Nos decía Gacougnol, aquel simpático personaje de León Bloy, que hay dos clases de filosofías “si hemos de atenernos a esta innoble palabra”, vale decir: “la teología del Papa y la del “papel higiénico”; la una para el mediodía y la otra para el norte”, y se disponía a explicar esto a aquella “mujer pobre”…
“Antes de su Lutero no hubo nada brillante en el mundo germánico. Al decir “su”, me refiero al Lutero de ese pueblo relajado. Era una ingobernable mezcolanza de quinientos o seiscientos estados, en los que cada uno representaba un hormiguero de cabezas oscuras, impermeables a la luz, a cuyos descendientes no es posible orientar o disciplinar sino a golpes de matraca. La autoridad espiritual actúa sobre ellos como la abeja sobre el estiércol. Lutero tuvo la suprema ventaja de ser el Indecente esperado por los patriarcas de la mendicidad septentrional. Encarnaba a las mil maravillas la bestialidad, la ininteligencia de las cosas profundas y el maloliente orgullo de todos los bebedores de orines de vaca. Naturalmente fue adorado, y todo el norte de Europa se apresuró a olvidar a la Madre Iglesia, para acudir al estiércol de este marrano. El movimiento continuó durante cerca de cuatro siglos y la filosofía alemana, a la que acabo de calificar exactamente, es la más copiosa inmundicia surgida del protestantismo. Eso se llama espíritu de examen, eso se recibe al nacer, lo mismo que la sífilis ¡y se encuentran todavía francesitos mal nacidos que sostienen que eso es muy superior a la intuición de nuestro genio nacional!”.
Pero, para seguir el cuento en parecido tono, recordemos que las laboriosas abejitas germanas libaron con glotonería el detritus luterano y lo fueron transformando en una cultura de camuflada blasfemia que proponía unas poéticas tinieblas para reemplazar la luz clarificante de la Iglesia, tinieblas a cuyo resguardo ocultaron su inconfesable coprofagia intelectual y optimismo material, vianda que les era servida en pulidas lozas de motivos góticos y a la que devoraban al son de las confusas obras de Wagner, las que arteramente habían logrado hacer servir la sagrada liturgia romana como bijouterie y accesorios de su soberbia vulgaridad sentimental. Mientras, una sociedad fabril disfrazada de marcial, amante del bastonazo como inspirador de sus mejores esfuerzos, los ponía a la cabeza de un mundo que se extasiaba en la tecnología que ya se anunciaba en los estridentes vientos de la orquesta.
Esta penumbra romántica que ocultaba la inmundicia de un mundo burgués que desde el vulgo se hisopaba con salchichas y se incensaba con tarros de mostaza, se vertía desde galardonadas universidades que producían a destajo los genios que inundaron al mundo desde sus oscuras fumarolas, avergonzando a los pobres latinos de portar sus mentes rectilíneas, aquellas que a plena luz del brutal mediodía solar del Magisterio evidenciaban, como antaño, un pensar sus milenarias miserias lloradas de rodillas con el susurro claro de un gregoriano sin aspavientos de fondo. “Mea culpa, mea culpa… non sum dignus, non sum dignus”… pero ya eran vetustas estas réprobas fórmulas que respondían a perimidos anatemas y definidas fórmulas escolásticas, cuando la septentrional romanza nos exculpaba (¡no es tu culpa; eres digno!) en difusas diluciones de alambicadas hermenéuticas, y nos hablaba de una humanidad que renacería de frotar sin remordimientos aquellas lámparas paganas, o aún mejor, aquellas valkirias que asistían a los cursos.
Pero no hay bien que dure quinientos años, y cuando las meridionales mentes ( y… ¡ni qué decir las rastreras argucias cachafaces de los sudacas apenas convertidos al jesuitismo más ramplón de un Tehillard de Chardín!), intentaron templar la cuerda de aquella viscosa y romántica niebla de los teólogos de Tubinga, no pudieron otra cosa que volver a abrir la puerta de la letrina de Wittenberg, y disipando las nieblas, desandando las prolijas síntesis del estiércol que trabajosamente formaron las abejitas teutonas para que olvidemos al desfondado cagarrón, lúbrico y voraz, que los inspiró y al que prolijamente escamoteaban por vergüenza; con socarrona ingenuidad, con desdentada risotada de saliva harinosa, rasquetearon con sus pezuñas las marmóreas lozas de los relucientes claustros de la sapiencia germana, y desenterraron con orgullo de perros callejeros los sacos del detritus luterano que aquellos ocultaban con pudor y que, sin embargo, para estos se mostraban tan suculentos a sus morros basureros… “bahh, ¡tanto lio! ¡no era esto de lo que hablaban!”. Y los mostraron orondos moviendo sus colas de pelambres colgajosas, como si hubieran hallado tan simplemente el eslabón perdido que aquellos filósofos habían perdido en la nostalgia brumosa. Para más, lo hicieron con el orgullo imbécil de quien desentierra el hueso que ha ocultado su amo de un viejo crimen, y lo deposita a sus pies frente a los comensales aún pretendiendo el premio de alguna sobra de la académica mesa.
Sin más, y rompiendo el encanto de una promesa del Valhala, entronizaron al hediondo Lutero en el Sancta Sanctorum y convirtieronlo en el chiquero donde engorda a sus anchas el impenitente pródigo, celebrando con orinadas y lúbricas encíclicas el destino final de todas las traiciones, y no dejando al filósofo vago otra vía que la fuga por bambalinas ante el brutal desembozo de la verdadera fuente podrida de sus divagues.
Al final, aquellos rimbombantes acordes del Concilio que parecían traer las notas dulces de las cascadas del rin, no eran otra cosa que el frufrú de las torpes maniobras entre sábanas del sucio Martín con Catalina de Bora, y el gran enigma del etéreo peregrinar nórdico se develaba en el andar pesado y cachaciento de un ramplón emigrante de la vieja península. No había sido un caminar en la duda para establecer un nuevo norte humano… se trataba de una picosa hernia inguinal.
Dardo Juan Calderón