Ha tomado estado público la respuesta de Bergoglio a un sacerdote mendocino; respuesta en la cual intenta explicar y justificar las tropelías de su sirviente Taussig contra la diócesis de San Rafael -supuestamente a su cuidado- y que concluyeron, entre muchos males sin cuento, en el cierre del Seminario Arquidiocesano.
La precitada misiva, fechada el 9 de julio del corriente, y aparecida en diversos medios( cfr.https://www.aciprensa.com/noticias/papa-francisco-se-pronuncia-en-una-carta-sobre-la-crisis-en-diocesis-de-san-rafael-46643 ),centra la cuestión en uno de los ideofijismos que obsesiona a Bergoglio: el de la rigidez. La cual, en su cosmovisión sesgada, arbitraria y heretizante, es siempre y necesariamente sinónimo de disvalor, de gesto condenable, de conducta pecaminosa.
En pocas palabras, la respuesta de Bergoglio al sacerdote viene a decir que los castigos aplicados a los sanrafaelinos, religiosos y laicos, por la mano verduga de su mandatario episcopal felón, son consecuencia de que en aquella diócesis no se entendió que “la rigidez no es un don de Dios, la mansedumbre sí; la bondad sí;la benevolencia sí, el perdón sí, ¡pero la rigidez no! Porque es la antesala de la ideología que tanto mal hace y que llevó a los rígidos del tiempo de Jesús a condenarlo por poner la misericordia por encima de la ley”.
Si valiera la pena (que creemos ya que no lo vale, dado el escándalo en que vive y que provoca permanentemente este ruinoso cacique vaticano), varias reflexiones cabrían al respecto y se podrían agrupar en tres clases. Las primeras consistirían en innúmeros y documentados argumentos ad hominem; ya que el hombre que clama contra la rigidez no cesa de ser el jefe cruel y alevoso de una estructura de agarrotamiento, punición y dureza contra todos aquellos a quienes considera sus contradictores. El mismo Taussig, usado y descartado para desmantelar a los “rígidos” sanrafaelinos, es hoy merecida víctima del menosprecio de su pontífice. Y así anda por la vida, sin vida; monumento al fracaso, a la nadería y al desaire; convertido apenas en un detrito errante que no acierta a depositarse en la cloaca final de sus desventuras. Es que la despótica tiesura del pachamámico más se encarniza en sus adulones que en quienes lo enfrentan. Antes se ensaña en los serviles que en los que desenmascaran frontalmente su condición de lobo revestido de cordero.
Las segundas reflexiones deberían versar sobre los propios rigorismos bergoglianos y sus respectivos desemboques en otras tantas ideologías. O sin rodeos: lo que Jorge Mario declama abominar es exactamente lo mismo que él hace, pero con una diferencia capital: su rigidez es contra los católicos, apostólicos y romanos;a los que no pierde ocasión de zaherir, destratar y humillar. Para lo cual no le bastan las palabras y las conductas de agravio sistemático a la Iglesia y a la Tradición; no le bastan los pedidos de perdones insostenibles y falaces ni las múltiples volteretas fraseológicas con las que vacía la recta doctrina y adultera impiadosamente la Verdad, sino que necesita mostrarse activamente cómplice de las peores expresiones ideológicas; desde las contenidas en la Agenda 2030 hasta las que dictan los pregoneros de la contranatura y del Nuevo Orden Mundial. La rigidez bergóglica desplegada desde hace ya largo tiempo para sojuzgar y aplastar la Fe Verdadera, no sólo lo ha colocado, según sus palabras, “en la antesala de las ideologías”. Lo ha conducido al santa sanctorum invertido y malhumeante del iscariotismo eclesial. Es la rigidez farisaica del traidor a Jesucristo.
Las terceras y últimas reflexiones, en fin, deberían ser sobre la naturaleza misma de la rigidez; palabra que, como tantas otras, fue devorada por la guerra semántica, y a la que el progresismo -desde su expresión psicoanalítica hasta su mamarracho teológico- ha incorporado, sin más, a la galería de términos intrínsecamente nocivos. ¡Hay que ver la rigidez de los anti-rígidos, para impedir cualquier polisemia legítima del vocablo! Porque el Diccionario nos dice que la rigidez es la capacidad de resistencia de un cuerpo a doblarse o torcerse por la acción de fuerzas exteriores que actúan sobre su superficie. En tal sentido, es fácil deducir y enseñar que, analógicamente hablando, hay una rigidez santa, sabia, martirial y heroica; que es ni más ni menos que la que tuvieron todos los testigos de la Cristiandad para no doblegarse ante el error, la confusión, la ignorancia y la mentira. Pagando para ello, en graves ocasiones, el precio de la propia sangre.
Hay una rigidez que enaltece, salva y honra, y una elasticidad que abaja, homologa, desquerarquiza, basurea y mezcla. Una rigidez que es la letra o la norma que mata al espíritu; y una rigidez que es la firmeza de plantarse entero cuando quieren atropellar, por caso, la Eucaristía. Sobre todo, cuando los atropelladores son los mismos que deberían estar dispuestos a morir y a matar por su defensa. Hay, en definitiva, como pasa con la violencia, la censura, la represión, la discriminación y tantas palabrejas arrojadas al baúl de los “retrógrados”, una rigidez virtuosa y otra viciosa. Dependerá del qué, cómo, por qué y para qué. Así de elemental. Y por eso mismo, así negado, ante un mundo que ha perdido el sentido común. Y ante una feligresía acostumbarada a las baratijas espirituales y conceptuales.
Es de San Agustín, en uno de sus Sermones, aquella síntesis iluminativa: “una bofetada puede ser fruto de la caridad y una caricia una invitación al pecado”. Las flexibilidades, contemporizaciones, ternezas, sincretismos, irenismos y horribles cambalaches de palabra y de obra, que no se cansa de perpetrar Bergoglio, son esas caricias que repugnan al Hiponense. Las rigideces de los centinelas incorruptibles de la Cruz, pueden ser, en cambio, los últimos frutos de la caridad, en una Barca cuyo timonel la convirtió en galeón filibustero con la proa enfilada al abismo.
Por eso, aunque bien intencionado resulte, es un error escribirle cartas a Bergoglio, pidiéndole actitudes paternas, pontificias, pastoriles o simplemente caritativas o reparadoras. Es un error querer tenerlo filialmente de padre, eclesiológicamente de Pastor, humanamente de varón cabal. No; no hay que escribirle carta alguna. Sería como mandarle un saludo navideño a Herodes, o desearle felices pascuas a Judas, o solicitarle a Caifás que se prosterne ante el Calvario. Bergoglio sólo sabe darles a los católicos fieles, la rigidez de la Sinagoga, la fría inflexibilidad de las sentencias masónicas, la inconmovible y rencorosa venganza del Sanedrín, el severo estupor de los sepulcros blanqueados.
Hace veinte siglos, los deicidas, mataron a aquel que fue el Arquetipo Supremo de la mansedumbre, de la bondad, de la misericordia, de la benevolencia y del perdón. Pero que lejos de oponer dialécticamente estos dones a la rigidez, tuvo precisamente la necesaria, lícita y divina reciedumbre de quien gobierna “con autoridad y rigidez” (Ez.20, 33). Fue la mano de hiel de su rigor y la mano de azúcar de su misericordia –como diría Marechal- la que extendió, ambas en una, para enseñarnos a portarnos como hombres y no como amebas.
Nos conceda Nuestro Señor la gracia de saber usar ambas manos. De trocar los corazones de piedra por otros de carne y sangre palpitantes de caridad. Nos mueva a perdonar, a predicar y practicar las obras de misericordia. Y nos inculque a la par, como lo hizo siempre, la determinación de conservar esa rigidez de acero, para que no nos dobleguen los enemigos, en estas horas dolientes, sublunares y postrimer