafos que siguen los desvíos doctrinales que, en mi modesta opinión, salpican las meditaciones del Papa Francisco sobre la liturgia, desvíos que resultan de la nueva orientación teológica asumida por la constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II. Lo haré comparando la visión de la liturgia que enseña el último documento preconciliar sobre el tema, o sea, la encíclica Mediator Dei de Pio XII con aquella que emerge de Desiderio desideravi. La conclusión será que esta última merece, por lo menos, la crítica que hacía el cardenal Giovanni Colombo a la Gaudium et Spes, a saber, que «todas las palabras son apropiadas; lo que falla son los acentos»[3]. Infelizmente, tras leer el texto reciente del Papa los lectores se quedan más con los acentos errados que con las palabras apropiadas…

La comparación entre la visión de Pio XII y la de Francisco versará sobre cuatro puntos específicos: la finalidad del culto litúrgico, el misterio pascual como centro de la celebración, el carácter memorial de la Santa Misa y, por último, la presidencia de la asamblea litúrgica.

Finalidad del culto litúrgico

Mediator Dei[4] deja sentado con una claridad meridiana que el culto católico tiene dos finalidades principales que se entrecruzan y se apoyan mutuamente: la gloria de Dios y la santificación de las almas. Pero, evidentemente, la primacía le corresponde al homenaje rendido al Creador.

Después de explicar que «el deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (n° 18), reconociendo su majestad suprema y dándole «mediante la virtud de la religión, el debido culto» (n° 19), Pío XII recuerda que la Iglesia lo hace continuando la función sacerdotal de Jesucristo (n° 5) y concluye con la siguiente definición: «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (n° 29).

Inclusive el fin subsidiario (y, de hecho, primario desde otro punto de vista) de santificar las almas tiene como fin último la gloria de Dios: «Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (n° 215).

Por influencia de los teólogos del llamado Movimiento Litúrgico, cuyas ideas fueron recogidas en Sacrosanctum Concilium, esa relación entre glorificación de Dios y santificación de las almas en la liturgia quedó invertida. Lo explica de modo muy pedagógico el teólogo jesuita P. Juan Manuel Martín Moreno en sus Apuntes de Liturgia[5] para el curso que impartió en la Pontificia Universidad de Comillas (de la Compañía de Jesús) en los años 2003-2004:

«Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). (…)

»La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

»En cambio para el Vaticano II prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación. (…)

»La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. (…)

»Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia»[6].

De hecho, la dimensión catabática tiene también la finalidad anabática de conducir los hombres a Dios y hacer que lo glorifiquen. Pero, en Desiderio desideravi[7], el papa Francisco enfatiza casi exclusivamente esta concepción primordialmente catabática de la liturgia y deja en la sombra la glorificación de Dios, que para Pío XII es su elemento primordial.

Su meditación comienza con las palabras iniciales del relato de la Última Cena – «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»– subrayando que ellas nos dan «la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros» (n° 2). «El mundo no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9)» (n° 5), agrega el pontífice. Sin embargo, «antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros» (n° 6). La liturgia, entonces, es ante todo el lugar del encuentro con Cristo, porque ella «nos garantiza la posibilidad de tal encuentro» (n° 11).

El sentido catabático y descendiente de la liturgia –entrar en posesión de la salvación– está muy bien resaltado. Pero fue enteramente omitido el hecho, destacado por Pío XII en el texto ya citado, de que la primera función sacerdotal de Cristo es rendir culto al Padre Eterno en unión con su Cuerpo Místico.

Esa unilateralidad se refuerza en otro párrafo que trata específicamente del aspecto anabático ascendiente, o sea, de la glorificación de la divinidad por los fieles reunidos. Dicho texto insinúa que la gloria de Dios es secundaria, en cuanto no agrega nada a la que Él ya posee en el Cielo, mientras lo que realmente vale es su presencia en la tierra y la transformación espiritual que ella produce: «La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios» (n° 43).

Las palabras son apropiadas, porque es verdad que el hombre agrega a Dios una gloria apenas “accidental”, pero fue Dios mismo el que quiso recibirla de él al crearlo. Pero los acentos, por su unilateralidad, conducen los fieles a una posición errónea, que fácilmente degenera en el culto del becerro de oro, o sea, «en una fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma, y en la que se confirma a sí misma», actitud denunciada en su tiempo por el entonces cardenal Joseph Ratzinger [8].

NOTAS:

[1] https://onepeterfive.com/pope-francis-liturgical-longing/

[2] https://www.la-croix.com/Debats/Au-dela-querelles-liturgiques-pape-nous-fait-contempler-

souffle-doit-habiter-toute-liturgie-2022-07-06-1201223716

[3] http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1347506.html

[4] Las citas de la encíclica y su numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet

de la Santa Sede: https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-

xii_enc_20111947_mediator-dei.html.

[5] https://www.academia.edu/34752512/Apuntes_de_Liturgia.doc

[6] Op. cit., p. 47-48.

[7] Las citas de la exhortación apostólica y la numeración corresponden a la versión publicada

en el sitio internet de la Santa Sede:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/20220629-lettera-ap-

desiderio-desideravi.html

[8] Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia: una introducción, Eds. Cristiandad, Madrid, 2001, p.

43.

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