Así como san Bruno fue testigo del prodigioso discurso ensayado por un amigo difunto en el mismo momento en que lo estaban velando (hecho que impulsó su conversión y la fundación de su célebre y silente orden, ya que el occiso recomendó a los presentes mortificar la lengua), hemos tenido la infrecuente sorpresa de oír a un curita progre pronunciarse en contra del aborto con argumentos cuanto menos molestos a los de su laya. Il morto che parla fue esta vez el padre “Pepe” di Paola, disertante ante la cámara de diputados en el marco del debate por la legalización del aborto en la Argentina.
Hemos visto, entre paréntesis, varios medios masivos que reportaban la intervención del “padre Pepe” así, entrecomillando no sólo su apodo sino también su cualidad de sacerdote, en implícito descrédito de una facha que parece más la de un saltimbanqui o un espantajo que la de un clérigo. Lo cierto es que el hirsuto prete, sea por atavismos católicos que por mera casualidad (como la del borrico de la fábula, improvisado flautista), ofreció un discurso que, aunque intonso como él de los previsibles ribetes horizontalistas y sociologizantes, tocó el punctum dolens de una zopenca progresía que se resiste a ver el nexo entre sus deconstructivistas “libertades” y el subsidio de los banqueros. «No es inocente que este año se instale el aborto desde la política para acercarse a aquel que promueve en todo el mundo el aborto, que es el FMI», dijo, y recordó al otrora secretario de Defensa de EEUU y presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, quien en sus días propuso «aumentar los caudales de préstamo a los países pobres del Tercer Mundo bajo fuertes condicionamientos», siendo «uno de ellos nada más y nada menos que el aborto». Consta que estos condicionamientos se han extendido a la práctica totalidad de las naciones bajo el lema “te presto 50 mil millones para que me devuelvas 200 mil, a condición de que apruebes el aborto, como ayer me aprobaste el matrimonio de los maricas y la educación sexual en las escuelas, y mañana harás lo propio con la eutanasia”: tal el pacto leonino que propone el sólito clan de usufructuarios globales con los respectivos gobiernos en el marco de las venerandas garantías democráticas.
Hay un largo pasaje del Infierno en el que Dante ilustra la olvidada vinculación entre la usura y otros delitos que, como ésta, gozan hoy de horrorosa legalidad. En efecto, en el séptimo círculo infernal (cantos XII-XVII) en el que son atormentados los violentos, yacen, en sucesivas espiras, los homicidas y ladrones (violentos contra el prójimo en sus personas y en sus haberes), los suicidas y despilfarradores (violentos contra sus propias personas y posesiones), los blasfemos (violentos contra Dios), los sodomitas (violentos contra la naturaleza, hija de Dios) y los usureros (violentos contra el arte -en la vieja acepción de oficio-, nieto de Dios). Sugestivamente, el poeta pone al comienzo del canto XVII -aquel que trata de los usureros- la advertencia que Virgilio le hace de Gerión, fiera de cola afilada como el escorpión, capaz de penetrar montes y muros y de abatir defensas («Ecco la fiera con la coda aguzza, / che passa i monti, e rompe i muri e l’armi; / ecco colei che tutto ’l mondo appuzza!»). Apesta a todo el mundo y no hay frontera que se le resista, como el préstamo a interés. E induciendo una violencia ciega contra todo lo real, extiende su perniciosísima influencia a objetos que trascienden las meras relaciones mercantiles, impregnándolos de su tufo a muerte. Lo supo, a la vuelta de varios siglos y ya mudado radicalmente el escenario histórico, aquel otro poeta que, habiendo advertido el cambio en los mismísimos hábitos reproductivos de la especie humana después de un crack financiero y su consiguiente y financiada guerra, y luego de haber visto triunfante la revolución bolchevique, primera en legalizar el aborto, acertó a concluir uno de sus más conocidos Cantos con aquello de que «la usura mata al niño en el vientre, / impide el cortejo entre los jóvenes, / lleva la sequía al lecho, yaciendo / entre los recién casados / contra naturam» (Ezra Pound, Canto XLV).
Previendo todos los disturbios que le están asociados, sabia tenía que ser la institución que penara la usura con la excomunión (pena que recibe también el homicidio, incluyendo naturalmente al de los nonatos), e impía aquella otra religión (el Talmud) que, a resguardo de la pena canónica, consagrara el fraude contra sus no sectarios. Y con el fraude financiero, a la zaga de unas cuantas y sucesivas “conquistas revolucionarias” a cuál más funesta, la imposición del aborto como derecho. Llegando al hiriente contrasentido de que la fecundidad negada a la estirpe le sea concedida a algo tan abstracto como el dinero, al que ahora se le aplica en exclusiva y sacrílegamente el mandato bíblico de «creced y multiplicaos».
Sea dicho sin la menor sospecha de economicismo, pues detrás del ejercicio desaforado del agio reconocemos siempre al demonio del lucro: la usura debe entenderse como causa eficiente del desquicio moderno, sufragando el envilecimiento y el suicidio en pasos de la especie humana. Cuando no deba incluso reconocérsele razón de causa material, toda vez que el castillo de naipes de la sociedad contemporánea -donde no queda ya nada de firme y perdurable-, tiene por sustancia aglutinante el gas del crédito bancario y las riquezas volanderas y virtuales. Causa formal, en tanto animadora de las valoraciones y los hábitos, y causa final, imprimiéndole al conjunto una tensión y una sujeción a un infinito espurio expresado en cifras siderales concentradas para nada, como un fin en sí mismas. Que Mammon se asocie a Moloch en hora tan declinante como la nuestra no debe, pues, extrañarnos. En el infierno hay puros odios recíprocos, pero solidaridad en la obra de la perdición de sus víctimas.
No es, por lo demás, la única asociación reconocible: Satanás tiene la habilidad de alistar entre sus huestes a crueles y a estúpidos de consuno. Aquéllos impulsan a la masa inerte; éstos ceden mansamente al espíritu de emulación, a la necia comezón de estar al día, de no ser menos, de no desentonar. Así es como, arreadas de las narices por cuatro o cinco posesos, las descerebradas hordas estudiantiles –tropel de larvas que a menudo acceden a la universidad careciendo de la más elemental capacidad de comprensión de textos- salen infaliblemente a manifestarse en favor de la mala causa, y con ellos toda esa canalla ambulante que apellidamos «farándula» (término de etimología discutida, pero que guarda la desinencia latina propia del diminutivo, sugiriendo pequeñez), compuesta por actrices, bailarinas y demás mujerzuelas del tablado, travestis de nota y convictos empresarios del lenocinio y del estupro que han hecho de la pantalla una garçonnière sin velos ni tabiques, abierta a todas las miradas. Ésta es la morralla que se arroga pautar la moralidad pública del mundo al revés -la misma que agita el retintín de la opción por las mujeres pobres, para que éstas no mueran en abortos clandestinos-, cuando en realidad no hacen sino exhibir la irremontable banalidad de una burguesía capaz de juzgar como chic el asesinato de los indefensos.
Que la idolatría se asocia a la crueldad lo sabe cualquiera que haya hurgado en la historia de las civilizaciones pasadas. Ya nos consta, por experiencia, que la sobrecivilización revierte en esas mismas simas, y que el niño por nacer es un estorbo allí donde Dios, con sus mandatos y preceptos, es un estorbo. Si por un imposible, de parte de alguno de los honorables diputados que se encuentran tratando la inicua ley nos hubiera sido solicitada nuestra opinión, hubiésemos propuesto otro imposible: la aplicación retroactiva y obligatoria del aborto para con sus impulsores. A sabiendas de que no hay mayor escándalo o escollo que aquel que se le tiende a un niño en el vientre mismo de su madre, y que no hay nadie que más merezca el apelativo de «pequeño» que el no nacido. Ya lo dijo el Señor: «al que escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipiten en lo profundo del mar» (Mt 18,6). Y «más le valdría no haber nacido» (Mt 26, 24).