Homilía de Sexagésima de monseñor Viganò: el Arca, a la espera del inminente Diluvio

Vio, pues, Yahvé que era grande la maldad del hombre sobre la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían únicamente al mal, todos los días Gén. 6, 5

En el Domingo de Sexagésima nos acercamos al tiempo de penitencia y ayuno en preparación para la Pascua. Desde hace una semana no se oye el Aleluya en la liturgia, sustituida en la Misa por el Tracto. Y en este domingo casi penitencial, con las lecturas de maitines, nos acompaña la meditación sobre el pecado que motivó a Dios a exterminar a la humanidad rebelde con el Diluvio, salvando sólo a la familia de Noé.

Las Sagradas Escrituras hablan de la maldad de los hombres: «todos los pensamientos de su corazón se dirigían únicamente al mal, todos los días«. Cuesta creer que la humanidad pueda haber cometido en otros tiempos lo que la vemos cometiendo hoy en día: en ninguna cultura antigua fue tan profundo el abismo del mal como hasta el extremo en que lo vemos abrirse en el mundo contemporáneo: masacres, violencia, guerras, perversiones, latrocinio, matanzas, profanaciones y sacrilegios, cometidos no sólo por personas aisladas, sino impuestos por ley por los dirigentes de las naciones, promovidos en los medios de difusión, fomentados por maestros y magistrados, y tolerados e incluso aprobados por los sacerdotes. Nos preguntamos si el hombre de hoy merecerá castigos más terribles que el Diluvio, en vista de la maldad que inspira todas sus acciones contra Dios, contra sus semejantes y contra la Creación. Y al contemplar el aparente triunfo del mysterium iniquitatis, al ver hasta qué punto está difundido y arraigado el mal en este mundo corrupto y apóstata, nos preguntamos hasta cuándo tolerará la Divina Majestad las abominaciones de los hombres. Se nos hace difícil creer la promesa del Señor: «No volveré a maldecir la tierra por causa del hombre, porque los deseos del corazón humano son malos desde su niñez, ni volveré a exterminar a todos los seres vivientes, como he hecho» (Gen. 8, 21).

Lo que nos causa estupor no es tanto el silencio con en el que se nos ha abandonado a nuestra propia suerte y a nuestras tribulaciones como que la impunidad de los crímenes y pecados actuales pueda constituir un castigo más tremendo y grave aún que el que podría imponernos el Padre Eterno. La modernidad paganizada e inmersa en la barbarie prepara con sus propias manos un azote mucho más calamitoso que el Diluvio antiguo, una destrucción mucho más amplia del género humano, con la que cree que podrá eliminar de la Tierra, no a los malos sino a los buenos: los que se mantienen fieles al Señor y a su santa Ley. Y mientras se acumulan negros y amenazantes nubarrones preñados de la lluvia que los anegará, nuestros contemporáneos se ríen de quienes preparan su arca espiritual para ponerse a salvo junto con sus seres queridos, y hasta hacen de todo para impedir que la lleguen a construir.

La Sagrada Escritura y los Padres nos enseñan que el Arca es figura de la Santa Iglesia, gracias a la cual los elegidos pueden salvarse del naufragio general. Hæc est arca -cantamos en el Prefacio de la   Dedicación- quæ nos a mundi ereptos diluvio, in portum salutis inducit. ¿Y dónde podemos encontrar el Arca de salvación? ¿Cómo podemos distinguirla de las falsificaciones destinadas a sumergirse bajo el peso de quienes se instalan en ella, en una imitación hecha para poner a salvo a los malos mientras el piloto impide a los buenos que suban a bordo y hasta expulsa a sus hijos, tildándolos de polizones indignos de salvarse de la inundación?

Esta angustiosa idea no es tan rebuscada si tenemos en cuenta quién ocupa actualmente la Silla de San Pedro. Por lo que se ve, el Arca de la Iglesia quiere acoger a todos menos a los que reúnen las condiciones para salvarse de la catástrofe. Es más, se diría que no sirve de nada, que no habrá diluvio al que se pueda escapar. Peor aún: el gigantesco diluvio provocado, no por la justa cólera de Dios sino por la marea de iniquidad de los hombres se considera una regeneración, una oportunidad de reducir la población mundial en base a los delirantes planes del Gran Reinicio. Al igual que en el Titanic, la tripulación y los pasajeros bailan borrachos y despreocupados mientras el buque avanza a toda máquina hacia el iceberg que lo hará zozobrar, como arrogante monumento a la soberbia que se cree inmune a la justicia divina. A ese terrorífico transatlántico ha subido también el que debería congregarnos por el contrario en el arca verdadera, y lo vemos brindando con los malos, los poderosos de la Tierra, los enemigos de Dios.

Pero si por un lado estas consideraciones humanas pueden causarnos desazón y hacernos temer por nuestra supervivencia, por otra parte podemos reconocer la verdadera Arca de salvación, porque la vemos lista para ascender al monte Calvario donde se construyó, y al místico Calvario del altar donde nos espera todos los días.

Da igual que se nos muestre otra -incluso que lo hagan personas en las que ciframos nuestra confianza y que no deberían engañarnos-, o que haya quienes la consideren inútil y por eso se burlen de nosotros o nos tomen por locos. Da igual que haya quienes nieguen el inminente diluvio, siendo ellos mismos sus impíos artífices, en su necia pretensión de querer controlar los fenómenos atmosféricos por geoingeniería.

Sabemos que el Arca verdadera, la única Arca, es la Santa Iglesia. Y por las palabras de Nuestro Señor, divino Piloto que tiene bien aferrado el timón, sabemos que esa Arca saldrá indemne del diluvio y encontrará finalmente tierra seca sobre la que asentarse. Por eso, estamos más que resueltos a no dejarnos engañar creyendo que podremos salvarnos fuera del Arca mencionada o construyéndonos nosotros mismos una.

En la Epístola de la Misa de Hoy, San Pablo enumera todas las pruebas que deberá afrontar la siembra de la Palabra de Dios, basándose en el ejemplo de la Parábola del Sembrador que nos presenta el Evangelio: «Él me dijo: “Mi gracia te basta, pues en la flaqueza se perfecciona la fuerza” » (2 Cor.12,9). Reconocer nuestra debilidad, ser conscientes de nuestra impotencia, de que no somos nada, nos ayuda a percibir el poder de Dios, con mucha más intensidad cuanto mayor es nuestra humildad y confianza en Él. Sufficit tibi gratia mea. Mi gracia te basta. Porque es la Gracia la que nos hace dignos de refugiarnos en el Arca; la que hace que podamos mantenernos en ella durante el diluvio; y por la gracia llegaremos al puerto celestial.

No perdamos, pues, la Gracia de Dios. Subamos al místico monte en cuya cima nos espera el Arca. Arca en la que también hallaremos alimento para el alma: el Pan de los ángeles.

Así sea.

12 de febrero de 2023

Dominica in Sexagesima

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Mons. Carlo Maria Viganò
Mons. Carlo Maria Viganò
Monseñor Carlo Maria Viganò nació en Varese (Italia) el 16 de enero de 1941. Se ordenó sacerdote el 24 de marzo de 1968 en la diócesis de Pavía. Es doctor utroque iure. Desempeñó servicios en el Cuerpo Diplomático de la Santa Sede como agregado en Irak y Kwait en 1973. Después fue destinado a la Nunciatura Apostólica en el Reino Unido. Entre 1978 y 1989 trabajó en la Secretaría de Estado, y fue nombrado enviado especial con funciones de observador permanente ante el Consejo de Europa en Estrasburgo. Consagrado obispo titular de Ulpiana por Juan Pablo II el de abril de 1992, fue nombrado pro nuncio apostólico en Nigeria, y en 1998 delegado para la representación pontificia en la Secretaría de Estado. De 2009 a 2011 ejerció como secretario general del Gobernador del  Estado de la Ciudad del Vaticano, hasta que en 2011 Benedicto XVI lo nombró nuncio apostólico para los Estados Unidos de América. Se jubiló en mayo de 2016 al haber alcanzado el límite de edad.

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