Ecología religiosa y moral

Una de las inquietudes de nuestro tiempo es la preocupación por el medio ambiente natural.

Pero ¿qué hay del medio ambiente sobrenatural?

Parece razonable que se tomen medidas de todo tipo (preventivas, reparadoras, coercitivas, etc) para preservar la naturaleza. Aunque debemos rechazar un tipo de ecologismo irracional que idolatra el planeta y considera el entorno natural más importante que la vida humana, no deja de ser cierto que el deterioro del medio ambiente puede perjudicar la salud física de las personas que vivimos inmersos en él. Por otra parte, Dios ha dispuesto que el hombre use de los bienes de este mundo no para provecho exclusivo de un individuo en particular, o de un grupo, o de los hombres de una época, sino para todas y cada una de las personas humanas de todas las generaciones, razón por la cual es necesario cuidar de tales bienes y no abusar de ellos.

Ahora bien, más importante que el bien natural es el bien sobrenatural de las personas: la salvación de las almas.

Y así como hay productos y prácticas que perjudican la salud de la naturaleza, hay una cosa que atenta contra la salud espiritual: el pecado.

Si el humo de las chimeneas industriales contamina el aire y provoca enfermedades en quienes lo respiramos y los vertidos químicos infectan el agua matando a los seres que las habitan, la propagación pública del error religioso y del pecado, contamina el ambiente moral de las sociedades y amenaza la vida de la gracia.

Si la autoridad de una comunidad política, para defender y promover el bien común, puede y debe velar por la conservación del medio ambiente natural, estableciendo leyes y sancionando a sus infractores, con mayor razón puede y debe hacer lo mismo para conservar el medio ambiente sobrenatural, prohibiendo todo aquello que contribuya a la difusión pública del mal y del error.

Los católicos lo teníamos muy claro hasta el Concilio Vaticano II.

Pío IX condenó en el Syllabus la siguiente proposición: Es sin duda falso que la libertad civil de cualquiera culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar la peste del indiferentismo.

Pero el Concilio, con la publicación de la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, ha introducido una novedad con respecto a la doctrina tradicional. Porque, a pesar de algunos pasajes de otros documentos conciliares que hablan de la instauración cristiana del orden temporal y a pesar del intento de aclaración, en sentido restrictivo de la libertad religiosa, contenidas en el Catecismo de la Iglesia Católica aprobado por Juan Pablo II, la controvertida Declaración afirma que la difusión pública de las religiones falsas es un derecho que debe ser garantizado por el Estado, el cual debe abstenerse de ejercer cualquier tipo de coerción contra los que divulguen esas falsas creencias, salvo que atenten contra el orden público[1].

El Magisterio de la Iglesia siempre ha predicado lo contrario[2]. El error no tiene derechos. Que es lo mismo que decir que los errados no tienen derecho a propagar su error. Afirmar –como hacen los defensores de la libertad religiosa del Vaticano II– que el error no tiene derechos pero que las personas que yerran sí tienen derecho a difundir sus errores sin padecer coerción del Estado es tan absurdo como decir que el asesinato no tiene derechos, pero los asesinos tienen derecho a que sus asesinatos no sean impedidos por la autoridad.

El Magisterio multisecular de la Iglesia ha sostenido que la libertad de conciencia, la libertad de prensa, la libertad de cátedra, en definitiva, cualquier uso de la libertad que no esté limitado por la sujeción a la verdad religiosa y la moral objetiva, son libertades de perdición.

El Magisterio perenne de la Iglesia ha advertido que el indiferentismo religioso del Estado, ya sea aquel que prescinde de toda religión, ya sea aquel que dice respetarlas a todas por igual, equivale a un ateísmo que es moralmente inadmisible. ¿Por qué? Porque los Estados tienen el deber moral de dar culto a Dios. Y no cualquier culto, sino el único verdadero: el culto católico. Ese deber moral es, según León XIII en Inmortale Dei, de ley natural[3]. Y la ley natural, como siempre ha enseñado la Iglesia, aun en nuestros confusos días, es universal, inmutable y eterna. Consecuentemente, el deber moral de las sociedades políticas de dar culto al único y verdadero Dios, incumbe a todos los Estados y comunidades sin excepción, en todo lugar, en todo tiempo, en cualquier coyuntura o circunstancia. No se entiende por qué la Iglesia ha dejado de recordar esta obligación moral desde hace más de 50 años. Menos aún se entiende que el Papa Francisco haya propuesto la no confesionalidad y el indiferentismo religioso como ideal para las sociedades civiles.

El culto público por parte de los Estados implica que sus actos de gobierno, sus instituciones y sus leyes sean conformes con la ley eterna, revelada y natural, tal como es enseñada e interpretada por la Iglesia Católica. Y ello, a su vez, conlleva que los Estados no permitan la apología del mal moral. Pues una cosa es tolerar la práctica privada de ciertos males y otra muy distinta es consentir que tales males se exhiban o propongan públicamente.

Desde que nuestras sociedades han rechazado el suavísimo imperio de Nuestro Señor Jesucristo, se han vuelto lugares espiritual y moralmente putrefactos e inhabitables, donde vivir virtuosamente se convierte en una lucha ascética constante, casi martirial, porque nos vemos expuestos a cada instante a todo tipo de tentaciones y estímulos para pecar. Es casi imposible salir de casa sin que seamos asaltados, sin quererlo ni buscarlo, por multitud de incitaciones al pecado presentes en los medios de comunicación, en la publicidad callejera, en la proliferación de antros y comercios inmorales de todo tipo abiertos al público, en manifestaciones de exhibicionismo y de reivindicaciones depravadas, en espectáculos indecentes, etc. La pornografía, la fornicación, la infidelidad matrimonial, la anticoncepción, el aborto, el ateísmo, la ridiculización de la fe católica… han pasado de ser conductas y vicios privados –algunos tolerables tan sólo en el ámbito de la intimidad, otros intolerables en cualquier caso- a ser ostentosamente propuestos y pregonados como legítimas opciones que cualquiera puede elegir libremente y practicar sin recato ni pudor.

La mejor manera de que los creyentes católicos nos veamos protegidos de esa contaminación del ambiente social que nos invade y rodea por doquier y que pretende exterminar la Fe y la Moral, es que las comunidades políticas cumplan su deber moral de reconocer y acatar la Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo.

Es cuestión de defensa propia que los cristianos procuremos por todos los medios la instauración y restauración de la Ciudad Católica en cada una de las naciones del orbe, empezando, ciertamente, por nuestra propia Patria.

Las democracias liberales, escépticas, laicistas, relativistas impiden purificar el ambiente moral de la sociedad, porque son precisamente ellas, con la permisividad consustancial a la perversa ideología que las inspira, el caldo de cultivo de todas las inmoralidades y mentiras.

Deberían reflexionar sobre ello los obispos lamentablemente complacientes con este tipo de régimenes políticos, así como los católicos seglares que participan en la vida política y que, ingenua o cínicamente, son partidarios de tales regímenes.

José María Permuy

[1]Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana.

Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.

El derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido. (Dignitatis humanae, 2)

La libertad o inmunidad de coacción en materia religiosa, que compete a las personas individualmente, ha de serles reconocida también cuando actúan en común.

Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe.

Forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana. (Dignitatis humanae, 4)

[2] Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio que llaman del naturalismo, se atreven a enseñar «que el mejor orden de la sociedad pública, y el progreso civil exigen absolutamente, que la sociedad humana se constituya y gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ella no existiese o al menos sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas.» Y contra la doctrina de las sagradas letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan afirmar: «que es la mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública.» Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma Encíclica Mirari), a saber: «que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil.» Pero cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni consideran que predican la libertad de la perdición. (Encíclica Quanta cura. Pío IX)

[3] La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. (Encíclica Inmortale Dei, 3)

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