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También los Estados Unidos reconocen el genocidio armenio

También los Estados Unidos reconocen el genocidio armenio

El pasado 24 de abril, el gobierno de los Estados Unidos ha reconocido finalmente de forma oficial el genocidio del pueblo armenio que costó la vida a un millón y medio de cristianos exterminados con un plan estudiado en un escritorio y llevado a cabo con determinación criminal por el gobierno turco musulmán otomano entre 1915 y 1917.

Los Estados Unidos se unen así a los 29 países del mundo que reconocen que la atroz persecución perpetrada con crueldad por Turquía durante la Primera Guerra Mundial contra toda la población de fe cristiana y la etnia armenia entra de pleno derecho en el caso de delitos penales internacionales de genocidio, tal como está previsto por la Convención de la ONU de 1948: 29 Estados, son aún verdaderamente muy pocos respecto a los 194 países miembros de la ONU.

La decisión de los Estados Unidos tendrá, evidentemente, repercusiones históricas, políticas y jurídicas de alcance internacional con relación al tan discutido aliado de la OTAN, el régimen islámico-nacionalista turco de Recep Taiyp Erdogan, que está atrapado por sus precisas responsabilidades en materia de negacionismo sobre el genocidio armenio cristiano.

Los elementos historiográficos que han llevado a la maduración de los procesos de reconocimiento de este trágico capítulo de la historia de la persecución a la fe cristiana salieron a luz por el descubrimiento y la publicación en las universidades estadounidenses de la correspondencia institucional de uno de los tres miembros del Triunvirato que gobernaba la Turquía otomana durante la Primera Guerra Mundial, el ministro Talat Pasha. En estos documentos encontramos pruebas de decretos, ordenanzas, medidas administrativas destinados a la masacre de armenios.
A partir de abril de 1915, el gobierno del Sultán turco, en guerra contra las potencias aliadas, planifica, a nivel legal, un programa específico para la eliminación total de la población armenia del territorio otomano -ciudadanos turcos a todos los efectos, pero de fe religiosa cristiana y no islámica y de una etnia no turcomana- mediante detenciones, masacres, violaciones, deportaciones masivas, entre las cuales las famosas “marchas de la muerte”, a los desiertos de la Mesopotamia. Las familias son desmembradas, se separa a los padres de sus hijos que son entregados como esclavos a las tribus kurdas del Imperio Otomano; la ley de seguridad para la deportación y expropiación dispone la liquidación de los bienes de los ciudadanos armenios por miles de millones de euros actuales.

El trágico fruto de esta estrategia conducirá a la intencional eliminación de más de un millón y medio de armenios, según los datos científicos más fiables de la asumidos por la comunidad científica internacional.

La represión de los cristianos armenios en el Imperio Otomano había comenzado en realidad varios años antes. Ya a finales del siglo XIX, en el momento en que la vivaz y emprendedora minoría cristiana en el Imperio Otomano se había organizado para rebelarse contra las anacrónicas condiciones de la «dimmithudine» (la sumisión jurídica a la discriminación de los derechos de libertad, políticos y económicos, practicada por los sistemas políticos islámicos con relación a las minorías religiosas cristianas en Oriente Medio durante siglos) el ejército turco ya había sido movilizado.

Los historiadores armenios de la época señalan que los militares de Constantinopla masacraron con saña, en los quince años que van de 1894 a 1909, a unas 200.000 personas. Un exterminio, por tanto, ya iniciado por los últimos sultanes, en particular por Adbul Hamid II, que gobernó hasta 1909, y luego por el gobierno de los Jóvenes Turcos.

En la actualidad, la batalla por el reconocimiento del genocidio tiene que ver con varios aspectos de las relaciones internacionales y de la geopolítica, al menos tres.

En primer lugar, la legitimidad de la atribución del término genocidio a este exterminio masivo, considerado como decisiva en el plano del derecho internacional: téngase en cuenta que el término genocidio no nació a raíz de la Shoah judía de la Segunda Guerra Mundial, sino que fue creado e introducido en el derecho internacional por el jurista académico estadounidense de origen polaco Raphael Lemkin, que fue el primero, en los años 30, en estudiar la tragedia del pueblo armenio en la Primera Guerra Mundial.

La noción de genocidio, introducida gracias a los estudios de Lemkin en la Convención de la ONU para la represión de los crímenes de genocidio, abarca todos aquellos comportamientos -asesinatos en masa, lesiones graves, violaciones, deportaciones, sometimiento a condiciones de vida físicamente insoportables- destinados a destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, religioso o racial.

Por paradójico que pueda parecer, hay que considerar que en el ámbito de las relaciones internacionales el término genocidio es aún objeto de disputa respecto a la “propiedad exclusiva” del término: un ejemplo es el discurso de la memoria histórica fuertemente debatido en Israel -tanto en la Knesset, el Parlamento, como en las academias- sobre la cuestión de la exclusividad del genocidio judío y la unicidad de la Shoah. Armenia ha tenido al respecto numerosos enfrentamientos precisamente con Israel, impugnando la pretensión israelí al “copyright” exclusivo sobre la tragedia del genocidio bajo la forma de Holocausto nazi.

Esto también vale para los trágicos crímenes cometidos por los regímenes comunistas totalitarios del siglo XX: desde la Unión Soviética a Camboya y China, las responsabilidades precisas de las cúpulas políticas y militares, de estos funestos líderes -desde Lenin hasta Stalin y Krushev, desde Mao Tse Tung Dong al Khmer Rouge- tienden a no ser incluidos en la calificación de genocidio por parte de los gobiernos que sucedieron a esos mismos regímenes.

Así está sucediendo en Turquía: la furibunda reacción de la Cancillería turca ante esta precisa acusación de los Estados Unidos delata la impronta islamista-nacionalista que aún hoy es la plataforma jurídico-institucional que consolida las aspiraciones geopolíticas de este incómodo aliado de Occidente: uno de los primeros actos institucionales que fundaron la Turquía moderna en la que se encarna Erdogan es el Pacto Nacional de los Jóvenes Turcos de 1920, que afirma que el pueblo turco tiene una raíz común musulmana y otomana, que la hace estar unido por la religión, la raza y finalidad.

Turquía vive hoy -en referencia al no reconocimiento del genocidio armenio- la paradójica condición de la estructura constitucional de su Estado, una mezcla de totalitarismo de evidente impronta islamista que confunde religión, Estado y sociedad civil en una única definición legal, y de exasperado nacionalismo panturánico1 que califica de enemigo de la nación todo lo que viene de Occidente: Basta con considerar que el Código Penal turco prevé el delito de «ofensa a la nación turca» contra quien se atreva a atribuir al gobierno turco de la época la responsabilidad del presunto genocidio: las responsabilidades jurídicas y políticas del medio islámico e islamista frente a Occidente son evidentes, el diálogo entre civilizaciones no es unilateral si no existe una plataforma identitaria compartida sobre la que razonar.

Por paradójico que parezca, consideremos que en el plano de las relaciones internacionales el término genocidio sigue siendo objeto de disputa sobre la «propiedad exclusiva» del término: un ejemplo es el discurso de la memoria histórica fuertemente debatido en Israel -tanto en la Knesset, el Parlamento, como en las academias- sobre la cuestión de la exclusividad del genocidio judío y la singularidad de la Shoah. Armenia se ha enfrentado a Israel por esta misma cuestión, desafiando la pretensión israelí de tener «derechos de autor» exclusivos sobre la tragedia del genocidio en forma de Holocausto nazi.

Lo mismo ocurre con las trágicas fechorías criminales cometidas por los regímenes comunistas totalitarios del siglo XX: desde la Unión Soviética hasta Camboya y China, las responsabilidades precisas de las cúpulas políticas y militares de estos desastrosos dirigentes -desde Lenin hasta Stalin y Krushev, pasando por Mao Ze Dong y los Khmers Rouges- no suelen incluirse en la calificación de genocidio de los gobiernos que sucedieron a esos mismos regímenes.

Es el caso de Turquía: la furibunda reacción de la Cancillería turca ante esta precisa acusación estadounidense delata la impronta islamista-nacionalista que aún hoy tiene la plataforma jurídico-institucional sobre la que se cimientan las aspiraciones geopolíticas de este incómodo aliado de Occidente: uno de los primeros actos institucionales que fundaron la Turquía moderna en la que se encarna Erdogan es el Pacto Nacional de los Jóvenes Turcos de 1920, que afirma que el pueblo turco tiene una raíz común musulmana y otomana, que lo hace estar unido por la religión, la raza y el propósito.

Turquía vive hoy -con referencia al no reconocimiento del genocidio armenio- la paradójica condición de la estructura constitucional de su propio Estado, una mezcla de totalitarismo de evidente impronta islamista, que confunde religión, Estado y sociedad civil en una única definición jurídica, y de exasperado nacionalismo panturánico que califica de enemigo de la nación todo lo que proviene de Occidente: basta considerar que el Código Penal turco prevé el delito de «ofensa a la nación turca» contra quien se atreva a atribuir al gobierno turco de la época la responsabilidad del presunto genocidio: las responsabilidades jurídicas y políticas del medio islámico e islamista frente a Occidente son evidentes, el diálogo entre civilizaciones no es unilateral si no existe una plataforma de identidad compartida sobre la cual razonar.

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