Discípulo. ––Y ahora, Padre, tenga a bien decirme: ¿con que frecuencia se deberá uno acercarse a la confesión?
Maestro. ––Con la mayor frecuencia posible. Los santos nos dieron antes el ejemplo, hasta parecer una exageración la frecuencia con la que se acercaban a la confesión. Citaré tan solo algunos: San Francisco de Sales, en su reglamento de vida escribió: “Me confesaré cada dos días o a lo más tres”. San Vicente de Paul se confesaba dos veces por semana. San Felipe Neri se confesaba cada dos días, y así quería que lo hicieran sus religiosos. San Vicente Ferrer, San Carlos Borromeo, San Ignacio de Loyola, San Luis Bertrán, San Andrés Avelino y otros muchos, se confesaban diariamente.
D. —Pero esto, Padre, era una verdadera exageración, quizás lo hacían por pasatiempo o escrúpulo.
M. —De ningún modo. Estos eran hombres muy activos y que estaban muy lejos de dejarse dominar de los escrúpulos. Lo hacían por mantenerse en gran pureza de conciencia, y para poder gozar de las múltiples ventajas de este Sacramento.
San Leonardo de Porto Mauricio, infatigable apóstol de Italia, después de haber tenido la buena costumbre de confesarse todos los días constantemente, cuando llegó a la edad de cuarenta y dos años, pensó duplicar la frecuencia, según escribe en su reglamento particular de vida: “Desde ahora en adelante me confesaré dos veces al día, a fin de acercarme al altar con suma pureza; y también para acrecentar la gracia que espero se aumente más en una sola confesión que en muchas otras buenas obras, de cualquier clase que ellas sean”
D. —Padre, me parece que aquí se puede aplicar aquello de que comiendo se entra en apetito.
M. —Así es efectivamente. En nuestro caso, o sea, en la confesión frecuente, así sucede, sin duda de ninguna clase. Dichosos los que sienten esa hambre y sed espiritual, y por el contrario, desgraciados los que están lejos de sentirla, porque morirán de inanición.
D. —Dígame, Padre, ¿estos Santos tomaban esta divina medicina sólo para su provecho particular?
M. —Nada menos, sino que la inculcaban constantemente a los demás, y se constituían en generosos despenseros de la misma, aún a costa de grandes sacrificios. San Felipe Neri, solía predicar que si tuviese ya un pie en el Paraíso y alguien le llamare para confesarse, se volvería inmediatamente para cumplir su ministerio.
San Ambrosio predicaba a sus oyentes: “Aunque estuviese en lo más profundo del sueño, venid, llamad, despertadme para confesaros”
San Francisco de Sales interrumpió un viaje urgente para confesar a un pobre viejo.
¿Y qué diré del Beato Sebastián Valfré, de San José Cafasso, de San Juan Bosco, que pasaban en el confesionario noches enteras, ya en los hospitales, ya en las cárceles?
D. —Esto prueba que la confesión lo es todo, ¿no es verdad, Padre?
M. —Ciertamente. Bastará la confesión para restaurar las sanas costumbres en las ciudades y naciones más corrompidas. En este sagrado ministerio se conocen los verdaderos obreros del Evangelio, se dedican a la confesión todo el tiempo disponible.
D. —En cuanto a mí, Padre, cuanto más me confieso peor soy… siempre con mayores defectos.
M. —No es verdad… Son defectos que ya los tenías y no reparabas en ellos. La confesión te alumbra para conocerlos, para detestarlos, para combatirlos, para corregirlos.
Cada absolución, nos dice San Francisco de Sales, es como un nuevo sol que resplandece en el oscuro aposento de la conciencia.
D. —Siendo esto así, todo cristiano debería acercarse a la confesión lo más frecuentemente posible.
¿No existe regla fija para las diversas clases de personas?
M. —Existe y es la siguiente:
Para vivir vida cristiana basta confesarse tantas veces cuantas fueren necesarias para evitar el pecado mortal; pues por el pecado mortal el alma muere y ya no es hija ni seguidora de Jesucristo.
Para llevar una vida piadosa, lo menos que debe pedirse es confesarse una vez cada mes; digo, por lo menos una vez al mes, porque, pudiendo sería de desear mayor frecuencia, ya que no se concibe una sincera devoción con el descuido de un medio tan importante de santificación.
Finalmente, para aquellas almas fervorosas que aspiran a una íntima unión con Dios, es indispensable la confesión semanal, porque la confesión no sólo es un remedio, sino también un reconstituyente y es menester tomarlo en períodos fijos, para que su efecto no sufra detrimento.
D. —Padre, ¿qué es eso de íntima unión con Dios?
M. —Es lo que los teólogos llaman vida interior: he aquí cómo la describe el Santo Vianney, cura de Ars: “La vida interior es un baño de amor en la Sangre de Jesucristo, en la cual se sumerge el alma y queda anegada. Dios acoge entre sus brazos a estas almas, como la madre la cabeza de su hijo para cubrirla de besos y de caricias”
D. — ¡Dichosas almas! ¿Y para ellas es necesaria la confesión semanal?
M. —Sí, porque no serían suficientes los demás medios, sin la constancia en la confesión.
D. —Padre, ¿no sería conveniente confesarse más de una vez por semana, como hacían los santos?
M. —Tratándose de sacerdotes, respondo afirmativamente, según el consejo y la práctica de los Santos. Siendo ellos los dispensadores cuotidianos de la Sangre de Cristo. ¿Quién se atreverá a limitarles su uso en provecho propio? Tratándose de otras personas, digo: A menos que se tenga pecado mortal, la mejor regla es atenerse a la confesión semanal.
D. — ¿Por qué?
M. —Porque una larga experiencia ha dado a conocer que salvo pocas excepciones la confesión más frecuente que de ocho días, especialmente tratándose de mujeres, no santifica las almas, sino que las vuelve escrupulosas, egoístas, importunas, caprichosas.
Él que sienta mayor deseo de la absolución, recurra a la absolución espiritual.
D. — ¿La absolución espiritual? Jamás había oído hablar de ella, Padre.
M. —Pues bien, como hay comunión espiritual, así también hay absolución espiritual. No debe causarte esto maravilla, porque si la contrición perfecta, con el deseo de la confesión, es capaz de borrar del alma los pecados mortales, también obra ciertamente el mismo efecto con los pecados veniales.
D. —Así ¿no sólo una absolución por semana, sino cuantas deseen, aunque sean varias al día?
M. —Así mismo.
D. — ¿Y si tuviese pecados mortales y hubiese posibilidad de confesarse?
M. —Entonces, ve a confesarte cuantas veces sea necesario y cuanto antes puedas. En cuanto a mí, debo decir que me he arrepentido siempre que por un motivo u otro he diferido la confesión. Hay que poner en práctica el consejo de San Felipe Neri y de su digno imitador San Juan Bosco: No acostarse nunca en pecado mortal.
Monseñor De Segur cuenta que un niño había prometido a Jesús no echarse a dormir en conciencia de pecado. Sucedió que un mal día, por desgracia cometió un pecado, y quiso cumplir su promesa. Aunque era de noche, con muy mal tiempo y lejos de la iglesia, sin embargo, cobrando ánimo, salió intrépido, se confesó y volvió muy contento dando las más cordiales gracias a Dios por el acto realizado. ¡Dichoso de él! Fuese a descansar; se duerme al instante el buen niño y sueña con ángeles hermosos, sueña con el buen Jesús, con María Santísima, oye melodías celestes y vuela, vuela por los espacios infinitos del Paraíso. A la mañana siguiente su mamá, viendo que tardaba mucho en levantarse, fue a despertarlo: lo llama, mas no responda; lo sacude y no se mueve. Estaba muerto. Y sobre su rostro cándido como un lirio, brillaba la aureola de los santos.
D. —Afortunado niño, la confesión le libró del pecado y del infierno, ¿no es cierto, Padre?
M. —Sin duda. Podemos, pues, concluir, que si la confesión es tal vez penosa, su fruto es siempre dulce y suave; pues la inocencia, la castidad, la fidelidad en el cumplimiento del deber, la práctica de la vida cristiana, y por lo mismo, la verdadera alegría y la paz, son los frutos de la confesión frecuente. De la diestra del confesor manan siempre infinitos beneficios. La confesión es un medio poderoso de educación. Todo puede temerse de aquél que no se confiesa.
Un ministro inglés deseoso de conocer a Don Bosco, del cual había oído hablar, y de aprender su método de educación, se trasladó a Turín: fue a visitar el Oratorio Salesiano. Recibiólo benignamente Don Bosco y le acompañó por sí mismo por toda aquella gran casa. Se maravillaba cada vez más el ministro a medida que iba recorriendo las dependencias y oficinas y admiraba y alababa el perfecto orden y disciplina que reinaba en todo. Mas cuando fue introducido en el gran salón en el que se reunían para el estudio más de quinientos jóvenes con la mayor seriedad y silencio y que para mantener tan perfecto orden sólo habían dos clérigos, su admiración se cambió en asombro, y dirigiéndose a Don Bosco, exclamó: “Señor Abad, sabe usted que esto es un espectáculo magnífico. Hágame el favor de decirme cuál es el secreto para obtener tanto silencio y tanta disciplina. Dígamelo que quiero llevarlo a Inglaterra”
—Señor ministro, le responde Don Bosco, mi secreto no le sirve a usted.
— ¿Y por qué?
—Porque es un secreto de los católicos y ustedes son protestantes. Mi secreto es la confesión frecuente y semanal.
—Sí, es así, a nosotros nos falta ciertamente este poderoso medio de educación, ¿mas no se podrá suplir de otro modo?
— ¡Ah, no! Si no se emplea este medio religioso es preciso recurrir al palo.
—Entonces, Padre, ¿o religión o palo?
—Sí, o religión o palo.
— ¡Bien, bien! O religión o palo: ya entiendo, quiero referirlo en Londres.
Ángel Broferio abogado experto e insigne poeta piamontés, habiéndose muerto la vieja y fiel persona que le servía, tomó una joven de Castelnuovo Calcea, su pueblo natal. Pocos días después ésta se presentó a su amo y llorando le dijo: “Señor, perdone, pero yo no puedo continuar en su servicio”
— ¿Por qué?
—Porque usted, que no es muy afecto a la iglesia, no me dejará ir a Misa los días de fiesta ni tampoco confesarme.
— ¿Quién te lo ha dicho?
—Todos los dicen, siervientes e inquilinos.
—Pues bien, irás a Misa todas las mañanas y todos los domingos te confesarás, pues yo no me fío nada de quien no se confiesa.
D. — ¿Entonces, Padre, aun los que se cuidan poco de religión, creen en la confesión y la enaltecen?
M. —Sí, por cierto.
D. — ¿Y por qué no la practican ellos mismos?
M. —Porque temen ser arrastrados y vencidos. Bien saben ellos que la confesión es la varita mágica, el anillo encantado que obra prodigios; que sería la palanca poderosa que los levantaría de los vicios en que están sumergidos, y precisamente por eso las alaban, pero se guardan mucho de acercarse a ella.
D. — ¡Pobrecitos! Les sucede como a los enfermos que rehúsan curarse por el temor de tener que abandonar el hospital.
M. —Ese es el caso. Más, aquí no se trata de hospital, sino del peligro y casi la certeza de una mala muerte, del infierno, de la eternidad.
Aquí viene la anécdota de un niño.
Llevaron a la escuela a dos hermanitos para que aprendieran los primeros elementos. El maestro los recibió con amorosa dulzura; comenzó por el primero a preguntarle el alfabeto, alabándolo y premiándolo por la primera lección que dijo y recitó muy bien. Va con la cartilla en la mano, a hacer lo mismo con el otro. ¡Animo! le dice, vamos a ver qué sabes tú.
El niño miró de reojo al maestro y no contestó nada. ¡Vamos, pronto, di: A!… No has de ser tú menos que tu hermano; ¿tanto cuesta decir A?… El chico no dijo nada. Pero por favor, no me hagas montar en cólera, porque si no, a lo mejor, lo vas a pasar mal.
Ni por eso. No valieron ni premios, ni amenazas, ni promesas, ni castigos para inducir a aquel testarudillo a que mirara el alfabeto ni pronunciar una sílaba. Interrogado luego por sus compañeros por qué emperrarse en aquella forma, y soportara tantos improperios y repulsas, tanto en la escuela como en casa, contestó: “Si digo A he de decir también B y luego C; y después de aprender a leer, y a escribir, y la gramática, y tanto embrollo de ciencia; y no acabará esta música por muchos años”
D. — ¡Ah, picaruelo! No quería comenzar, para no tener que continuar después, ¿no es verdad Padre?
M. –– ¡Justito! Y en nuestro caso, ¡Cuántos rehúsan empezar a vivir como buenos cristianos tan solamente porque, de empezar, es fuerza continuar! Y asi los pobrecitos, forjándose la ilusión de que están en este mundo como un paraíso, dentro de pocos años, sin embargo, habrán de comparecer ante el divino tribunal con las manos vacías, o peor aún, con el alma cargada de pecados, de remordimientos, hasta quizá de escándalos, para ser condenados eternamente.
CONFESAOS BIEN
Pbro. Luis José Chiavarino