Côme de Prévigny
Rennaisance Catholique
Feb. 7, 2023
Juan XXIII quería «una bocanada de aire fresco en la Iglesia» y, sesenta años atrás, las mentes más exaltadas prometieron al mundo católico una verdadera “primavera”, una renovación inesperada que sin duda restituiría esperanza y juventud a la venerable institución. Multitudes iban a llenar los santuarios a la vez que los trabajadores iban a encontrar el camino de vuelta a los baptisterios. Obviamente, pasaron las décadas y las promesas no se cumplieron. En las grandes naves solo se huelen el hedor de la caca de las palomas y el moho causado por la humedad. Las Iglesias quedaron desiertas, los seminarios cerraron y los sueños se frustraron. Con el paso del tiempo, los profetas de buenos augurios inclinaron la cabeza horriblemente, y cada día esconden sus arrugas insinuando que debemos esperar un año más para ver brillar un nuevo amanecer sobre la cristiandad. Hasta hace unos años, observadores bien informados se aventuraron a decirnos que hacían falta cincuenta años para poder recoger los frutos del famoso Concilio. Ahora debemos esperar cien años. «Se necesita un siglo para que un Concilio eche raíces. ¡Entonces tenemos otros cuarenta años para arraigarlo!«, advirtió el papa Francisco sin mostrarse desanimado. ¿Qué hay de cierto en esto? ¿Debemos ser pacientes, o el mensaje central del aggiornamento ya ha sido recibido?
La comparación con el Concilio de Trento
El gran argumento que pide a los cristianos ser cautelosos mientras esperan la renovación de la Iglesia después del Vaticano Segundo, consiste en recurrir a la historia del Concilio de Trento, que duró dos décadas, de 1545 a 1563, y movilizó las energías de cinco Papas sucesivos. En respuesta al gran levantamiento de la Reforma Protestante, este gran evento del mundo católico reenfocó al clero en su misión, aclaró la fe en ciertos puntos de la doctrina de la salvación y la sagrada eucaristía, produjo un catecismo renovado y mejoró considerablemente la vida de la Iglesia. Los impactos que produjo en la institución fueron tales que, a fines del siglo XVII, los santos todavía vivían gracias a soplo de la Contrarreforma para la revitalización del cristianismo moderno. Es más, ¿no se aplicaba aún el famoso Concilio de Trento en Francia, cuando Luis XIII ascendió al trono en 1610? Los seminarios mayores promovidos por los padres del Concilio, ¿no debieron esperar décadas para ser creados, gracias a las grandes intuiciones de San Vicente de Paul o los señores Ollier y Bourdoise?
Eso es un atajo. Sin duda no había prensa, ni radio, y mucho menos internet en el siglo XVI. Sin embargo, los cánones y decretos del Concilio no tardaron en ponerse en práctica. Solo alcanza con ver el fervor de San Carlos Borromeo para convencerse de ello. Tan pronto finalizó el Concilio, solicitó ser eximido de sus mandatos romanos para dedicarse enteramente a sus sacerdotes. Regresó a Milán para multiplicar sus recorridas diocesanas, para fundar un seminario y combatir en todos lados contra los excesos del clero pobremente asistido. Muchos obispos de su tiempo imitaron a este gran confesor de la fe desde el final del siglo XVI. No solo ninguno de ellos obstruyó los puntos doctrinales que los padres habían especificado en Trento, sino que rápidamente adoptaron sus recomendaciones pastorales para solidificar la espiritualidad católica. Uno de los modelos de este episcopado particularmente emprendedor fue San Francisco de Sales, quien entrecruzó la Saboya durante las primeras dos décadas del siglo XVII.
Sin embargo, es habitual alegar que los cánones del Concilio encontraron resistencia en Francia y que, ciertamente, los Parlements nunca los aprobaron oficialmente. La razón de ello no fue en absoluto la oposición doctrinal del país, antes bien el orgullo galo por mantener el control temporal sobre los hospitales. Este detalle, combinado con la preocupación de los reyes de Francia por no fastidiar a los Hugonotes en el centro de un país herido por las Guerras de Religión, hizo que los Parlements se mantuvieran por largo tiempo reticentes a la ratificación de los cánones del Concilio de Trento, mientras los enviados papales y nuncios luchaban por lograr la aprobación de las decisiones de Roma. Pero, realmente, los decretos del Concilio habían sido adoptados por los Obispos franceses a partir de la década de 1580, y muchas de las nuevas medidas habían sido adoptadas por el rey Carlos IX en el Tratado de Blois en 1579 y el Edicto de Melun en 1580. Por lo tanto, podría decirse que el Concilio de Trento fue aplicado en el mundo entero a partir del siglo dieciséis, comenzando por Italia y España. Incluso en la Francia gala, la contrarreforma había sido establecida en las diócesis. Los frutos de ello fueron sentidos y, cincuenta años después del cierre de las sesiones, la práctica religiosa se había fortalecido considerablemente.
¿El Concilio fue malinterpretado?
Es imposible imaginar que el Vaticano Segundo no fue implementado después de las sesiones que reunieron a dos mil quinientos padres entre 1962 y 1965. La movilidad de los Obispos, quienes cruzaron el mundo en pocas horas, y los medios de comunicación que informaron a todo el catolicismo acerca de las grandes decisiones, facilitaron enormemente la penetración en las mentes. Más aún, las medidas tomadas no tardaron en llegar. La más emblemática de ellas, en relación a la liturgia, fue la promulgación de un nuevo misal que fue distribuido a las diócesis de todo el mundo tan solo cinco años después del cierre del Concilio. En ese sentido, la aplicación del Vaticano Segundo fue tan violenta que, desde aquella fecha en adelante, los sacerdotes que se negaron a celebrar los sagrados misterios de acuerdo a la forma renovada fueron condenados uno tras otro, a menos que fueran de edad avanzada. De la misma manera, los viejos catecismos fueron prohibidos para dar lugar a libros renovados. La Ley Canónica también fue reformada. Todos los aspectos de la Iglesia se vieron afectados, desde la vestimenta religiosa a las canciones sagradas, desde las relaciones con los Estados, al diálogo con otras religiones y la organización de las comunidades religiosas. En pocos años, el Concilio había cambiado la faz de la Iglesia.
Frente a los levantamientos que habían provocado, muchas personas observaron errores de transmisión. Pablo VI confesó que tenía la sensación de que “a través de alguna grieta había entrado el humo de Satanás en el templo de Dios,» durante el desarrollo de este gran acontecimiento. En un famoso discurso, Benedicto XVI intentó distinguir el verdadero Concilio, cuyos actores principales fueron los Obispos, del falso Concilio, aquel con el cual los medios habían fantaseado y que, de alguna manera, habían impuesto sobre todo el mundo: «Fue el Concilio de los Padres – el verdadero Concilio –, pero fue también el Concilio de los medios de comunicación. Fue casi un Concilio en sí mismo, y el mundo percibió al Concilio a través de éstos, a través de los medios de comunicación. En consecuencia, el Concilio inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios de comunicación, no el de los Padres.» Sin embargo, si el Vaticano Segundo fue implementado inmediatamente en los seminarios tras el cierre de los debates, no fue debido a los medios. Si los textos se promulgaron para reformar la liturgia en tiempo record, si la actualización de la vida de las congregaciones religiosas fue promulgada a partir de la década de 1960, fueron los prelados de la curia y los Obispos diocesanos quienes llevaron la pluma, no los periodistas.
A la objeción de que el Concilio había sido malinterpretado y su verdadero espíritu debía conocerse, Jean Madiran refutó diciendo que, en el caso del Vaticano Segundo, no podía existir ambigüedad dado que el legislador y el ejecutivo eran un mismo cuerpo. Fueron los Obispos católicos quienes decidieron los cambios y fueron ellos quienes los pusieron en práctica. Por lo tanto, sabían con certeza cómo implementar el famoso Concilio de cual eran tanto autores como intérpretes.
Descristianización por asalto
Durante el tiempo del Concilio de Trento, la Europa cristiana experimentó un resurgimiento del fervor, tal como analizó el historiador Alain Tallon, un especialista en el tema. Desde el siglo XVII en adelante, la asiduidad del clero, el ímpetu de las nuevas congregaciones como la Jesuita, los Lazaristas, los Oratorianos y los Monfortianos, volvieron a cristianizar verdaderamente regiones enteras, y luego evangelizaron el mundo, mientras ciertos sectores habían comenzado a experimentar una marcada descristianización durante las Guerras de Religión. Sin embargo, difícilmente se observa un resurgimiento del fervor después del Vaticano Segundo. En su libro publicado en 2018, Guillaume Cuchet analizó el derrumbe de la práctica religiosa en Francia y explicó “cómo nuestro mundo ha cesado de ser cristiano”. Sin embargo, para él, el año del quiebre fue justamente 1965, durante el cual la práctica colapsó para no volver jamás a los niveles anteriores. No hace falta enroscarse con esto, la era postconciliar es dramática para el catolicismo. En nuestro país, las vocaciones se están secando y las Iglesias de Europa están destinadas, tarde o temprano, a la conversión secular o la destrucción.
Con la globalización de la Iglesia, los corazones intentan por un momento no dejarse abrumar por la desesperanza y toman en consideración las multitudes que llegan del otro lado del mundo. Ahora, el hemisferio sur llega al rescate del moribundo viejo continente y el Papa ya no proviene de aquellas latitudes desilusionadas. Pero tengamos cuidado con el espejismo de las promesas conciliares. Durante sesenta años el catolicismo latinoamericano ha estado en tremendo declive. Ni uno de sus países ha aumentado su proporción de católicos desde el Concilio. Por ejemplo, Colombia, que lo había visto incrementarse un 15% de 1910 a 1970, volvió a perder lo que había ganado entre 1970 y 2014. La Iglesia Romana ya ni siquiera se arroga dos tercios de los brasileros, a pesar de que en la víspera del Vaticano Segundo casi todos eran católicos. Un país como Honduras, donde la participación era cercana al 100 por ciento, ha visto ese número desplomarse por debajo del cincuenta en los últimos años. Los evangelistas y los agnósticos se volvieron mayoría. Por eso debemos ser cautelosos respecto al catolicismo latinoamericano, el cual vive de los fervores que los misioneros le aportaron siglos atrás.
Samuel Beckett escribió su obra más famosa al comienzo de los Gloriosos Treinta [nota del traductor: los treinta años de la posguerra, de un intenso desarrollo económico en Europa occidental], durante los cuales los padres del Concilio prometieron maravillas para esta tierra. Sin duda había algo en el aire de aquellos tiempos. Después de los años de guerra, los hombres de este siglo, intoxicados por un inquebrantable irenismo, desearon con intenciones piadosas asegurarnos el paraíso aquí en la tierra. Pero todo este espíritu se ha esfumado y los defensores habituales del Vaticano Segundo se asemejan, sesenta años después, a los personajes de Esperando a Godot quienes, a lo largo de toda la obra, aguardan la llegada de un personaje que nunca llega. Los días pasan, los años también, y nuestros amigos continúan negando los hechos, creyendo en el florecimiento de frutos que, razonablemente, nunca germinarán. No es momento de recurrir a dudosas comparaciones históricas o promesas de difícil cumplimiento para salvar un documento obsoleto. Sin duda, la rica historia de la Iglesia nos enseña a adoptar una actitud más valiente.
Traducido por Marilina Manteiga. Fuente: https://rorate-caeli.blogspot.com/2023/02/vatican-ii-still-waiting-to-be.html