Dietrich von Hildebrand: la Santa Misa Tridentina versus la Nueva Misa

Cuando leí este artículo de Dietrich von Hildebrand hace 9 años es cuando fui librado de mi ceguera. Espero que se tomarán un pequeño momento para leer este artículo de un hombre santo y brillante.

Argumentación a favor de la misa tridentina…

Dietrich von Hildebrand, a quien el papa Pío XII llamaba “el Doctor de la Iglesia del siglo XX”, fue uno de los más eminentes filósofos católicos del mundo. El cardenal Ratzinger (papa Benedicto XVI) escribió acerca de Dietrich von Hildebrand en el año 2000: “Estoy firmemente convencido de que, cuando en el futuro se escriba la historia de la Iglesia Católica del siglo XX, el nombre de Dietrich von Hildebrand será prominente entre las figuras de nuestro tiempo.” El siguiente es un artículo que escribió acerca de la misa tridentina y que apareció en la revista Triumph en octubre de 1966:

Los argumentos a favor de la nueva liturgia han sido empaquetados prolijamente y se  pueden aprender de memoria. El nuevo formato de la misa está diseñado para involucrar al celebrante y a los fieles en una actividad comunitaria. En el pasado, los fieles asistían a la misa aislados en sí mismos, cada adorador con sus propias devociones, o como mucho siguiendo los procedimientos del misal. Hoy los fieles pueden captar el carácter social de la celebración; aprenden a apreciarla como una cena comunitaria. Antiguamente, el sacerdote murmuraba en un idioma muerto que creaba una barrera entre el sacerdote y el pueblo. Ahora todos hablan en español, cosa que tiende a unir al sacerdote con el pueblo. En el pasado, el sacerdote daba la misa de espaldas al pueblo, creando un ambiente de rito esotérico. Actualmente, dado que el sacerdote está de cara al pueblo, la misa es una ocasión más fraternal. En el pasado, el sacerdote entonaba extraños cantos medievales. Hoy, toda la asamblea canta canciones con melodías fáciles y letras conocidas, e incluso experimenta con la música popular. La argumentación a favor de la nueva misa es, entonces: hacer que los fieles se sientan más a gusto en la casa de Dios.

Más aún, se dice que estas innovaciones fueron promulgadas por la Autoridad: se las presenta como respuesta obediente al espíritu del Concilio Vaticano II. Se dice esto a pesar de que la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio no va más allá de permitir la misa en lengua vernácula para los casos que el Obispo crea conveniente; la Constitución insiste en retener la misa tridentina y aprueba enfáticamente el canto gregoriano. Pero a los “progresistas” litúrgicos parece no importarles la diferencia entre permitir y mandar. Tampoco dudan en autorizar cambios, como recibir la eucaristía de pie, cosa que la Constitución ni siquiera menciona. Los progresistas aducen que se pueden tomar estas libertades porque la Constitución es tan sólo el primer paso en un proceso evolutivo. Y parecen estar saliéndose con la suya. Es difícil encontrar hoy en día una misa tridentina, y en los Estados Unidos son prácticamente inexistentes. Incluso la misa conventual en los monasterios se realiza en lengua vernácula, y el glorioso gregoriano es reemplazado por melodías insignificantes.

No me preocupa el estado legal de los cambios. Y no quiero que parezca que lamento que la Constitución haya permitido que la lengua vernácula complemente al latín. Lo que desapruebo es que la nueva misa esté reemplazando a la tridentina, que la vieja liturgia esté siendo desechada temerariamente, y negada a la mayoría del Pueblo de Dios.

Me gustaría hacer varias preguntas a quienes promueven estos cambios: ¿la nueva misa conmueve el espíritu humano más que la vieja – evoca un sentido de eternidad? ¿Nos ayuda a elevar nuestros corazones por sobre las preocupaciones cotidianas – de los aspectos puramente naturales del mundo – y hacia Cristo? ¿Aumenta la reverencia, la apreciación por lo sagrado?

Por supuesto que estas preguntas son retóricas y se responden a sí mismas. Las hago porque creo que todos los cristianos querrán considerar su importancia antes de alcanzar una conclusión acerca de las virtudes de la nueva liturgia. ¿Cuál es el rol de la reverencia en una vida verdaderamente cristiana, y por sobre todo en una verdadera adoración cristiana de Dios?

La reverencia da al ser la oportunidad de hablarnos: la grandeza última del hombre es ser capax Dei. La reverencia es de capital importancia en todos los ámbitos de la vida del hombre. Se la puede llamar, y con razón, “la madre de todas las virtudes”, porque es la actitud básica presupuesta por todas las virtudes. El gesto más elemental de reverencia es una respuesta al mismo ser. Distingue la majestad autónoma del ser frente a la ilusión o la ficción; es un reconocimiento a la consistencia interna y a lo positivo del ser – de su independencia respecto a nuestros estados de ánimo arbitrarios. La reverencia da al ser la oportunidad de desplegarse, de hablarnos; de fecundar nuestras mentes. Por lo tanto, la reverencia es indispensable para un adecuado conocimiento del ser. La profundidad y plenitud del ser, y por sobre todo sus misterios, no serán revelados salvo a la mente reverente. Debemos recordar que la reverencia es un elemento constitutivo de la capacidad de “asombro” que Platón y Aristóteles declararon condición indispensable para la filosofía. Ciertamente, la irreverencia es una fuente de error filosófico. Pero si la reverencia es una condición necesaria para el conocimiento fiable del ser, es aún más indispensable para captar y evaluar los valores del ser. Sólo el hombre reverente, que admite la existencia de algo más grande que sí mismo, que está dispuesto a mantener el silencio y dejar que el objeto hable – que se abre – es capaz de entrar en el mundo sublime de los valores. Incluso una vez que los valores han sido reconocidos, aparece una nueva clase de reverencia – una reverencia que responde no sólo a la majestad del ser, sino al valor específico de un ser específico y a su rango en la jerarquía de valores. Y esta nueva reverencia permite el descubrimiento de más valores aún.

Es sólo con una actitud reverente que el hombre puede reflejar su cualidad esencialmente receptiva como persona creada; la grandeza última del hombre es ser capax Dei. En otras palabras, el hombre tiene la capacidad de capturar algo más grande que sí mismo, ser afectado y fecundado por ello, y abandonarse a sí mismo por esta causa – en respuesta a su valor. Esta habilidad de trascenderse a sí mismo lo distingue de una planta o animal; estos sólo luchan por desarrollar su propia entelequia. Ahora bien: sólo el hombre reverente puede trascenderse a sí mismo conscientemente y conformarse con su condición humana fundamental y su situación metafísica.

¿Nos encontramos mejor con Cristo al elevarnos hacia Él, o rebajándolo a nuestra mundana jornada laboral?

En cambio, el hombre irreverente se acerca al ser ya sea con una superioridad arrogante o con una familiaridad sin tacto. En ambos casos se encuentra incapacitado; es el hombre que se acerca tanto al árbol o al edificio que ya no lo ve. En lugar de permanecer a una distancia espiritual apropiada, se impone, y como consecuencia acalla al ser. En ningún otro campo es tan relevante la reverencia como en la religión. Como hemos visto, afecta profundamente la relación del hombre con Dios. Pero más allá de esto, permea la religión por completo, especialmente la adoración de Dios. Hay una profunda relación entre la reverencia y la sacralidad: la reverencia nos permite experimentar lo sagrado, elevarnos de lo profano; la irreverencia nos ciega frente al mundo de lo sagrado. La reverencia, incluyendo el asombro – el miedo y el temblor son respuestas concretas frente a lo sagrado.

Rudolf Otto desarrolló este punto en su reconocido ensayo, La Idea de lo Sagrado. Kierkegaard también se concentra en el rol primordial de la reverencia en el acto religioso, en el encuentro con Dios. ¿Acaso no se estremecieron los judíos con gran asombro cuando el sacerdote introdujo el sacrificio en el sanctum sanctorum? ¿Acaso no se llenó de miedo Isaías cuando vio a Yahweh en el templo y exclamó, ““¡Ay de mí, que estoy perdido! Pues soy hombre de labios impuros…y mis ojos han visto al Rey”? ¿Acaso las palabras de San Pedro luego de la pesca milagrosa, “apártate de mí, Señor, porque yo soy un pecador,” no testifican que ante la realidad de la presencia de Dios nos llenamos de miedo y reverencia? El cardenal Newman ha mostrado en un brillante sermón que el hombre que no teme y no reverencia no ha conocido la realidad de Dios.

Cuando San Buenaventura escribe en Itinerarium Mentis ad Deum que sólo un hombre de deseo (como Daniel) puede entender a Dios, quiere decir que debe alcanzarse una cierta actitud del alma para poder entender el mundo de Dios, al cual Él nos quiere conducir.

Este consejo es aplicable especialmente en la liturgia de la Iglesia. El sursum corda – el levantar nuestros corazones – es el primer requisito para una participación real en la misa. Nada podría obstruir más el encuentro del hombre con Dios que la idea de “ir al altar del Señor” como si fuéramos a una agradable y relajada reunión social. Es por esto que la misa tridentina con canto gregoriano, que nos eleva a una atmósfera sagrada, es ampliamente superior a la misa en lengua vernácula con canciones populares, la cual nos deja en una atmósfera profana y natural.

El principal error de la mayoría de las innovaciones es imaginar que la nueva liturgia acerca más a los fieles al Santo Sacrificio de la misa, y que, podada de sus viejos rituales, la misa entra en la esencia de nuestras vidas.  La pregunta es, si nos acercamos más a Cristo elevándonos hacia Él o tironeándolo hacia abajo a nuestra jornada laboral en nuestro mundo pedestre. Los innovadores reemplazarían la santa intimidad con Cristo por una indigna familiaridad. De hecho, la nueva liturgia amenaza con frustrar el encuentro con Cristo, al desalentar la reverencia frente al misterio, descartar el asombro, y casi extinguir el sentido de sacralidad. Lo que en verdad importa no es si en la misa el fiel se siente como en casa, sino si es extraído de su vida ordinaria e introducido en el mundo de Cristo – si su actitud es una respuesta de máxima reverencia: si está imbuido en la realidad de Cristo.

Aquellos que se entusiasman con la nueva liturgia consideran que a lo largo del tiempo la misa perdió su carácter comunitario y se convirtió en una ocasión de adoración individualista. Insisten en que la nueva misa restablece el sentido de comunidad reemplazando las devociones privadas por la participación comunitaria. Sin embargo, olvidan que hay distintos niveles y tipos de comunión con otras personas. El nivel y naturaleza de una experiencia comunitaria se encuentran determinados por la razón para la comunión, el nombre o causa por la que los hombres se reúnen. Cuanto mayor sea el bien que la razón representa, y que une a los hombres, más sublime y profunda será la comunión. Los valores y la naturaleza de una experiencia comunitaria en caso de emergencia nacional son radicalmente diferentes a los de una experiencia comunitaria festiva. Y por supuesto, las diferencias comunitarias más llamativas se encontrarán entre una comunidad cuya temática es sobrenatural y una comunidad cuya temática es meramente natural. La realización de las almas de los hombres tocados por Cristo es la base de una comunidad única, una comunión sagrada, cuya cualidad es incomparablemente más sublime que la de cualquier comunidad natural. La comunión auténtica de fieles, que en la liturgia del Jueves Santo se expresa tan claramente en las palabras congregavit nos in unum Christi amor, sólo es posible como fruto de la comunión con el mismo Jesucristo. Sólo una relación directa con el Dios-Hombre puede realizar esta unión sagrada entre los fieles.

La despersonalizada “experiencia de nosotros” es una perversa teoría comunitaria.

La comunión en Cristo no tiene nada de la autoafirmación que se encuentra en comunidades naturales.  Se respira redención. Libera al hombre de su egocentrismo. Sin embargo, esta comunión no despersonaliza al individuo; lejos de disolver a la persona en el éxtasis cósmico y panteísta tan popular en nuestros días, realiza de manera única el verdadero ser de la persona. En la comunidad de Cristo, el conflicto entre la persona y la  comunidad que está presente en todas las comunidades naturales no puede existir. Por lo tanto, la experiencia de esta comunidad santa entra en guerra con la despersonalizada “experiencia de nosotros” de los encuentros y misas populares que tienden a absorber y evaporar al individuo. La comunión en Cristo que estaba tan llena de vida en los primeros siglos del cristianismo, y en la que entraron todos los santos, que encontró una expresión sin igual en la liturgia que ahora está bajo amenaza – esta comunión nunca consideró al individuo como un mero segmento de la comunidad, o como un instrumento para servirla. En relación a esto, vale la pena mencionar que el totalitarismo no es el único en sacrificar al individuo por lo colectivo; algunas de las ideas cósmicas de Teilhard de Chardin, por ejemplo, suponen el mismo sacrificio colectivista. Teilhard subordina lo individual y su santificación a la supuesta evolución de la humanidad. En tiempos en los que esta perversa teoría de comunidad es abrazada por muchos católicos, hay razones urgentes para insistir fuertemente en la sacralidad de la verdadera comunión en Cristo. Propongo poner bajo la siguiente prueba a la nueva liturgia: ¿contribuye a una auténtica comunidad santa? Si bien le concedemos que lucha por un carácter comunitario, ¿es ése el carácter deseado? ¿Forma una comunidad asentada en el recogimiento, la contemplación y la reverencia? ¿Cuál de las dos, la nueva misa y la misa tridentina con canto gregoriano, evocan más efectivamente estas actitudes del alma y permiten una comunión más profunda y verdadera? ¿No está claro que frecuentemente el carácter comunitario de la nueva misa es puramente profano, y que como otras reuniones sociales, su mezcla de relajación y actividad bulliciosa impide un encuentro reverente y contemplativo con Cristo y con el inefable misterio de la eucaristía?

Por supuesto que nuestro tiempo se encuentra impregnado por un espíritu de irreverencia. Se ve en la noción distorsionada de libertad que demanda derechos pero rechaza obligaciones, que exalta la autocomplacencia, que aconseja el “déjate llevar.” El habitare secum de los Diálogos de San Gregorio – el morar en la presencia de Dios – que presupone la reverencia, es considerado actualmente como antinatural, pomposo o servil. ¿Pero está acaso la nueva liturgia comprometida con el espíritu moderno? ¿De dónde viene el menosprecio por arrodillarse? ¿Por qué recibir la eucaristía de pie? En nuestra cultura, ¿no es acaso el arrodillarse una expresión clásica de adoración reverencial? El argumento que sostiene que debiéramos estar de pie en una cena en lugar de arrodillados es difícilmente convincente. Por un lado, no es la postura natural para comer: nos sentamos, en tiempos de Jesús se recostaban. Más aún, es un concepto irreverente hacia la eucaristía enfatizar su carácter de cena a costa de perder su carácter único como santo misterio. Resaltar la cena a expensas del sacramento ciertamente revela una tendencia a oscurecer la sacralidad del sacrificio. Esta tendencia nace en la lamentable creencia que sostiene que la vida religiosa se tornará más vívida, más existencial, si está inmersa en la vida cotidiana. Pero corre el riesgo de captar lo religioso de lo mundano, de borrar la diferencia entre lo sobrenatural y lo natural. Me temo que representa una intromisión inconsciente del espíritu naturalista, el espíritu expresado más plenamente en el inmanentismo de Teilhard de Chardin.

Nuevamente, ¿por qué fue abolida la genuflexión durante las palabras et incarnatus est del Credo? ¿No era una expresión noble y hermosa de adoración reverencial mientras se profesaba el misterio de la encarnación? Sea cual fuere la intención de los innovadores, ciertamente han generado el peligro, aunque sea psicológico, de disminuir la conciencia y el asombro de los fieles frente al misterio. Hay todavía otra razón para dudar antes de realizar cambios que no son estrictamente necesarios en la liturgia. Los cambios frívolos y arbitrarios pueden erosionar un tipo especial de reverencia: pietas. La palabra en latín, como el alemán Pietaet, no tiene su equivalente en inglés, pero puede entenderse como un respeto por la tradición; honrando lo que fue transmitido por generaciones anteriores; la fidelidad a nuestros ancestros y sus trabajos. Observe que pietas es un tipo de reverencia derivada, y no debiera confundirse con la reverencia primaria que hemos descrito como respuesta al propio misterio del ser, y en última instancia como respuesta a Dios. Por consiguiente, si el contenido de una tradición no corresponde con el objeto de la reverencia primaria, no merece la reverencia derivada. Si una tradición conlleva elementos malignos, como el sacrificio de seres humanos de la cultura Azteca, esos elementos no debieran considerarse con pietas. Pero no es el caso cristiano. Aquellos que idealizan nuestro tiempo, que se entusiasman con lo moderno simplemente porque es moderno, que creen que en nuestros días el hombre ha “alcanzado la madurez”, carece de pietas. El orgullo de estos “nacionalistas temporales” no sólo es irreverente, sino que es incompatible con la verdadera fe. Un católico debiera contemplar su liturgia con pietas. Debiera reverenciar, y por lo tanto temer abandonar las oraciones, posturas y música que han sido aprobadas por tantos santos a lo largo de la era cristiana y entregadas a nosotros como una herencia valiosa. Para concluir: la ilusión de que podemos reemplazar el canto gregoriano, sus himnos y ritmos inspirados, por música igualmente fina, o incluso mejor, delata una ridícula seguridad en uno mismo y falta de conocimiento del ser. No olvidemos que a lo largo de la historia del cristianismo, el silencio y la soledad, la contemplación y el recogimiento, han sido considerados necesarios para alcanzar un verdadero encuentro con Dios. No es tan sólo el consejo de la tradición cristiana, que debiera ser respetado por pietas; sino que están enraizados en la naturaleza humana. El recogimiento es la base necesaria para una verdadera comunión, de la misma manera que la contemplación provee la base necesaria para una verdadera acción en la viña del Señor. Un tipo de comunión superficial – la camaradería jovial de un encuentro social – nos empuja hacia las periferias. Una verdadera comunión cristiana nos conduce hacia profundidades espirituales.

El camino a una verdadera comunión cristiana: Reverencia… Recogimiento… Contemplación.

Por supuesto que debiéramos reprobar la devoción excesivamente individualista y sentimental, y reconocer que muchos católicos la han practicado. Pero el antídoto no es una experiencia de comunidad per se – así como tampoco es cura de una  pseudo-contemplación la actividad per se. El antídoto es fomentar una verdadera reverencia, una actitud de auténtico recogimiento y devoción contemplativa de Cristo. Tan sólo de esta actitud puede surgir una verdadera comunión en Cristo. Las leyes fundamentales de la vida religiosa que gobiernan la imitación de Cristo, la transformación en Cristo, no cambian de acuerdo a los estados de ánimo y hábitos del momento histórico. La diferencia entre una experiencia comunitaria superficial y una profunda es siempre la misma. El recogimiento y la adoración contemplativa de Cristo  – que sólo la reverencia hace posibles – serán las bases necesarias para una verdadera comunión con otros en Cristo en cada era de la historia humana.

[Traducción de Marilina Manteiga. Artículo original.]

Padre Peter Carota
Padre Peter Carotahttp://www.traditionalcatholicpriest.com/
Sacerdote que ejeció (R.I.P) su apostolado en Estados Unidos en la parroquia de Saint Catherine of Siena en Phoenix, Arizona. Focalizado especialmente en el mantenimiento y difusión de la liturgia tradicional y la sana doctrina.

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