Francisco, San Agustín y la pena de muerte

La lectura de Fratelli tutti, la controvertida encíclica del Papa Bergoglio, depara más de una sorpresa a cualquier lector medianamente atento. Numerosos comentaristas han señalado, por ejemplo, la grosera tergiversación histórica de la visita de San Francisco de Asís al Sultán Malik-el-Kamil presentada como una suerte de “viaje ecuménico” cuando en realidad el Poverello no tuvo nunca otra intención que exhortar al Sultán a abandonar la herejía mahometana y abrazar la verdadera fe de Cristo. En el mismo parágrafo se observa, además, una no menos gruesa mutilación del texto de la Regla no bulada de los hermanos menores (nos referimos al correspondiente al capítulo 16, 3, 6 que aparece indebidamente fragmentado al punto de tergiversar por completo su sentido)[1].

Pero las sorpresas no paran aquí. En el número 265 asistimos a una nueva tergiversación de otro texto, esta vez nada menos que de San Agustín. El Papa Bergoglio se ha propuesto, como es público, condenar la pena de muerte negándole toda legitimidad sean cuales fueren las condiciones o circunstancias de su aplicación. En tanto se trata de un tema opinable no puede sorprendernos que Francisco se manifieste contrario a la pena capital y resulta plenamente legítimo que lo haga. Pero lo grave es que no lo hace a título de persona privada sino que pretende imponer su opinión como magisterio auténtico de la Iglesia contrariando de manera explícita lo que la misma Iglesia ha enseñado siempre sobre esta materia.

Al decir que la pena de muerte es “inadmisible a la luz del evangelio” (así lo ha estampado en el Catecismo de la Iglesia Católica[2]) y al volver a declararla “inadmisible” en Fratelli tutti, ha dogmatizado un asunto opinable: hasta ahora los tratadistas católicos podían libremente expresar su aceptación o rechazo de la pena de muerte atendiendo a razones prudenciales o jurídicas pero ninguno podía negar la clara doctrina de la Iglesia en el sentido de que esa pena, dadas determinadas y bien concretas condiciones, no vulnera la moral católica. También, los gobernantes católicos podían o no hacer uso de este recurso penal conforme a idénticos criterios prudenciales o jurídicos. Ahora esa libertad ha sido abolida ya que, de acuerdo con Francisco, un católico no puede admitir la licitud de la pena de muerte en ningún caso, en ninguna circunstancia, bajo ninguna condición, sin oponerse al evangelio.

Pues bien, en su empeño por imponer esta neo doctrina el Papa Bergoglio no trepida en tergiversar nada menos que a San Agustín. Trascribimos la parte pertinente del mencionado parágrafo 265:

Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron claramente contrarios a la pena capital […] Con ocasión del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la vida a los asesinos, y lo fundamentaba de esta manera: «Con esto no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores»[3].

El texto citado corresponde a la Epístola 133 dirigida a Marcelino, un magistrado que tenía a su cargo juzgar a los mencionados homicidas. Pero en esta cita hay, al menos, dos graves omisiones. La primera es que no se trataba, como apunta Francisco, de “unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes” sino de unos herejes donatistas como con toda claridad dice el texto de la Epístola:

Supe que ya has juzgado a aquellos circunceliones y clérigos del partido de Donato que fueron llevados de Hipona a tu tribunal para responder de sus fechorías ante la guardia de disciplina pública. Sé que muchos se han confesado reos del homicidio cometido contra Restituto, presbítero católico; de la muerte de Inocencio, otro presbítero católico, y del ojo que le arrancaron y del dedo que le cortaron[4].

Este dato, curiosamente omitido, es fundamental para entender adecuadamente la posición del Santo Obispo sobre la pena de muerte. Y esto nos conduce a la segunda omisión en que incurre Francisco. En efecto, tal como ilustres y doctos especialistas en la doctrina de San Agustín han sostenido de modo unánime, el Hiponense mantuvo una clara distinción en lo relativo a la cuestión de la pena máxima: por un lado, hallamos textos agustinianos referidos a la pena de muerte ejercida por el Estado en cuestiones de índole secular, esto es, aplicada a casos de derecho penal común; y, por otro, están los textos referidos a la pena capital en cuanto concierne a su aplicación a los delitos y sediciones de los herejes.

En un caso y en otro su actitud es distinta. De hecho, Agustín no negó nunca la licitud de la pena de muerte en lo que se refiere a asuntos de derecho penal común. Así se desprende de la lectura de varios de sus textos[5]. Pero en lo concerniente a aplicar esa misma pena a los herejes su pensamiento fue variando a lo largo del tiempo. En los años inmediatamente siguientes a su conversión y en sus comienzos como Obispo de Hipona, Agustín mantuvo una clara posición respecto del trato que debía dispensarse a los herejes: no excederse en las penas, evitar toda crueldad y procurar su conversión. Es en este contexto que se inscribe la Carta a Marcelino.

Los donatistas cometían toda clase de crímenes contra los católicos, incendiaban los templos, asesinaban a los sacerdotes, saqueaban y robaban; sin embargo, movido por una inmensa caridad el santo Obispo reclamaba la misericordia y la clemencia para estos criminales en procura de atraerlos a la Fe verdadera. Además, había otra cuestión no menor: en tanto Obispo Agustín reclamaba que fuera la Iglesia, antes que el poder temporal, el que entendiese en materia de herejía si bien esta postura no significó nunca negar el auxilio del brazo secular.

¿Mantuvo San Agustín esta postura invariable a lo largo del tiempo? Si nos atenemos a la atenta lectura de sus escritos y a la autorizada opinión de los mejores estudiosos del tema, debemos concluir que no. De acuerdo con Henri Maisonneuve pueden distinguirse tres períodos sucesivos en su magisterio: de 392 a 405, período de dulzura; de 405 a 411, período de hesitación; de 411 a su muerte, 430, período de severidad[6]. En la misma línea se ubica el conocido penalista agustino, el P. Jerónimo Montes cuando afirma:

Ofuscado [San Agustín] quizás durante algún tiempo por su magnánimo corazón y su caridad sin límites hacia los extraviados, opinó que no debían emplearse medios coercitivos contra los herejes. Pero una reflexión más detenida de las cosas o una más larga experiencia de la realidad le hicieron cambiar de opinión[7].

Téngase en cuenta, además, que en 411 tuvo lugar la famosa Collatio, una reunión de obispos católicos y donatistas convocada por el Emperador Honorio ante la grave situación que creaban los permanentes ataques y crímenes de los herejes, especialmente los llamados circunceliones, lo que había obligado a intensificar las leyes represivas por parte de la potestad civil. No se trataba, en efecto, de perseguir a alguien por sus opiniones religiosas sino por los disturbios que estos herejes protagonizaban con una violencia tal que ponían en riesgo la paz de un reino cristiano. Es bien sabido que la voz católica por excelencia en aquella reunión fue, precisamente, la de San Agustín. Como resultado, varios donatistas se convirtieron a la fe verdadera pero la mayoría continuó no sólo en sus errores sino, sobre todo, en sus crímenes y tropelías por lo que fue preciso endurecer las medidas contra esos criminales. Ante esta situación, San Agustín y prácticamente todos los obispos católicos -que habían hasta ese momento intentado la conversión de los herejes por vía de la persuasión y el diálogo- se vieron obligados a pedir la intervención del poder secular a fin de asegurar la paz.

En consecuencia al citar una determinada obra del Santo Obispo (en esta u otra materia) es necesario tener muy en cuenta a qué período pertenece dicha obra y situarla, de este modo, en el contexto global del corpus agustinianum. Más aún si se tiene en cuenta que los escritos del Santo Doctor fueron redactados a lo largo de un extenso período de cuarenta años por lo que son relativamente frecuentes los cambios de opinión al punto que el mismo santo escribió hacia el final de su vida unas Retractaciones.

El tema de la pena de muerte en San Agustín es, en definitiva, un tema complejo que ha sido objeto de estudios y debates por parte de estudiosos y eruditos. Traer a colación un texto aislado de su contexto histórico y proponerlo como si fuera enseñanza definitiva y única de San Agustín-como hace Fratelli tutti– es no sólo una imperdonable ligereza sino una contribución a la confusión y a la mendacidad que caracterizan estos tristes tiempos que nos toca vivir.


[1] Cf. Fratelli tutti, n. 3.

[2] Véase Nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte -Rescriptum «ex Audentia SS.mi«, 02.08.2018.

[3] Fratelli tutti, n. 265.

[4] Epistola ad Marcellinum, 133, 1 (PL 33, 509).

[5] Cf. De libero arbitrio, I, 4 (PL 32, 1266); De sermone Domini in monte, I, 64, (PL 34, 1261).

[6] Cfr. Henri Maisonneuve, Etudes sur les origines de l’Inquisition, Paris, 1942, p. 20. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, en Revista de  Estudios Políticos, 208-209, 1976, p. 209.

[7] Jerónimo Montes, El crimen de herejía, Madrid, 1918, p. 121. 6. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, o. c., p. 208.

Mario Caponnetto
Mario Caponnettohttp://mariocaponnetto.blogstop.com.ar/
Nació en Buenos Aires el 31 de Julio de 1939. Médico por la Universidad de Buenos Aires. Médico cardiólogo por la misma Universidad. Realizó estudios de Filosofía en la Cátedra Privada del Dr. Jordán B. Genta. Ha publicado varios libros y trabajos sobre Ética y Antropología y varias traducciones de obras de Santo Tomás.

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