La familia y don Pelayo

Las curvas sinuosas del paisaje de Cangas de Onís iban en sintonía con el relato:

—Don Pelayo se encontraba atrincherado en estas montañas, sabiendo que un ejército de más de ciento ochenta mil soldados musulmanes se aproximaba sin descanso. Frente a semejante amenaza, tan solo contaba con la ayuda de trescientos astures, indomables como él…

Papá se centra en la carretera para adelantar un coche y abandona  la narración durante unos segundos.

—Papá, ¡sigue! —se queja el hijo mayor.

—Don Pelayo buscó refugio en la Cova Dominica, y el ejército musulmán envió al obispo Oppas a negociar con él.

—¿A un obispo?  —se escandaliza el pequeño.

—Si, a un obispo —le asegura el padre—. Don Oppas, que se había vendido a los musulmanes, tienta a nuestro héroe. Le hace ver que su lucha contra es imposible y que viviría lleno de riquezas si claudicaba frente al islam. Le promete una falsa paz con los caldeos; una vida cómoda, a cambio de su rendición.

—¡Será cobarde! ¿Y qué hizo don Pelayo? —preguntó asustado.

—¿Qué hizo don Pelayo?…  Don Pelayo contestó:  «¿No leíste en las Sagradas Escrituras —el padre mantenía una entonación solemne y pausada, saboreando las palabras—  que la Iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?».

¡¡Toma ya!! —gritó el pequeño—. Don Pelayo se lo explicó al obispo, ¿a qué sí?

—El obispo, ante semejante verdad, no pudo sino reconocer que así estaba dicho, y se retiró a anunciar que los astures, esos «asnos salvajes», no se rendirían. Habría que luchar: ciento ochenta mil hombres contra trescientos… La media luna frente a la cruz. Era una batalla tan injusta que el desenlace parecía decidido.

La familia contempló las montañas de Covadonga a través de los cristales del coche. Nadie decía nada, pero todos imaginaban lo mismo: los estandartes, los tambores, el clamor de la batalla…

—Y ¿qué pasó?  —apenas acertó a exhalar el pequeño, temeroso de recibir una respuesta no deseada.

—Don Pelayo recibió del cielo la visión del pendón perdido en la batalla de Guadalete, después, la propia Virgen le aseguró que la victoria sería suya. Don Pelayo tuvo fe y confió. Mandó confeccionar una cruz con unas ramas de roble y la mostró a su pequeño ejército. A partir de ahí, cuentan que las flechas y las ondas que los musulmanes lanzaban se volvían contra ellos. Los invasores, que no conocían el terreno, se vieron atrapados por las flechas cristianas y huyeron despavoridos.

—¡Ganaron! —suspiró el hijo.

—Sí, ganaron— confirmo el padre—. El valor de un solo hombre, que no quiso claudicar su fe, fue decisivo. Don Pelayo resistió contra toda esperanza y venció. Gracias a él, se inició la Reconquista de España y, gracias a su firmeza y a la de otros hombres como él, recibimos la fe.

Justo en ese momento, el coche accede al santuario de Covadonga.

—Aquí fue donde empezó todo.

Los hijos salen escopeteados del vehículo deseosos de contemplar el lugar de la batalla. Avanzan unos pasos y se encuentran con la estatua de don Pelayo que luce en el exterior del santuario.

 —¡Mira, papá! —exclama con admiración el hijo mayor—: ¡Don Pelayo!

El padre sonríe al ver la expresión de su hijo. Sabe que acaba de descubrirle un héroe que, a diferencia de los de película, existió de verdad. Tras unos instantes, entran en la Iglesia. Allí, la familia ora ante el Sagrario.

—¿Qué has pedido, papá? —pregunta el pequeño.

—He pedido a Dios que envíe más Pelayos al mundo. La Iglesia necesita Pelayos, hijo; hombres fuertes en la fe, sin miedo a luchar por la Verdad; hombres que no se dobleguen ante el mundo y que no sucumban a falsos pastores.

El hijo lo mira sin comprender. Es aún muy pequeño… Mientras, el padre medita sobre don Pelayo y se da cuenta de una cosa: la fe no es para pusilánimes. La Iglesia se construye sobre la fe de héroes, de mártires y de santos.

Dedica una última mirada agradecida a la regia estatua del héroe asturiano y agarra a su hijo de la mano para adentrarse juntos en la cueva de Covadonga. Es hora de visitar a la Virgen para pedir su intercesión, el mundo la necesita más que nunca.

Mónica C. Ars

Mónica C. Ars
Mónica C. Ars
Madre de cinco hijos, ocupada en la lucha diaria por llevar a sus hijos a la santidad. Se decidió a escribir como terapia para mantener la cordura en medio de un mundo enloquecido y, desde entonces, va plasmando sus experiencias en los escritos. Católica, esposa, madre y mujer trabajadora, da gracias a Dios por las enormes gracias concedidas en su vida.

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