El Papa Francisco y la Pastilla Roja

En la película de ciencia ficción, Matrix, hay una escena famosa en que se le ofrece al protagonista, Neo, dos pastillas: una azul y una roja. En la distopía que plantea la película, el mundo es gobernado completamente por máquinas y la especie humana está reducida a la esclavitud. Las máquinas han creado una realidad virtual mediante un programa llamado Matrix, donde las personas viven en un sueño inducido y donde todo es producto de ese programa. Si Neo se toma la pastilla azul, se olvidará de todo y volverá a su vida virtual, al Matrix. Si se toma la pastilla roja, se despertará de manera violenta, vivirá en el mundo real, se unirá a la resistencia, y luchará contra la tiranía de las máquinas. En nuestros días esta escena, que a su vez es una adaptación de la fábula de la cueva de Platón, se ha convertido en una metáfora para la encrucijada en la que se encuentran muchas personas en un momento determinado de su vida, frente a los engaños del mundo moderno. Como nos advirtió Nuestro Señor, los últimos tiempos son tiempos de falsos profetas y grandes mentiras, y debemos tener siempre presente Su advertencia: «Mirad que nadie os engañe.» (Mateo 24:4) Cuando uno se da cuenta de que le han estado engañando durante años, tiene dos opciones: la pastilla azul, que significa volver a la cueva, donde lo que vive no son sino sombras de la realidad, un auto-engaño en aras de vivir plácidamente, una huida cobarde ante la adversidad; o la pastilla roja, que significa salir de la cueva, despertar a la Verdad y enfrentarse al Enemigo.

Respecto a la crisis de la Iglesia Católica, muchos fieles se han encontrado en un momento de su vida con este dilema, ante la decisión de tomarse la pastilla azul o la pastilla roja. Gracias a Jorge Bergoglio, ahora Francisco I, muchísimos católicos se han caído del burro. [1] Se han dado cuenta de que el catolicismo que predica la jerarquía y que se practica en la gran mayoría de parroquias del mundo, NO ES EL CATOLICISMO AUTÉNTICO, sino una falsa religión derivada del catolicismo. La manera en que un católico llega a esta conclusión varía enormemente; algunos se hartan de los abusos litúrgicos, de la fealdad de las misas modernistas, y cuando encuentran la Misa tradicional caen en la cuenta de que les han dado gato por liebre. [2] Personalmente aún recuerdo mi primera experiencia de la Misa tradicional, y puedo decir con toda sinceridad que fue como salir de la cueva y ver las cosas a la luz del día por primera vez en mi vida. Por primera vez entendí el significado de la frase, «santo sacrificio de la Misa». Por primera vez experimenté lo que tantas veces había imaginado: la adoración a Dios, como lo harían los santos de antaño. Fue un momento crucial en mi vida espiritual, pero la alegría de haber encontrado esa perla de valor incalculable se mezcló con una rabia muy comprensible. Cuando Nuestro Señor preguntó a sus discípulos ¿Quién entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra? (Mateo 7:9), era una pregunta retórica, pero todos los Papas posconciliares, desde Pablo VI hasta Francisco, nos han dado un rito, que espiritualmente es una piedra, un rito que es incapaz de alimentarnos o de transmitir la verdadera fe católica.

Para otros, su momento de epifanía es debido a un encontronazo con algún sacerdote o religioso heterodoxo, que le hace replantear todas sus certezas acerca de la buena voluntad de la jerarquía. El católico que recibe el desprecio de un cura modernista, y es maltratado por el hecho de ser ortodoxo y querer vivir como debe vivir un seguidor de Cristo, razona de la siguiente manera: si este hombre actúa así, a sabiendas de sus superiores eclesiales, y a pesar de ello, no le cae ningún castigo, significa que sus superiores aprueban, o al menos toleran su comportamiento. Si aprueban o toleran la herejía, ellos mismos son cómplices de la herejía que se extiende por la Iglesia. De hecho, la herejía se extiende por la Iglesia precisamente por la inacción de la jerarquía. Los obispos que se quedan de brazos cruzados, observando pasivamente como los herejes destruyen la fe de los fieles, son pastores que ven llegar al lobo, ven como devora a su rebaño, y se tumban a dormir la siesta. Con la ventaja de la retrospectiva, agradezco enormemente al sacerdote jesuita que me dijo EN CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN, que el dogma del Purgatorio era un invento de la Edad Media y que la Virgen María no fue concebido sin pecado original. Se lo agradezco, porque gracias a sus herejías fui capaz de ver a través de la fachada de la iglesia oficial. Vi claramente que este hombre no era católico, sus superiores tampoco, y que todos los obispos que toleraban estas barbaridades se comportaban más como asalariados que como verdaderos pastores. Al darme cuenta de que esta experiencia personal era muy normal en la «nueva primavera» de la iglesia, me propuse buscar al remanente fiel del que habla las Escrituras, si es que aún quedaba uno. Me tomé la pastilla roja, y desde entonces nunca lo he lamentado.

Otros han descubierto la verdad sobre la crisis de la Iglesia por los escándalos sobre abusos sexuales, que en las últimas décadas han sacudido el catolicismo. Al comprobar que los abusos a niños y seminaristas se cometieron con el conocimiento de los obispos, que decidieron taparlo todo por evitarse problemas, muchos fieles han reaccionado con santa ira, y han denunciado la corrupción de la jerarquía, que llega hasta el mismísimo Papa. Un obispo (¡o un Papa!) que, en lugar de defender a las almas a su cargo de los depredadores sexuales, mira para otro lado porque le importa más una vida fácil que el bien de sus fieles, es un Judas. Hay pocas cosas más despreciables que un padre que abandona a sus hijos ante el peligro. Esto es exactamente lo que han hecho los obispos que han tapado los casos de abusos, mientras las denuncias se amontonaban en sus despachos. Gracias al valiente testimonio del Arzobispo Vigano en el verano de 2018, está comprobado, fuera de cualquier duda razonable, que Francisco conocía la vida depravada del Cardenal McCarrick, el antiguo Arzobispo de Washington D.C. en EEUU, y sabía que su predecesor, Benedicto XVI, había sancionado al cardenal americano y le había retirado de cualquier ministerio público. A pesar de ello, Francisco relanzó su carrera y le encargó importantes misiones diplomáticas para el Vaticano. Es decir, el Papa sabía que McCarrick era un pervertido y un depredador sexual; pero le daba igual. ¿Qué tipo de pastor actúa así? Para colmo, cuando Vigano, un prelado de la curia con conocimiento de primera mano, acusa públicamente al Papa de algo tan grave, y toda la prensa mundial habla del tema, ¿qué responde Francisco a los periodistas? Lo único que se le ocurre es: «no diré una sola palabra».

Michael Vorris, dando caña

Un católico notable que se tomó la pastilla roja tras lo que en EEUU se viene llamando «el verano de la vergüenza» es el periodista estadounidense, Michael Vorris. Siempre se ha caracterizado por criticar ferozmente a los obispos tibios y heterodoxos, pero se había negado a aplicar la misma medida con el Papa. Otros católicos, menos infectados por el virus de la papolatría, le explicaron que no tiene sentido castigar al capitán por seguir órdenes de su general. Le explicaron, por ejemplo, que si el Cardenal Dolan, Arzobispo de Nueva York, permitía que participara un grupo pro-sodomía en el desfile anual de San Patricio, era porque su jefe, el Papa Francisco quería una «apertura» hacía el pecado que clama venganza al Cielo; todos recordamos su comentario: ¿quién soy yo para juzgar? Vorris y su entorno mantuvieron una posición absurda durante los cinco primeros años del pontificado de Francisco; defendían la Tradición, atacaban a todos los obispos heterodoxos, a la vez que callaban sobre los errores doctrinales de Francisco. Tras años fingiendo que la crisis en la Iglesia era culpa de los obispos malos, del entorno del Papa, de los teólogos disidentes, de cualquiera menos el que estaba al mando, el asunto de Vigano fue la gota que colmó el vaso. Al fin Vorris reconoció que Francisco era un peligro para la Iglesia y pidió públicamente su dimisión. Me alegré mucho cuando me enteré de esto, porque Vorris es un valiente y muy hábil defensor de la fe. Es triste que hubiera tardado tanto en tomarse la pastilla roja, pero más vale tarde que nunca.

Otro periodista prominente que se tomó la pastilla roja es Patrick Coffin. De tener un puesto muy goloso en la empresa Catholic Answers, tuvo que buscarse la vida en solitario, tras denunciar los errores modernistas de Francisco. Su momento fue tras la encíclica Amoris Laeticia, cuando comprobó que lo que Francisco quería era efectivamente que los católicos divorciados que se han vuelto a casar, recibieran la comunión. Hubo un intervalo en que teóricamente era posible darle el beneficio de la duda, porque el documento en cuestión era tan ambiguo (intencionadamente) que se podía interpretar de ambas formas; de forma tradicional o de forma heterodoxa. Sin embargo, tras la declaración de los obispos argentinos, asegurando que ellos sí pensaban autorizar la comunión de personas que viven en un estado de adulterio público, y tras la afirmación de Francisco de que ESA interpretación de Amoris era la correcta, Coffin dejó de fingir que «aquí no pasa nada» y dimitió. La empresa Catholic Answers es un trágico ejemplo de como un medio católico puede desvirtuarse por querer defender a ultranza cada palabra que sale de la boca del Papa reinante. De una herramienta apologética poderosa, que ha contribuido a la conversión de muchas personas al catolicismo, se ha transformado en una máquina de propaganda, el Pravda de la Iglesia Católica [3], que en lugar de extender la Verdad, vende papolatría en estado puro.

Darse cuenta de lo que está pasando, y ver por primera vez la podredumbre en la Iglesia, en sí no es tomarse la pastilla roja. Además de caer en la cuenta de la gravedad de la situación, hay que decidirse por un camino, elegir enfrentarse a la dolorosa realidad y tener el valor de combatir. Primero viene la toma de conciencia, después viene la resolución. Hay muchos católicos que saben perfectamente que Francisco no predica el catolicismo auténtico, sino un sucedáneo, una mezcolanza de modernismo, buenismo sesentayochista y neo-marxismo, y, a pesar de saberlo, rehúsan criticar al Papa. No quieren complicarse la vida. Puede ser que se encuentran muy a gusto en su comunidad parroquial, y piensan que criticar abiertamente los errores de Francisco provocaría malestar y hasta tendrían que dejar de frecuentar la parroquia. Puede ser que dependen de alguna manera de la Iglesia para su sustento; el organista de una catedral, el profesor de matemáticas de una escuela católica, el cura del barrio, el administrativo de la diócesis. Cuando te juegas tus habichuelas, requiere coraje oponerse al mal que promueven los de arriba. Reconozco que para mí, un laico que se gana la vida sin depender de la Iglesia, es más fácil que para un «católico profesional». El caso más difícil es de una persona vinculada por votos a la Iglesia. La obediencia a sus superiores logra acallar a la mayoría de sacerdotes y monjas que perciben el problema. Naturalmente, es una obediencia mal entendida, una forma de servilismo eclesial que anula la verdadera libertad, que siempre es la capacidad para hacer el bien. Cuando la gente buena calla por falsa obediencia están haciendo el juego al Enemigo y en el fondo están traicionando a Dios.

Cuando un católico de buena fe se da cuenta de que Francisco no predica el Evangelio de Jesucristo, sino un falso evangelio, empieza a tirar del hilo y remonta hacia atrás para entender cómo es posible que un hombre semejante haya sido nombrado Sumo Pontífice. Inevitablemente, descubre que Francisco no es fruto del azar, sino la consecuencia lógica de décadas de desorientación diabólica en la Iglesia, por utilizar la frase de Sor Lucía, la vidente de Fátima. Tirando del hilo, este católico llega hasta el Concilio Vaticano II y, comparando sus documentos con el Magisterio anterior, consigue sumar dos más dos y concluye que la ortodoxia de documentos como Nostra Aetate es cuanto menos cuestionable. Empieza a entender que las semillas que los teólogos modernistas plantaron en aquel concilio hace 50 años, como por ejemplo la frase que afirma que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, ahora están llegando a su fruición. Empieza a entender que la apostasía actual es fruto de dos cosas: por un lado, aquellos errores doctrinales, que fueron introducidos sibilinamente en los documentos oficiales del Concilio mediante una ambigüedad calculada, y por otro lado, los cambios en la liturgia y la disciplina de la Iglesia que emanaron del «espíritu del Concilio». Si el católico ha llegado hasta aquí y es realmente de buena fe, tomará la firme resolución de resistir todos los errores que la jerarquía ha predicado desde el Concilio, en la medida de lo posible, dejará de asistir a la Misa modernista, en favor de la Misa tradicional, y reorientará su vida, para que se asemeje lo máximo posible a una vida auténticamente católica, como las de antaño. Si hace todo esto, habrá tomado la pastilla roja.

Algunos católicos, ante la magnitud de la corrupción eclesial, se escandalizan hasta el punto de negar que Francisco sea el legítimo Papa. Su razonamiento es el siguiente: este hombre claramente no predica la fe católica, por sus gestos y sus palabras no parece tener ningún amor por las almas, y en lugar de edificar la Iglesia parece que pretende destruirla; por tanto, no puede ser Papa, porque un Papa no actuaría así. No voy a entrar a refutar las tesis del sedevacantismo (algo que ya hice en otro artículo), sino dar una pequeña explicación psicológica de porqué un católico se declina por esta opción. En el fondo, creo que es por la repulsión tan grande que siente ante la Pasión de la Iglesia. Igual que los judíos no pueden creer en un mesías que sufrió y murió como Jesús, por tener una visión mesiánica desviada, los sedevacantistas se resisten a creer en una Iglesia que sufre y parece morir, por no asumir la dolorosa realidad humana de la Iglesia. El dolor de la Pasión de la Iglesia que contemplan es demasiado grande; prefieren negar que ese Cuerpo de Cristo, lacerado por los sacrilegios de los «innovadores litúrgicos», triturado por la herejía, y humillado por la traición de obispos «progresistas», sea realmente la Iglesia fundada y sostenida por Dios.

Tengo un amigo que pasó por esto precisamente (no lo voy a nombrar; él sabe quien es). Ante la terrible confusión que sembraba Francisco al principio de su pontificado, este amigo despertó y empezó a cuestionar todos los cambios que había impulsado el Concilio Vaticano II. Se tomó no una pastilla, sino una pastillaza roja, y descubrió para su horror que durante toda su vida adulta había estado engañado respecto a aspectos esenciales de la fe. Antes que asumir con resignación el dolor que esto provoca en un alma pía, se rebeló y se convenció de que Francisco no era Papa y que desde Juan XXIII tampoco ha habido Papa. Ahora ni siquiera asiste a la Misa tradicional diocesana, por objeciones teológicas con el sacerdote que oficia. Aunque hasta cierto punto comparto su postura, esta intransigencia le obliga a vivir su fe de una forma muy precaria y solitaria. Por una diferencia de opinión con el sacerdote, que generalmente es muy ortodoxo, yo no tengo el lujo de poder cortar radicalmente con la única Misa tradicional dominical a la que tengo acceso; tengo hijos y debo pensar en sus necesidades espirituales. Sospecho que el camino que ha tomado este amigo se debe en gran parte a su pertenencia anterior a uno de los movimientos eclesiales que mejor representa el neo-conservadurismo. Vivió durante muchos años dentro de una burbuja, aprendió a venerar al hombre que ocupaba la cátedra de San Pedro como un santo en vida; le inculcaron el culto a la personalidad del Papa, como si de una estrella de rock se tratara; le acostumbraron a hacer gimnasia mental, a justificar absolutamente TODO lo que hace o dice el Papa, como si la fe católica exigiera un asentimiento acrítico a cada ocurrencia del Papa. Cuando la burbuja de esta papolatría neo-con estalló, gracias a las declaraciones abiertamente heréticas de Francisco, el despertar sería tan brusco, tan violento, que no supo digerir la dura realidad. Pienso que yo he evitado caer en el sedevacantismo por haber abierto los ojos ANTES de la elección de Francisco. Gracias a Dios, poco después de tomarme la pastilla roja entré en contacto con unos santos sacerdotes de la Fraternidad San Pío X. Fue en los primeros años del pontificado de Benedicto XVI, un conservador, por lo que la llegada de Francisco no hizo tambalear mi fe en la Iglesia. Ya era consciente del daño causado por el Concilio, la Nueva Misa y todas las innovaciones de los últimos tiempos.

A medida que avance el desastroso pontificado de Francisco, es cada vez más difícil negar que existe una crisis de fe en la Iglesia, provocada no por factores externos, como la secularización de la sociedad o ideologías y religiones adversas, aunque está claro que esto no ayuda, sino por factores internos. Es el fenómeno que Pablo VI llamó la «auto-demolición de la Iglesia». La catastrófica perdida de almas es el resultado de la estrategia de la jerarquía de «dialogar con el mundo», la misma jerarquía que ha renunciado a su deber de censurar o expulsar a los herejes que confunden a los fieles; la Nueva Misa y todos las innovaciones litúrgicas han sido bendecidas por Roma; en las reuniones interreligiosas de Asís el indiferentismo religioso ha sido fomentado por los mismos Papas que luego se lamentaban por la «apostasía silenciosa» de Occidente. A pesar de todo esto, aún quedan católicos que piensan que lo que hay que hacer ante la crisis es callar y rezar. A estos les respondo con la exclamación de Santa Catalina de Siena, cuya actitud ante la crisis eclesial de su día fue admonestar severamente al Santo Padre: «por el silencio se ha podrido el mundo entero».

Ya no cuelan las excusas de los neo-católicos, que intentan blanquear cada error del Papa. Ya nadie se cree las frases que siempre sacan tras la enésima metedura de Francisco: «la traducción está mal», o «sus palabras están sacadas de contexto». Los católicos profesionales, que se ganan la vida diciéndonos «lo que realmente quiso decir el Papa», han agotado la paciencia de las personas de buena voluntad. Si Francisco de verdad necesita a un ejército de teólogos y expertos en relaciones públicas para hacer llegar al mundo los principios básicos de la fe católica, pienso que sería mejor que dejara paso a otra persona con mayores dotes de comunicación. No es tan complicado entender las verdades de fe; cualquier niño de primera comunión es capaz de ello. Tampoco debería ser necesario estudiar diez años de filosofía o tener conocimientos esotéricos para entender los mensaje del Papa. Sin embargo, los neo-católicos se empeñan en querer convencernos, como si fuéramos idiotas, de que una declaración que va en contra de la fe católica, en realidad es perfectamente ortodoxo; que lo que a todas luces es una innovación, es completamente compatible con la Tradición; y que un cambio en el Catecismo es en el fondo «una continuidad» con el Magisterio anterior. ¿Cuándo se tomarán en serio al Santo Padre, y serán capaces de creer que cuando dice A no quiere decir B? Un ejemplo de este circo mediático es la reacción a las entrevistas entre Francisco y el periodista ateo, Eugenio Scalfari. En dichas entrevistas, según Scalfari, Francisco dijo, entre otras, las siguientes herejías: 1. el Infierno no es eterno, 2. los ateos se pueden salvar, y 3. el proselitismo es una solemne tontería. Los apologetas francisquitas nos advierten de que no podemos tomar en serio lo que escribe Scalfari, porque, aparte de tener 93 años, nunca toma notas escritas en sus entrevistas. Además, sugieren que, por ser izquierdista y ateo, Scalfari tendrá motivos de sobra para tergiversar las palabras de Francisco. Vale, concedo que es posible que las palabras de Francisco fueran mal transcritas en la primera entrevista. ¿Pero en la segunda y la tercera? ¿Y cómo es posible que Francisco no salga para desmentir categóricamente todas las herejías que supuestamente dijo a Scalfari? Si no lo ha hecho, entiendo que suscribe lo que salió publicado. La única otra posibilidad es que Francisco tiene el juicio gravemente defectuoso, si sabiendo por experiencia que Scalfari le va a torcer todas sus palabras y crear confusión en la Iglesia, se presta una y otra vez a entrevistarse con este señor. Hay que escoger entre dos opciones: o Francisco realmente dijo estas herejías, o Francisco es más tonto que un mazo. En cualquier caso, no debería ser Papa. 

Los católicos que han optado por tomarse la pastilla azul y volver a su mundo de fantasía, naturalmente se molestan cuando los que nos hemos tomado la pastilla roja hablamos de temas incómodos. Por perturbar su paz con verdades como templos, nos acusan de fechorías como «atacar a la Iglesia», cuando en realidad somos nosotros quienes la defendemos; nos dicen que somos «duros de corazón», cuando es una obra de misericordia corregir al que yerre; nos preguntan indignados: ¿quiénes sois vosotros para criticar al Papa?, a lo que respondemos: somos soldados de Cristo. Según un neo-católico, criticar al Papa es uno de los pecados imperdonables con el Espíritu Santo. Pero cualquiera que sabe algo de las Sagradas Escrituras, la historia de la Iglesia y el Magisterio, y tiene una pizca de sentido común, sabe que esto es mentira. Lógicamente, hay que tener el cuidado de formular las críticas de manera educada y respetuosa, y nunca hay que olvidar la dignidad del cargo que ostenta la persona a quien nos dirigimos. Si alguna vez he sido irrespetuoso o he utilizado un tono impropio, pido perdón ante todos mis lectores, y ante Dios Todopoderoso. Cada vez que he criticado a la jerarquía católica, ha sido motivado por amor a Cristo y Su Iglesia. Dicho esto, está claro que los católicos sí podemos, y a veces DEBEMOS, criticar a nuestros pastores. Según Santo Tomás de Aquino, los católicos tienen derecho, y a veces hasta LA OBLIGACIÓN, de criticar a sus superiores públicamente, cuando perciben que hay un peligro inminente para la fe. Esta enseñanza la basa en el incidente entre San Pablo y San Pedro, relatado en la Carta a los Gálatas, cuando el primero reprendió «a la cara» al primer Papa, por un comportamiento indigno que causaba confusión entre los fieles. El Código de Derecho Canónico, en su artículo 212/3 recoge el derecho de criticar a los prelados, el Papa incluido. Francisco mismo, ante una reunión de obispos italianos el año pasado, dijo lo siguiente: no es un pecado criticar al Papa. ¿Ahora quiénes son más papistas que el Papa?Creo que he dicho suficiente sobre esto, porque el tema está más claro que el agua.

NOTAS

[1] Caerse del burro, una expresión popular español, que significa darse cuenta de su error.

[2] Dar gato por liebre, otra expresión popular español, que se define así: engañar a una persona, haciendo pasar una cosa por otra mejor.

[3] El periódico Pravda fue el principal órgano de propaganda del régimen soviético durante sus 70 años de poder.

Christopher Fleming
Christopher Fleminghttp://innovissimisdiebus.blogspot.com.es/
De nacionalidad británica. Casado con tres hijos. Profesor de piano y organista. Vive en Murcia, España. Converso del ateísmo y del protestantismo-modernismo. Católico hasta la muerte, por la gracia de Dios.

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