El problema preferido por el Feminismo para esgrimirlo como arma en cuanto a la identidad de la mujer en relación al varón, gira en torno a la pretendida sumisión al esposo. Para el Feminismo la obediencia de la mujer supone una flagrante discriminación por su parte con respecto al varón.
La Doctrina Católica al respecto es la derivada de las exigencias de la propia Naturaleza, las cuales a su vez no son sino el reflejo del Plan de Dios para el hombre. Así lo ha creído siempre la Humanidad durante milenios, y así se ha admitido durante siglos y siglos…, hasta la llegada de las nuevas ideologías progresistas (masónicas y comunistas). La Doctrina Católica sobre el tema tiene como fundamento la creencia universal de la Humanidad y, en último término, las normas establecidas por Dios acerca del funcionamiento de la Naturaleza que Él mismo ha creado. Las nuevas teorías progresistas tienen como fundamento la autoridad de las modernas ideologías correspondientes, a cuya cabeza figuran pensadores de la talla de quienes militan a la cabeza de el PSOE y de Podemos, universalmente conocidos en los círculos intelectuales internacionales.
La Doctrina Católica sobre el tema está contenida en la Biblia y la expone claramente el Apóstol San Pablo: El marido es la cabeza de la mujer, así como Cristo es Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo.[1] Es evidente que sobre alguien tenía que recaer la autoridad en la institución familiar. Y continúa el Apóstol: Pues como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.[2]
Sin embargo, para el Apóstol San Pablo esta sumisión de la mujer al esposo nada tiene que ver con una actitud humillante: Maridos: amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella… Así deben los maridos amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia.[3]
Según lo cual y en reciprocidad, la actitud del marido con respecto a su esposa es la de amarla y entregarse a sí mismo por ella. Ni más ni menos que como Cristo lo hizo con su Iglesia: entrega e inmolación por amor.
Por eso dice también en otro lugar que la gloria del varón es la mujer,[4] y añade: Ni la mujer sin el varón ni el varón sin la mujer, en el Señor.[5]
Lo que hubo en la mente del Creador desde el principio no fue una idea de dominio por parte del esposo y una actitud de sumisión por parte de la esposa sino todo lo contrario: paridad, igualdad en dignidad, y una unión de dos en el amor tan íntima (tan distanciada de una diferenciación) como que habrían de ser ambos una sola carne. Dijo Dios:
Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre. Y se adherirá a su mujer. Y vendrán a ser los dos una sola carne.[6] Así que en la unidad de una sola carne.
Lo que subyace en realidad en el fondo de la creencia del Feminismo, según la cual la actitud de sumisión de la mujer con respecto al marido es humillante y lleva consigo una discriminación, supone en realidad un desprecio a las virtudes cristianas, y más concretamente a la de la obediencia. Incluso una mayor atención al fondo del problema nos conduciría hasta el pecado cometido al principio de los tiempos, el cual no es otro que el de la soberbia.
Vamos a refutar la falsedad y el profundo fondo de maldad de la creencia feminista. No sin antes consignar una importante nota introductoria:
Siendo la Virgen María Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, de ahí que haya de ser considerada también Madre de todos los cristianos. Teniendo en cuenta que el sentido sobrenatural supone aquí una vinculación mucho mayor que la que sería propia de lo puramente natural o carnal. Por lo que su persona y sus virtudes han de ser reconocidas como ejemplo y norma para todos los cristianos, tanto varones como mujeres.
Sin embargo, su condición de mujer es un elemento determinante y decisivo para el sexo femenino, por más que esa circunstancia acostumbre a pasar desapercibida.
Ella es el modelo perfecto al que una mujer puede y debe mirar, lo cual significa la posibilidad de aprender el mejor modo de vivir las virtudes de la existencia cristiana. Realizándolo al modo de mujer o, dicho de otra manera, tal como debe hacerlo una mujer. Conclusión basada en el hecho de que el carácter y la psicología femeninos son distintos del carácter y la psicología masculinos, aparte de las diferentes tareas, menesteres y oficios que son propios de cada uno de los sexos.
La obediencia ha sido alguna vez considerada como una de las virtudes pasivas (obediencia, docilidad, humildad, sencillez, ingenuidad, pureza, simplicidad, entereza o capacidad de sufrimiento, etc.), sin caer en la cuenta que en realidad no existen virtudes pasivas. El verdadero significado del vocablo virtus, es el de fuerza. Y no es poca la que se necesita, junto a una gran capacidad de heroísmo y abundante generosidad de corazón, para practicar las virtudes cristianas. Y ya puestos a decirlo todo, para la de la obediencia.
Pero aun admitiendo, por hipótesis, la particularidad específica de esta especie de virtudes en cuanto a su pretendido carácter de pasividad, tal cosa no haría sino conducirnos al descubrimiento de un encanto peculiar propio de estas virtudes y que es tan seductor como desconocido. Encanto caracterizado, a su vez, por su capacidad para provocar y atraer sobre sí una extraordinaria energía: La fuerza se perfecciona en la flaqueza, decía el Apóstol San Pablo (2 Cor 12:9), además de una lluvia de bendiciones. Así resulta que la pretendida debilidad es capaz de contener maravillosas virtualidades, las cuales a su vez pueden ser actualizadas en un caudal de gracias y de inmensas posibilidades, cuya comprensión y alcance escapa a las posibilidades del conocimiento y de los sentimientos humanos (Mt 11:25; Lc 10:21).
Quienes atribuyen a la obediencia un carácter de pasividad, o de humillante sumisión, desconocen la grandeza de ánimo y el heroísmo necesarios para practicarla. Pronto veremos que tal atribución anda lejos de tener sentido. Aparte del hecho reconocido, según el cual la caridad es la reina y el aval de las demás virtudes, hasta podría decirse que la obediencia destaca sobre todas ellas.
Atribuirle en cambio, como hace el Feminismo, un carácter discriminatorio cuando se trata de ser la mujer quien la practica, o lo que es peor, de humillación y bajeza, supone una ignorancia absoluta sobre una serie de cosas fundamentales: acerca de Dios, de la naturaleza humana, de la vida, de la verdad, de la rectitud, de la naturaleza de las cosas, del mundo en el que vivimos y hasta del ejercicio del sentido común. Pero si tal actitud, como generalmente suele suceder, rebasa el estado de ignorancia y proviene de un sentimiento más profundo, es obligado entonces suponer que responde a un voluntario retorcimiento de la realidad provocado, en último término, por un corazón dominado por la maldad.
Para comprender lo que significa la obediencia, junto a la alta dignidad que otorga a quien la practica, es necesario contemplar a Jesucristo. Una vez realizada la Encarnación, viviendo ya como verdadero Hombre entre nosotros y como uno de nosotros, conviene recordar que la Escritura dice de Él que aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia.[7] De manera que, según la Escritura, como Hombre verdadero al fin y al cabo, tuvo necesidad de aprender la obediencia. Tal como los hombres llegan también a aprenderla y a hacerla parte de su vida, a saber: a costa de los propios padecimientos. De esta forma quedan claramente establecidos el carácter de virtud fuerte propio de la obediencia, de una parte. Y la necesidad de un corazón generoso y grande, bien repleto de entereza de ánimo, en aquéllos que se atreven a emprender la aventura de practicarla, de otra. Bien difícil sería reconocer en esta virtud el aire de bajeza que el Feminismo pretende asignarle cuando es la mujer quien la practica.
Teniendo en cuenta que la voluntad divina de Jesucristo es idéntica y una con la del Padre, el texto de los Hebreos viene a subrayar indirectamente el carácter humano de su voluntad como Hombre. De hecho existen dos voluntades en Jesucristo, divina y humana, frente a las teorías propugnadas por el monotelismo. Pero al mismo tiempo también queda abierto el camino para llegar a conocer las posibilidades de grandeza a las que la voluntad humana, animada por la gracia, es capaz de llegar. Aun en el estado actual de naturaleza caída, una vez que la voluntad del hombre ha sido restaurada, ayudada y elevada por la gracia, se convierte en la fuente segunda del estado más sublime al que el hombre podría aspirar, que no es otro que el de la santidad. La voluntad humana, a su vez, es la facultad del alma a la que ha sido concedido el don de responder con un Sí consentido al ofrecimiento de amor que Dios libremente le hace.
Según lo contenido en este texto de la Carta a los Hebreos, la virtud de la obediencia, a fin de ser practicada debidamente, necesita de una cierta ascesis y ejercicio de entrenamiento. Es la única virtud de la cual se dice que ha de ser aprendida.[8] En lo que respecta a la inmolación, fundamento de la virtud de la obediencia, parece más difícil para la creatura humana el acatamiento de la voluntad que el de la inteligencia. En todo caso, si bien se examina, todo sucede como si el voluntario sometimiento de la inteligencia necesitara previamente la sumisión de la voluntad.
El punto clímax de la heroicidad de Jesucristo en cuanto a su obediencia, aparece claramente en el momento de la Agonía del Huerto: Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no se haga tal como yo quiero, sino como lo quieres tú.[9] Jamás podrá darse un acto de obediencia de tamaña perfección y de tan elevado heroísmo. Supuesta la profundidad del conocimiento de la malicia del pecado por parte de Jesucristo, la negación de su propia voluntad para someterse a la del Padre (Jn 4:34) en la insondable generosidad de su Corazón humano, supone un nivel de inmolación imposible de ser entendido por el hombre. Decididamente, para un Corazón enteramente ajeno a otros latidos que no sean los animados por la Pura Inocencia y el Perfecto Amor —aunque conocedor al mismo tiempo de la infinita malicia del pecado—, el hecho de cargar con la culpa de toda la miseria humana acumulada a través de milenios, es algo cuya comprensión jamás llegará a ser agotada en profundidad por la creatura.
Según la Carta a los Hebreos, el Verbo se hizo Hombre y vino al mundo a través de un acto de obediencia (Heb 10:9) y dispuesto a ejercerla hasta el fin. Aunque el texto que expresa mejor la voluntad de Jesucristo de llegar al ápice de la inmolación, a través de la suma obediencia, está contenido en la Carta dirigida por el Apóstol San Pablo a los fieles de Filipos: Mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.[10] Donde cabe destacar separadamente los elementos contenidos en la declaración:
- a) Aceptó para Sí mismo la obediencia.
- b) En grado de inmolación total, hasta la muerte.
- c) Y muerte de patíbulo.
La obediencia de Jesucristo no es una virtud más, vivida hasta la perfección. Supone un punto fundamental en su existencia, del cual dependía además nuestra salvación. Por otra parte, es la epiphania o mostración (de–mostración) más contundente de un acto de amor perfecto. Si tal amor supone, como así es, la entrega en totalidad a la persona amada, la condición indispensable para llevar a cabo tal donación, y lo primero a entregar y rendir, es la propia voluntad.
Aún antes que la inteligencia. No es presumible que la Virgen al pie de la Cruz, testigo principal y la persona más ligada a la muerte de su propio Hijo Jesús, comprendiera en totalidad los designios del Padre. Pero indudablemente, y en momentos en los que una espada de dolor atravesaba su alma, aceptó plenamente los caminos de Dios que condujeron hasta la muerte del Hijo que Ella misma había dado a luz y que reconocía como a su Dios. Otro caso patente en el que la voluntad ha obligado a arrodillarse a la inteligencia.
Otro importante texto de la Carta a los Hebreos es fundamental en este punto: Por eso, al entrar en el mundo, dice: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo; los holocaustos y sacrificios por el pecado no te han agradado. Entonces dije: Aquí vengo, como está escrito de mí al comienzo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad».[11] Donde, según el texto, los sacrificios y ofrendas quedan desplazados para ser sustituidos por otro sacrificio más perfecto: el de la voluntad, mediante la rendición de la obediencia. Con lo que nos encontramos, una vez más, con el fundamento al cual vuelve una y otra vez la Revelación. El acto más perfecto a realizar por un ser racional es el del amor. El cual no es otra cosa que la oblación de la propia voluntad (que lleva consigo todo el ser de la persona que ama) a la persona amada. Así pues, lo más sublime y digno de destacar en la obediencia radica en el hecho de que, en último término, es un acto de amor.
En cuanto a la Mujer, no debe olvidarse que el punto de partida y fundamental de la Historia de la Salvación, cual es la Encarnación del Verbo, dependió de un perfecto acto de obediencia llevado a cabo por una mujer. Ante el anuncio y el requerimiento del Ángel, recabando de parte de Dios su consentimiento, la joven virgen de Nazaret respondió con las palabras que dieron paso a la realidad del Dios hecho Hombre y su presencia entre nosotros: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.[12]
Fue el momento que cambió la Historia para siempre. Cuando aquella humilde y desconocida muchacha de Nazaret, no solamente otorga su absoluta conformidad a lo que se le propone, sino que no se considera disminuida al calificarse a sí misma como esclava del Señor.[13]
Tal acto de obediencia iba a suponer una íntima participación en el destino de inmolación de su Hijo. El cual culminaría para Ella, a través del cumplimiento de la voluntad de Dios no siempre comprendida pero en todo momento aceptada, en la espada de dolor que le atravesaría el alma al pie de la Cruz, tal como años antes le había sido anunciado por el anciano Simeón (Lc 2:35). No es de suponer que la Virgen entendiera en el momento de la Anunciación el plan de Dios en todas sus derivaciones. Aunque sí que podemos considerar, como algo absolutamente cierto, que Ella personalmente no trató de descartar ni una sola de las eventualidades, quizá no siempre agradables pero que seguramente iban a ocurrir. La expresión hágase en mí según lo que me has dicho significa una rendición total, completa e incondicional, a lo que pudiera disponer Aquél cuyos caminos son absolutamente incomprensibles e impredecibles (Ro 11:33).
Ante todo lo dicho, podemos considerar establecida una doble conclusión: En primer lugar está el hecho de que la virtud de la obediencia significa un hito importante y absolutamente decisivo en la Historia de la Salvación. En segundo término, es de notar la particularidad de que fue precisamente a una mujer a quien se le otorgó el papel de practicar tal virtud en perfección y de modo determinante, mediante la aceptación también de las consecuencias que tal comportamiento pudiera acarrear. Sin olvidar tampoco el peso de la terrible e inimaginable responsabilidad que recayó sobre aquella mujer. En definitiva, fue una representante del sexo femenino la que, mediante su obediencia, contribuyó especialmente a la Redención de la Humanidad, aplastando de esa manera, enteramente y para siempre, la cabeza de la Serpiente (Ge 3:15).
Así las cosas, una vez establecido, como ya hemos visto, que estamos ante una virtud propia de almas fuertes y con entereza de corazón, resulta incomprensible, además de absurdo, que el Feminismo pretenda desterrar la obediencia y la sumisión del horizonte existencial de la mujer, como si de algo denigrante y humillante se tratara. Cuando lo que consigue en realidad esa ideología es privar a la mujer de algo que habría de servir de corona a su condición de sexo femenino, dado que es una de las perlas más preciadas que Dios ha querido otorgarle.
Así se explica que Dios haya concedido a la Mujer una condición especial en lo que se refiere a la virtud de la Fortaleza. La condición de sexo débil, que suele atribuirse a la Mujer, no es sino otro de los inventos del varón referidos a ella. Es seguro, por supuesto, hablando de un modo general, que la mujer es físicamente más débil que el varón. Pero sólo físicamente, habida cuenta de que, en último término, no es la fuerza lo mejor ni lo más importante a valorar, puesto que la fortaleza física no es precisamente el don que distingue al animal racional como superior a los animales irracionales. Sin embargo, es cosa bien conocida, por lo que hace a una consideración psíquica o entereza de alma, que la mujer es muy superior al varón. Lo prueba el hecho innegable de su gran capacidad de resistencia ante el sufrimiento y la multitud de contratiempos que la vida presenta, a saber: enfermedades, dolores, fracasos, resistencia y paciencia ante las vejaciones e injusticias, etc. Sería inútil negar lo que cualquier hombre ha experimentado alguna vez, en sí mismo o en otros; cual es la mayor capacidad de resistencia y fortaleza de la mujer ante las enfermedades en comparación con la mayor debilidad del varón. Por no hablar de la multitud de sufrimientos y sinsabores, afrontados normalmente con enorme paciencia y reciedumbre, que lleva consigo la maternidad y la educación de los hijos.
Ya dijimos al principio de este Estudio que solamente íbamos a tratar por ahora, con respecto al problema del Feminismo, el aspecto de la sumisión de la mujer al varón en el matrimonio. Quedarían muchos aspectos por estudiar en relación con la excelsa dignidad de la Mujer: como madre, como educadora de sus hijos, como confortadora, compañera y ayuda para su esposo, como ejemplo de fortaleza y de inmolación para el varón, etc.
Claro que hablarle de estas cosas a la Sociedad moderna sería hablarle en chino. Cuando en una Sociedad como la española actual, se contempla a los Obispos que la dirigen espiritualmente defendiendo el Feminismo, o al Presidente del Gobierno luciendo orgullosamente signos de adscripción a esta misma ideología, es la señal clara de que esta Sociedad ha llegado al colmo de su degradación. Habría que buscarla en el fondo de una hedionda letrina, por dura que parezca esta apreciación.
Padre Alfonso Gálvez
[1] Ef 5:23.
[2] Ef 5:24.
[3] Ef 5: 25–29.
[4] 1 Cor 11:7.
[5] 1 Cor 11:11.
[6] Ge 2:24.
[7] Heb 5:8.
[8] También las virtudes infusas han de ser practicadas para madurar al ritmo de la vida de quien las recibe. Pero la obediencia parece requerir un cierto nivel de profundidad en cuanto a la propia negación o inmolación de quien la ejerce. De ahí la necesidad de un elevado grado de madurez y fortaleza en el sujeto obediente. En suma, tal como venimos diciendo, una virtud para almas fuertes.
[9] Mt 26:39; Mc 14:36.
[10] Flp 2: 7–8.
[11] Heb 10: 5–7.
[12] Lc 1:38.
[13] La voz griega δούλη (Lc 1:38), que es la que contiene el texto, significa literalmente esclava, o en todo caso, hembra esclava.