Cuando se dice que la Sagrada Escritura está inspirada se quiere expresar que a través de unas palabras humanas nos llega la misma Palabra de Dios. El proceso histórico de la revelación en palabras y hechos culmina en la puesta por escrito de esta misma revelación por unos autores que fueron inspirados por el Espíritu Santo. La Biblia es un libro divino “único”, como no existe ningún otro y, a la vez, un libro humano “como todos” los demás.
El origen divino de la Biblia es, sin duda, el punto de partida que debe iluminar todas las consideraciones que se hagan sobre ella. Saber que Dios escribió la Biblia determina necesariamente un modo de leerla, estudiarla y meditarla del todo singular.
Su elaboración ha sido realizada bajo un influjo sobrenatural de Dios – la inspiración bíblica -, y de este modo, todo lo escrito es revelación divina o Palabra de Dios:
“La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos… porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la Iglesia”[1].
Entre todos los libros escritos por mano de hombre, la Sagrada Escritura goza de una situación de privilegio debido especialmente a tres motivos fundamentales:
- tiene un origen divino sobrenatural, pues, «habiendo sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo», tiene a «Dios como autor» principal;
- su contenido posee la más alta revelación hecha por Dios a los hombres, ya que los textos sagrados ofrecen «una respuesta definitiva y sobreabundante a las preguntas que el hombre se plantea sobre el sentido y fin de la propia vida»;
- tiene como finalidad la de llevar a los hombres hacia la plenitud de la perfección, como afirma el Apóstol: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena” (2 Tim 3: 16-17).
Según nos dice la constitución dogmática Dei Verbum en su número 11:
“Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (Cfr. Jn 20:31; 2 Tim 3:16; 2 Pe 1: 19-21; 3: 15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia. Para la composición de los libros sagrados, Dios eligió y empleó hombres en posesión de sus facultades y capacidades, y actuó en ellos y por medio de ellos, para que escribiesen como verdaderos autores, todo y solo lo que Él quería”.
La inspiración divina de la Biblia es verdad de fe
La Iglesia católica ha tenido siempre la inspiración bíblica como una verdad de fe. Son muy numerosos los símbolos, profesiones de fe, concilios, encíclicas, etc., que desde los primeros siglos hasta nuestros días afirman esta verdad. La Iglesia reconoce la existencia de estos libros inspirados recibida del mismo Jesucristo, a través de los Apóstoles. Este magisterio encuentra su más sólido fundamento en la propia Escritura y en los escritos de los Santos Padres.
a.- El testimonio de la misma Escritura
La conciencia de poseer libros y textos sagrados que gozaban de autoridad divina aparece en la tradición bíblica desde época muy remota. Se consideraba que al origen de estos libros y textos se encontraban hombres privilegiados, Moisés y los profetas, que habían recibido revelaciones divinas y pronunciado oráculos bajo el impulso del ‘espíritu de Jahvé’, quedando posteriormente sus palabras fijas por escrito. Ciertamente, en el Antiguo Testamento no existe una doctrina elaborada sobre la inspiración de los libros sagrados, pero estos libros aparecen de tal modo vinculados al proceso vital de las manifestaciones de Dios al pueblo de Israel que ya en el período bíblico se les atribuían altísimas prerrogativas.
Jesús y los Apóstoles atribuyen a la Escritura, en efecto, una autoridad absoluta, infalible, indiscutible, como reflejan las palabras de Jesús recogidas en Mt 5: 18: “En verdad os digo que mientras no pasen el Cielo y la tierra no pasará de la Ley ni la más pequeña tilde o signo hasta que todo se cumpla”. Esto explica también el motivo por el que los autores del Nuevo Testamento citan constantemente el Antiguo como autoridad, más de 350 veces.
El carisma de la inspiración bíblica tiene su plena y explícita formulación en varios textos del Nuevo Testamento: “Toda escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, par argüir, para corregir, para educar en la justicia” (2 Tim 3:16). El libro escrito (la Biblia) es portador de un doble testimonio, el del Apóstol y, a la vez, el debido al Espíritu Santo (Cfr. Jn 15: 26-27). El texto de 2 Pe 3: 15-16 tiene una importancia particular porque, a diferencia de los dos precedentes, se refiere a la inspiración del Nuevo Testamento, concretamente, a las cartas de san Pablo, que san Pedro coloca a la par de los escritos del Antiguo Testamento. Con la frase “según la sabiduría que le fue otorgada”, se alude muy probablemente a las revelaciones y a las luces recibidas por san Pablo al escribir sus cartas. El origen divino de estos escritos se pone de manifiesto en el hecho de que son homologados a las «demás Escrituras», es decir, a los escritos del Antiguo Testamento, cuya inspiración era entonces fe común y ya había sido afirmada explícitamente poco antes por el autor de la misma carta, tal como hemos visto.
b.- El testimonio de los Santos Padres
Los Santos Padres, desde la época apostólica, afirman unánimemente la fe de la Iglesia en el origen divino de la Biblia, recogiendo así un valioso testimonio de la Tradición. Todas sus enseñanzas se pueden resumir en una idea central: tanto Dios como el hombre son verdaderos “autores” de la Escritura. Para explicarlo recurren a diversas analogías, como por ejemplo: autor[2], instrumento, carta o mensaje, e incluso dictado.
Los Santos Padres subrayaron más la acción de Dios que la del hagiógrafo en la composición de los libros sagrados. Este fenómeno teológico era del todo natural, porque la acción de Dios era el aspecto de la doctrina de la inspiración que entonces se hacía necesario destacar en la exposición del misterio relacionado con los escritos bíblicos.
Veamos algunos testimonios:
Orígenes: “la sabiduría alcanza toda entera la Escritura, consignada divinamente incluso hasta la más pequeña letra [del alfabeto]” (PG 12, 1082).
San Juan Crisóstomo: “No conviene descuidar ninguna expresión por cuanto breve ella sea, ni siquiera una sílaba, contenida en la Escritura divina. Porque no se trata de simples palabras, sino que son palabras del Espíritu Santo, y por esto, también en una sola sílaba se puede descubrir un gran tesoro” (PG 53, 119).
San Jerónimo, a quien se le acusaba de haber intentado introducir algunas correcciones a los evangelios, responde: “no soy tan estúpido […] que considere que se debe corregir algo de las palabras del Señor, o que hay algo que no está divinamente inspirado, sino que he querido reproducir en los códices latinos los originales griegos, de los que han sido traducidos» (PL 22, 431).
c.- El testimonio del Magisterio de la Iglesia
Los documentos magisteriales que ha propuesto la fe de la Iglesia en el origen divino de la Biblia van desde las breves fórmulas de las profesiones de fe que aparecen en los primeros siglos del cristianismo, hasta la definición dogmática del Concilio Vaticano I y la enseñanza más particularizada de los documentos magisteriales del siglo xx.
El Concilio de Florencia (1441) declara que la Iglesia confiesa un solo e idéntico Dios como autor del Antiguo y del Nuevo Testamento, «porque los santos de uno y otro Testamento han hablado bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo».
El Concilio de Trento afirma, que todos los libros de uno y otro Testamento deben ser recibidos con el mismo sentimiento de piedad y veneración y en su integridad», tal como se encuentran en la antigua edición de la Vulgata latina (DS 1504). El Concilio definió además en esta ocasión, solemnemente, el canon de los libros sagrados, con lo que quedó establecida definitivamente la lista de libros que la Iglesia considera inspirados.
“[El Concilio] con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos” (DS 1501).
La fórmula evidencia la realidad de que Dios es autor, y en un mismo sentido, de todos y cada uno de los libros sagrados. En otras palabras, no existen grados diferentes de inspiración que pudieran llevar a aceptar o venerar más un libro que otro.
No es posible, por tanto, distinguir en los libros bíblicos partes que hay que atribuir a Dios y partes que hay que atribuir al autor humano, o considerar que Dios posee una paternidad de mayor o menor grado sobre los textos bíblicos.
Los documentos posteriores del Magisterio de la Iglesia han concretado esta enseñanza al rechazar errores que, por ejemplo, pretendían limitar la inspiración divina solo a las cuestiones de fe o costumbres (DS 3291), o distinguir en los libros sagrados elementos primarios o religiosos y secundarios o profanos, restringiendo la inspiración y sus efectos solamente al elemento primario (DS 3652).
La definición dogmática del origen divino de la Sagrada Escritura se encuentra en la constitución dogmática sobre la fe católica Dei Filius, del Concilio Vaticano I.
“Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque, compuestos por sola la industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido transmitidos a la misma Iglesia”(DS 3006).
En el canon 4 se lee la definición dogmática del dogma de la inspiración (DS 3029):
“Si alguno no recibiera como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo Concilio de Trento, o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema”.
Entre los principales documentos magisteriales posteriores al Vaticano I que hablan de la inspiración bíblica encontramos: Providentissimus Deus, Spiritus Paraclitus y Divino afflante Spiritu, además de la constitución dogmática Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, cuya autoridad es máxima.
— La encíclica Providentissimus Deus (1893) (DS 3280-3294) tiene el mérito de ser el primer documento bíblico pontificio de larga extensión que trata de modo sustancialmente completo los temas referentes a la Sagrada Escritura. En particular, afronta las dos grandes cuestiones que habían centrado la atención de la ciencia bíblica después del Concilio Vaticano I: la naturaleza de la inspiración y la problemática alrededor de la verdad de la Escritura, tema entonces designado con el neologismo ‘inerrancia’.
— La encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV profundiza el tema de la inerrancia bíblica en materia histórica, ofreciendo criterios hermenéuticos precisos.
Naturaleza de la inspiración bíblica
“Para la composición de los libros sagrados, Dios eligió y empleó hombres en posesión de sus facultades y capacidades, y actuó en ellos y por medio de ellos, para que escribiesen como verdaderos autores todo y solo lo que Él quería” (DV 11).
¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la Sagrada Escritura tiene a Dios como autor?
Podemos definir la inspiración bíblica como un carisma dado por Dios a ciertos hombres en el Antiguo Israel y de la Iglesia de los tiempos apostólicos, para consignar por escrito todo y sólo lo que Dios quiere comunicar a los hombres. Estos escritos fueron entregados a la Iglesia para su custodia y correcta interpretación.
Como dice Santo Tomás de Aquino, esta inspiración es sobrenatural por su origen, por su contenido y por su fin. Por su origen, ya que es esencialmente distinta de aquel influjo natural que Dios ejerce sobre todas las criaturas y sobre cualquier actividad humana. Por su contenido, ya que el objeto principal de la inspiración bíblica son los misterios acerca de Dios. Por el fin, que es la santificación y la salvación de los hombres.
Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería (CEC, 106). Por tanto, los libros sagrados no han sido escritos con las solas fuerzas humanas, sino bajo un influjo positivo y sobrenatural divino, por el que Dios es el autor principal, mientras que los hagiógrafos respectivos son también verdaderos autores, aunque secundarios.
En consecuencia, las diversas facultades que el autor humano pone en ejercicio al escribir, han recibido este influjo carismático. Y así, todo lo que afirman los hagiógrafos lo afirma el Espíritu Santo. Tal elevación presupone la actividad real y auténticamente humana de las facultades del autor sagrado, que no son anuladas por la acción de Dios. El influjo divino, además, perdura mientras se realiza la redacción del libro, y cesa cuando ha sido terminado.[3]
En la composición de la Sagrada Escritura, la acción de Dios no se reduce a sostener la acción propia del hagiógrafo. Dios, irrumpiendo en el curso ordinario de las cosas creadas, actúa en el hagiógrafo de un modo del todo ‘sobrenatural’, moviendo al hagiógrafo a realizar un trabajo de composición que va más allá de las posibilidades que hay en él.
Dios eligió hombres; utilizó sus facultades y fuerzas; de modo que en la Escritura se encuentra todo y solo lo que Él quiso que se escribiera. La fórmula «veri auctores», referida a los autores inspirados, establece ahora con precisión la naturaleza de su acción e indica que existe una analogía entre el actuar de Dios y el de los hagiógrafos, pues ambos son ‘autores’ en el significado propio del término.
Explicación teológica de la inspiración bíblica
La teología se encarga de estudiar y explicar mejor en qué consiste este proceso sobrenatural en el que se entrecruzan la gracia divina y la acción libre del hombre. A lo largo de los siglos se han dado diversas explicaciones; todas ellas tienen elementos valiosos y, tratándose de una cuestión opinable, un católico puede optar por unas y otras según le parezcan más convincentes, siempre que acepten el núcleo esencial del hecho de la inspiración, tal como lo entiende la Iglesia. Deben considerarse, en cambio, falsas todas aquellas hipótesis teológicas que reduzcan la intervención divina o recorten la acción de los autores humanos. No se puede considerar la acción divina como una mera asistencia para que no haya error; ni pensar que la inspiración consiste en una mera aprobación de un libro previamente terminado.[4]
Exponemos ahora brevemente la teoría más común que se usa para explicar la inspiración de los libros sagrados.
Teoría de la causalidad instrumental
El ‘modelo de la instrumentalidad’ aplicado al autor inspirado tiene una profunda raíz bíblica y patrística; formalizado en la teología escolástica, entró a formar parte integrante de la enseñanza del Magisterio de la Iglesia.
Siguiendo las huellas de la tradición apostólica y patrística, santo Tomás dio una explicación, que podemos llamar técnica, del principio teológico de la instrumentalidad del hagiógrafo. El Aquinate estableció una fórmula que llegó a ser clásica: “Auctor principalis sacrae Scripturae est Spiritus sanctus, homo vero auctor instrumentalis”[5]
Según esta teoría, tanto el agente (Dios) como el instrumento (autor sagrado) intervienen en toda la acción y dejan su impronta. El libro sagrado, pues se atribuiría todo él y en todas sus partes a Dios como autor principal, pero también todo él y todas sus partes secundariamente al escritor sagrado, como autor instrumental.
Dios se sirve del hagiógrafo de tal manera que éste sigue actuando como ser vivo, inteligente y libre. Concretando algo más, el carisma de inspiración, debe afectar a todo el proceso humano de ejecución, es decir, al entendimiento, a la voluntad y a las facultades ejecutivas. Tal asistencia perdura mientras se está escribiendo el libro sagrado, cesando en el momento en el que éste está ya acabado. El autor sagrado no tiene porqué ser consciente de este influjo sobrenatural (o inspiración); será la Iglesia quien reconocerá qué libros han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo.
En consecuencia, la inspiración se extiende:
a.- A todas las facultades del hagiógrafo, y por tanto también a su fantasía, sensibilidad, sentidos, etc.
b.- A todo el contenido de la obra, sin que se pueda distinguir en este sentido entre ideas y palabras: está inspirada toda la obra literaria concreta como sistema de palabras significativas.
c.- A todas aquellas personas que contribuyen a la formación del escrito; es decir, no sólo al redactor final, sino a cuantos han vivido la intuición y a todos los que la han expresado literariamente, en forma oral o escrita, hasta el último amanuense que escribe al dictado del autor inspirado.
En el proceso de la inspiración, Dios ‘auctor principalis’ actúa sobre el hagiógrafo con una moción previa e inmediata. Este influjo produce una elevación del hagiógrafo al orden sobrenatural carismático: se le infunde, en efecto, el don conocido en el lenguaje teológico como ‘carisma de la inspiración’, luz y fuerza divinas que iluminan la inteligencia y determinan la voluntad a escribir, asistiendo al hagiógrafo en todo el proceso de composición del libro.
En tanto que agente instrumental, en el hagiógrafo existen dos capacidades fuertemente enlazadas: una propia, que deriva de los talentos y actitudes personales; otra, que nace del influjo divino, es decir, del carisma de la inspiración, que insertándose en sus facultades le otorga un modo más alto y seguro de pensar y de juzgar, y un deseo más fuerte de poner por escrito lo que ha concebido en el pensamiento.
En el proceso de la inspiración, el hagiógrafo (autor sagrado) hace uso de todas sus cualidades como verdadero autor, y estas cualidades constituyen el medio humano que el carisma de la inspiración vivifica y en el que se inserta. Por todo esto, la acción propia del escritor sagrado no se encuentra fuera o en un ámbito diferente al de la acción de Dios, sino que la acompaña como medio ‘en’ y ‘a través del cual’ se realiza el actuar divino.
La inspiración en los colaboradores: Se admite generalmente que quienquiera que haya contribuido específicamente a la composición del texto bíblico participa del carisma de la inspiración en la medida de su colaboración.
Por lo que conocemos, no pocos libros de la Biblia han tenido una larga gestación antes de adquirir su forma literaria definitiva, en la que han intervenido diversos autores. Este hecho ha planteado un problema particular a la teología de la inspiración bíblica. La pregunta que ha surgido es la siguiente: ¿está inspirado solo el autor final del libro bíblico, cuya contribución personal pudo incluso no ser relevante, o han gozado del carisma de la inspiración todos los autores que contribuyeron a su elaboración?
La Iglesia considera inspirado –y, por tanto, canónico– el libro final, no las fases parciales de redacción. Los pasos previos pueden bien ser meras fuentes, aunque importantes, de las que se sirvieron los autores inspirados que fijaron la forma definitiva del texto.
Los libros inspirados enseñan la verdad
La Biblia es el conjunto de libros inspirados por Dios, que la Iglesia ha recibido del antiguo Israel y de los Apóstoles como norma cierta de la verdad que ella cree y confiesa. Como todo lo que afirman los hagiógrafos, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra (CEC, 107). Las enseñanzas bíblicas no sólo son enseñanzas humanas, sino Palabra de Dios. Este es el motivo por el que la Iglesia cree que lo enseñado en la Biblia es verdad. La verdad de la Biblia deriva de la veracidad de Dios, quien la ha inspirado como autor principal.
Verdad e inerrancia bíblicas
Se llama inerrancia bíblica a la cualidad de los libros sagrados por la cual afirmamos que están libres de error. No se pueden separar en los libros sagrados partes atribuibles a Dios y partes atribuibles al hombre, sino que todo es, al mismo tiempo, Palabra de Dios y lenguaje humano. Luego el mismo Dios es el garante de que no hay error en las afirmaciones de la Sagrada Escritura. Si la Biblia está inspirada, debemos pues concluir, que es veraz. Ahora bien, ¿en qué sentido se puede hablar de la verdad de la Biblia? Decimos que los libros sagrados enseñan sólidamente, con fidelidad y sin error la verdad que Dios hizo consignar para la salvación nuestra (Dei Verbum, 11). No se trata de una verdad científica o histórica sino salvífica. Se verá más claro con algún ejemplo. En la genealogía de Jesús al comienzo del evangelio de San Mateo se cuentan desde Abrahán hasta Cristo, tres veces catorce generaciones, lo que, desde el punto de vista estrictamente histórico, no es exacto; sin embargo, esta genealogía es “verdadera” si se tiene en cuenta que su autor quería enseñarnos la mesianidad davídica de Jesucristo. Esta misma idea, en cuanto al sentido de la verdad en la Biblia, fue defendida por San Agustín y por Santo Tomás de Aquino. San Agustín escribió: “No leemos en el evangelio que el Señor haya dicho: Os envío el Paráclito, que os enseñará el curso del sol y de la luna. Cristo quería hacer de nosotros cristianos no matemáticos”[6]. Santo Tomás repite la misma idea: “sólo lo útil a la salvación puede ser objeto de inspiración; las otras cosas, no”.[7]
Padre Lucas Prados
[1] Vaticano I, Dei Filius, cap. 2.
[2] Cfr. San Agustín, Contra advers. Legis et Profet., I, 17, 35.
[3] Cfr. León XIII, Providentissimus Deus (Dz 1941-1953).
[4] Vaticano I, Dei Filius, cap. 2.
[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica II-II, q. 172, a. 2, ad 3; q. 173, a. 4.
[6] San Agustín, De Genesi ad litteram, 2, 9, 20 (PL 34, 270ss).
[7] Santo Tomás de Aquino, De veritate, q. 12, a. 2