La interpretación hiperpapalista de Pastor aeternus: por qué tanto los modernistas como los sedevacantistas se equivocan

En los últimos años me ha sorprendido observar que los modernistas progres, los conservadores hiperpapalistas y los sedevacantistas comparten unas posturas parecidas en cuanto a la interpretación de las enseñanzas de Pastor aeternus (1870) sobre la infalibilidad del Papa. Lógicamente, las razones que alegan son diferentes. A pesar de ello, todos ellos concuerdan en que además de ser infalible cuando habla, el Papa es también indefectible en los hechos. Dicho de otro modo: un pontífice en el ejercicio de sus funciones no puede ser ni volverse hereje. A fin de entender sus diversas posturas, resumamos claramente el dogma de la infalibilidad.

Cuando el Sumo Pontífice define ex cathedra una enseñanza sobre fe y costumbres, no puede errar. El propio Señor Jesucristo concedió a la Iglesia un carisma especial que protege al Santo Padre de todo error. Esta enseñanza se definió como dogma en 1870 en la constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano I por el papa Pío IX de la siguiente manera:

«Así pues, Nos, siguiento la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la Fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su propia autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de la que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia.
»Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir esta nuestra definición, sea anatema».[1]


He conocido católicos que no lo aceptan, pero la mayoría están familiarizados con el dogma de la infalibilidad. Lo conocen incluso los que pertenecen a las iglesias cismáticas orientales y las comunidades protestantes y neoprotestantes, y todas las rechazan sin excepción. En cuanto a los católicos, si sólo se tratara de que el carisma de la infalibilidad se manifiesta cuando el Supremo Pontífice se pronuncia ex cathedra (lo cual sólo sucede muy raras veces), no veríamos mayor problema. Lo que pasa es que Pastor aeternus dice más que eso. Se diría que apoya la postura de que el Papa no sólo es infalible en lo que dice sino en su persona. O sea, que nunca puede equivocarse en cuestiones de moral o de doctrina dogmática, en cualquier circunstancia. Pareciera que eso es lo que afirma el siguiente trozo de la mencionada constitución:

«[Esta] apostólica doctrina, todos los venerables padres  la han abrazado y los santos doctores ortodoxos la han venerado y seguido, sabiendo plenamente que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: “Yo he rogado por ti a fin de que no desfallezca tu fe; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lucas 22,32)».

Da a entender algo como mínimo raro, pues semejante enseñanza rara vez fue sostenida por los teólogos de la época de los Padres ni de la Edad Media (como por ejemplo San Máximo el Confesor). Dejando de lado los debates históricos sobre el tema, de lo me interesa hablar aquí es de las conclusiones que sacan de ello cada uno de los grupos mencionados al principio del presente artículo.

Los modernistas progres se apresuran a invocar esta doctrina y la defienden con uñas y dientes cuando un papa afirma algo que les agrada. Desde luego no lo hacen cuando un pontífice dice que la anticoncepción es intrínsecamente perversa. Eso sí, cuando el papa Francisco poco menos que declara que los divorciados que se han vuelto a casar pueden comulgar sin abandonar su estado de adulterio, se quedan tan campantes. Huelga decir que se alegrarán cuando, mediante algún documento pontificio artificiosamente redactado, se lleguen a permitir los anticonceptivos. Así pues, ésos se apresuran a echar mano de la enseñanza sobre la infalibilidad y la autoridad pontificia cuando les conviene. Hay que aceptar y obedecer todo lo que dice Francisco porque, según entienden ellos, la doctrina de la Iglesia puede variar dependiendo del contexto histórico. Los progresistas hacen todo lo posible lógicamente para que no se note que esas novedades contradicen la doctrina anterior. Pero, sea como sea, los cambios son necesarios. Al fin y al cabo, ya no estamos en la Edad Media sino en el mundo moderno, y ya no pueden aceptarse ciertas creencias y principios morales. Tal es su opinión esencial e historicista.

Por su parte, los conservadores, grandes admiradores de Juan Pablo II y –sobre todo– de Benedicto XVI, suelen ser partidarios de la tesis de Pighius y Bellarmino. Como sabemos, esta tesis sostiene que un pontífice no puede incurrir jamás en herejía. Es decir, que hay una clase de pecados que un papa no puede cometer. Dios se lo impide. Algunos conservadores llegan al extremo de creer que el Papa se moriría en el momento si llegara a albergar siquiera en privado una herejía. El caso es que la mayoría considera tal cosa imposible. ¿Y qué pasa cuando leen documentos como Amoris laetitia? Si un papa no puede equivocarse ni en el magisterio extraordinario ni en el ordinario, hay que interpretar los documentos pontificios controvertidos como Amoris laetitia y Fiducia supplicans manteniendo la continuidad con las enseñanzas expresadas hasta el momento en el Magisterio de la Iglesia. Haciendo caso de las sugerencias de Benedicto XVI, hacen verdaderas acrobacias intelectuales en una hermenéutica de la continuidad incapaz de discernir toda ruptura entre la doctrina tradicional de la Iglesia y las modernistas. Se parece a lo que afirma (erróneamente) Benedicto en Summorum pontificum: que la liturgia Novus Ordo es continuadora y complementaria del Vetus Ordo. No hay ruptura entre ambas; todo es armonía, y las dos pueden mantenerse y celebrarse sin problema.

Por último, los sedevacantistas aceptan también la infalibilidad de palabra acompañada de la indefectibilidad personal. ¿Cómo va a se hereje un papa? Para empezar, ninguno de los pontífices a los que acusan de herejía (Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, etc.) se hizo hereje después de ser elegido para ocupar la Silla de San Pedro; ya eran herejes antes de ser elegidos. La conclusión inevitable es que, si un hereje deja de pertenecer a la Iglesia, un hereje instalado en el trono pontificio no es papa. En consecuencia, la sede está vacante. Hasta que un cardenal no sea elegido para ocupar el solio pontificio y acepte y profese en su totalidad y sin error la doctrina de la Iglesia (o sea, una doctrina ortodoxa), no volveremos a tener papa. Mientras tanto, estamos en una especie de situación provisional perpetua, como cuando a la muerte de un pontífice la Iglesia permanece sin cabeza visible hasta que el colegio cardenalicio elija un sucesor.

Personalmente, creo que un papa hereje sigue siendo papa a pesar de todo. Veamos por qué.

Primer argumento: de la potencia al acto

La enseñanza mistagógica de la Iglesia habla de una forma un poco idealizada de sus efectos. En la práctica, como podemos ver en las epístolas de San Pablo, los bautizados están considerados, y a veces hasta se los llama claramente así, santos. ¿Acaso podemos considerarnos santos en toda la extensión de la palabra? Yo desde luego no me atrevería a afirmar que lo soy, por mucho que me gustaría ser un santo por el estilo de San Roberto Bellarmino (mi patrón), o San Dionisio el Areopagita, o San Máximo el Confesor, San Buenaventura, San Juan de la Cruz o San Francisco de Sales (éstos son mis santos preferidos). ¿Qué diferencia hay entre los bautizados que hemos recibido la gracia santificante y los grandes santos de la historia de la Iglesia? La respuesta es bien sencilla: ciertamente, por medio de los Sacramentos –en particular, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía– todos recibimos en potencia la gracia de la santidad. Ahora bien, sólo algunos actualizan esas gracias para llegar a ser lo que el Apóstol de los Gentiles denominó «varón perfecto» (Ef.4,13).

Dicho de otra manera: en virtud de que las gracias conferidas por los sacramentos están guardadas en el fondo de nuestra alma, todos los bautizados pueden llamarse santos. Ahora bien, normalmente evitamos usar este término porque sólo quienes viven el Evangelio de modo verdaderamente heroico, activando dichas gracias, merecen el apelativo de santos. Es lo mismo que pasaba en los ejércitos medievales: todos los combatientes eran guerreros, pero sólo unos pocos eran héroes. Y con los papas pasa igual: cuando Pastor aeternus dice que los pontífices nunca yerran, se refiere al alcance de las gracias que concede Dios a los que son elegidos al solio petrino, pero eso no quiere decir que automáticamente se pongan a la altura de las gracias recibidas. Digamos que si un cardenal que es elegido papa ha hecho todo lo necesario para ser un varón perfecto en el momento de ser elegido, sería ni más ni menos lo que da a entender Pastor aeternus: infalible e intachable. Las gracias recibidas con la Santa Eucaristía no hacen automáticamente santo al comulgante a menos que ya esté en estado de gracia, y lo mismo sucede con el cardenal que es elegido papa. Y al contrario: si es indigno (por sus pecados, incluido el de herejía), es como quien recibe la Comunión indignamente: «el que come y bebe, no haciendo distinción del Cuerpo (del Señor), come y bebe su propia condenación» (1 Cor.11,29). El que se hace papa indignamente come y bebe su propia condenación.

Otra forma de entender lo que dice Pastor aeternus es consecuencia de una más sutil distinción entre la cátedra de San Pedro y quien la ocupa en un momento dado de la historia. Aunque la sede esté siempre libre de toda mancha, el que la ocupa puede ser pecador, incluso hereje. Un hombre así siempre es falible; la sede no. sabemos también que cuando un pontífice hace una definición ex cathedra (cumpliendo todas las condiciones exigidas por el Concilio Vaticano I) actúa en nombre de la Sede, y ciertamente en nombre de Cristo y de la Iglesia. Fuera de esos límites, son posibles algunos errores de creencia y de juicio.

Sabemos de sobra por los numerosos escándalos de las últimas décadas que ni la gracia del orden sacerdotal ni la del episcopado y ni siquiera la del pontificado hacen impecable al hombre. El Papa puede pecar tanto como cualquier otro cristiano; y no sólo con pecados morales. Si alguien que ocupa el trono de San Pedro quiere ser verdaderamente santo, tiene que hacer todo lo que hicieron santos pastores como San Pedro, San Gregorio Magno o San Pío V: defender el tesoro de la Fe, defender el tesoro litúrgico de la Iglesia, enfrentarse a las herejías y los errores y, cuando lo exijan las circunstancias, dar la vida como mártir. De lo contrario, por muchas y muy grandes gracias de que haya sido dotado, sin las debidas obras esas gracias no pasarán de la potencia al acto.

Segundo argumento: la metáfora militar

Si nos fijamos en el mundo secular, podremos establecer un paralelo entre la jerarquía militar y la eclesiástica. En cuanto a la primera, sabemos que la traición no anula automáticamente el grado que el traidor ocupe en la jerarquía. Si se descubre que un general es espía al servicio del enemigo, no pierde por ello su condición de general. Tiene que ser sometido a juicio para que se pueda demostrar si es culpable. Hasta entonces no podrá ser degradado y castigado en proporción a la gravedad de su culpa. Sigue teniendo el mismo grado y se le trata como corresponde, aunque se haya descubierto su traición. E igualmente, creo que hay razones prácticas de mucho peso por las que Dios permite que un papa hereje siga ejerciendo su cargo. ¿Cuáles podrían ser esas razones? En primer lugar, las multitudes y los ignorantes que no entienden la situación y siguen necesitando una cabeza visible. ¿Acaso no es preferible que un niño sepa que su padre es alcohólico a que nunca sepa quién es su progenitor? Está claro que la situación es terrible, pero permite discernir entre un mal menor y un mal mayor.

Por alguna razón misteriosa, Dios nunca actúa solo, sino por medio de quienes le son fieles y junto con ellos. Quiere que destaquen los siervos suyos que heroicamente asumen la tarea de enfrentarse a los jerarcas herejes. Dice Santo Tomás de Aquino que cuanto mayor sea la distancia en jerarquía entre el hereje y quien lo denuncia, más mérito tiene este último. El joven David tuvo mucho más mérito al derrotar a Goliat que si hubiera sido un curtido guerrero de treinta o cuarenta años. Eso sí, debemos entender que es muy importante ver a jerarcas que denuncian papas herejes. Así podremos saber claramente cuáles son los verdaderos pastores de los que nos podemos fiar.

Un argumento inspirado en San Francisco de Sales

En sus Controversias, San Francisco de Sales establece una analogía entre la función del Papa y la del Sumo Sacerdote afirmando que el Sumo Sacerdote de la antigüedad era vicario y segundo del Señor tanto como el nuestro de hoy. Cuando leí esta afirmación del santo doctor de Ginebra, quedé eufórico con la aplicación que se le podía dar. Porque quien condenó a muerte a nuestro Salvador Jesucristo fue el sumo sacerdote Caifás, que dijo: «Es preferible que un solo hombre muera por todo el pueblo antes que todo el pueblo perezca» (Jn.11,50). Fue el pontífice judío quien condenó a muerte al Hijo de Dios. A pesar de lo terrible del acto, no por ello dejó de ser nada menos que el Sumo Sacerdote. ¿Podría un papa cristiano llegar a hacer lo mismo que Caifás? La respuesta del Evangelio parece afirmativa: el primer papa de la historia, San Pedro, negó tres veces a Jesucristo. ¿Por qué no va a hacer otro papa algo por el estilo con una o varias herejías? ¿Sería menos papa si lo hiciera?

Todo lo que acabo de decir no es una invitación a una nueva polémica, sino a la reflexión y la oración. Me sentía en la obligación de responder a los que han debatido sobre artículos anteriores que he publicado en The Remnant. Al mismo tiempo, hago hincapié en que soy plenamente consciente de las enormes dificultades que plantean estas cuestiones. La mayor –no me cabe duda– es la que nos quita el sueño a la mayoría, tanto a los conservadores como a los tradicionalistas moderados y los sedevacantistas. Nuestras explicaciones no son sino meras tentativas de asimilar una situación increíblemente compleja. Resulta más fácil creer que un pontífice no es el Papa sino un impostor que aceptar a un papa hereje y afrontar la cuestión más difícil: ¿cómo es que Dios permite que pase algo así? Lo cierto es que se zarandean tremendamente todas nuestras virtudes, en particular la fe, la esperanza y la caridad.

Somos como los Apóstoles, cuya frágil embarcación, una miserable cáscara de nuez, corría peligro de naufragar en la tempestad del Mar de Galilea. No vemos sino imponentes olas que nos azotan día y noche sin piedad. La angustiosa pregunta que más nos hemos hecho en las últimas décadas sigue sin respuesta a día de hoy: ¿hasta cuándo, Señor? Pero la respuesta no llegará hasta que todos los que somos realmente conscientes de que un gigantesco maremoto amenaza con destruir el mundo entero clamemos unidos desde el fondo de nuestro herido corazón, como clamaron los aterrorizados Apóstoles al Salvador que dormía en la barca: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mt.8,25).

Más que una invitación a la polémica y el debate, el objeto del presente artículo es pedir al lector que lo entienda como una exhortación a rezar. Porque no hay nada que necesitemos más que a Dios y su solución, pues es el único que puede calmar las olas y los vientos adversos.

¡Sancta Maria, stella maris, ora pro nobis!

Robert Lazu Kmita

[1] Denzinger 1839.1840.

[2] Ídem, 1836.

[3] Esta sugerencia sobre la distinción entre persona y cargo se la debo al Dr. Peter Kwasniewski, con mi más sincera gratitud.

(Artículo original. Traducido por Bruno de la Inmaculada)

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