Un «Pacto de las Catacumbas» hasta ahora secreto, surge después de cincuenta años y Francisco le da nueva vida

ROMA (RNS) En la noche del 16 de noviembre de 1965 cuarenta obispos católicos se reunieron para celebrar una misa en la milenaria basílica de las Catacumbas de Sta. Domitila, en las afueras de la Ciudad Eterna. Habían sido convocados secretamente a dicha cita.

Tanto el sitio como la fecha de la liturgia eran de una relevancia profunda. La tradición de la Iglesia marcaba ese espacio como el lugar donde dos soldados romanos fueron ejecutados por convertirse al cristianismo. Bajo los pies de los obispos, y extendiéndose a través de dieciséis kilómetros de túneles, yacían  más de cien mil cristianos: las tumbas de los fieles de las primeras centurias de la Iglesia.

La misa se celebró poco antes de la clausura del Concilio Vaticano II, la histórica reunión mundial de obispos que en el curso de tres años encaminó a la Iglesia por la vía de la reforma hacia un encuentro sin precedentes con el mundo moderno, lanzándola al diálogo con otros cristianos y otras religiones, apoyando la libertad religiosa y trasladando la misa del latín a la lengua vernácula, entre otros muchos seísmos.

Pero, era otra la preocupación entre muchos de los dos mil doscientos clérigos participantes de dicho Concilio Vaticano II: hacer del catolicismo «una iglesia de los pobres», tal y como el papa Juan XXIII propuso poco antes de convocarlo. Los obispos reunidos en aquella misa de las catacumbas, aquella noche de noviembre, se habían consagrado a hacer de ese compromiso una realidad.With his new 25,000-word encyclical, "Mater et Magistra”, Pope John XXIII joined two other pontiffs whose encyclicals on social problems constitute the greatest documents of their kind in the modern history of the church. Religion News Service file photo

Fue así que, al concluir la liturgia a la tenue luz de la bóveda en aquel recinto de la cuarta centuria, cada uno de los prelados se acercó al altar a suscribir su nombre a un breve pero apasionado manifiesto que los comprometía a intentar « vivir según  la costumbre de nuestro pueblo en todo lo que concierne a la vivienda, los alimentos, el transporte y a asuntos relacionados».

Los signatarios prometían renunciar a las posesiones personales, la vestimenta opulenta, así como a «nombres y títulos que denotan prominencia y poder», agregando que el enfoque de su ministerio sería abogar por los pobres y los desvalidos. En todo esto, dijeron, «buscaremos colaboradores en el ministerio para así transformarnos en vivificadores según el Espíritu, y no en dominadores según la palabra; en todo lo posible buscaremos hacernos humanamente presentes y acogedores, y nos mostraremos siempre abiertos a todos, sin importar cuales sean sus creencias».

El documento sería conocido como el ‘Pacto de las Catacumbas’, y los signatarios esperaban que este se convirtiese en un hito y punto de inflexión en la historia de la Iglesia. El ‘Pacto de las Catacumbas’, sin embargo y para todos sus efectos, desapareció.

Apenas se menciona en la extensa bibliografía del Vaticano II y, a pesar de que algunas copias del texto están todavía en circulación, nadie sabe qué ocurrió con el original. El número y el nombre de los signatarios originales es un asunto contencioso, aunque se cree que uno de ellos aún sobrevive: Luigi Bettazzi, de noventa y dos años, obispo emérito de la diócesis italiana de Ivrea.

Con este escenario al estilo Dan Brown y la nebulosidad de la evidencia, el pacto parecía estar destinado a convertirse en otro misterio del Vaticano, en una leyenda urbana para los que escucharon rumores del evento, o en una acotación llamativa en la historia de la Iglesia en vez de un nuevo capítulo.  Pero, en los últimos años, al aproximarse el quincuagésimo aniversario del “Pacto de las Catacumbas” tanto como el del Vaticano II, este notable episodio ha empezado a emerger de las sombras.

Esto se debe, en buena parte, gracias a que un círculo de teólogos e historiadores, especialmente alemanes, han iniciado un diálogo y escrito públicamente acerca de este evento. Su labor dará un gran paso adelante este mes, cuando la Universidad Pontificia Urbaniana, cuya vista domina el Vaticano, auspicie un seminario acerca del legado de este documento.Pope Francis washes the foot of a prisoner at Casal del Marmo youth prison in Rome March 28, 2013. Two young women were among 12 people whose feet Pope Francis washed and kissed at a traditional ceremony in a Rome youth prison on Holy Thursday, the first time a pontiff has included females in the rite. Photo courtesy of REUTERS/Osservatore Romano

Quizá nada ha  revivido y legitimado el “Pacto de las Catacumbas” tanto como la sorpresiva elección en marzo de 2013 del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.

A pesar de que jamás ha citado el “Pacto de las Catacumbas” directamente, Francisco ha evocado su lenguaje y principios, afirmando a los periodistas apenas días después de su elección que deseaba una «Iglesia pobre, para los pobres», rehusando de entrada las galas y prebendas de su oficio y prefiriendo la pensión del Vaticano a hospedarse en el palacio apostólico. Ha hecho hincapié en que todos los obispos deben vivir de manera simple y humilde, y el pontífice también ha exhortado a los pastores a «procurarse el olor de las ovejas», manteniéndose cerca de los más necesitados y siendo acogedores e inclusivos en todo momento.

«Sus planteamientos son, en alto grado, los del ‘Pacto de las Catacumbas’», dijo el cardenal Walter Kasper, un teólogo alemán jubilado e íntimo del Papa, en una entrevista hace unos meses desde su apartamento aledaño al Vaticano.

El ‘Pacto de las Catacumbas’ «fue olvidado», dice Kasper, que menciona el documento en su reciente libro acerca del ideario y teología de Francisco. «Sin embargo él (Francisco) lo está resucitando». Por un tiempo se rumoreó en Roma, incluso, que Francisco visitaría las Catacumbas de Domitila para conmemorar el aniversario. Aunque ese plan, aparentemente, no está entre manos «el ‘Pacto de las Catacumbas’ corre de boca en boca», según Kasper.

«Con el papa Francisco no puede uno ignorar el ‘Pacto de las Catacumbas’», admite Massimo Faggioli, un profesor de historia de la Iglesia en la Universidad de Santo Tomás en St. Paul, Minnesota. «Es la clave para comprenderlo, y a esto se debe que no es un misterio que surja de nuevo en nuestros días». ¿Por qué desapareció dicho pacto? En realidad no desapareció, cuando menos, no para la Iglesia latinoamericana.A view inside the Catacombs of St. Domitilla in Rome. Religion News Service photo by Grant Gallicho

Aquella misa en las catacumbas hace ya cincuenta años estaba encabezada por un obispo belga, Charles-Marie Himmer, y otros europeos progresistas también tomaron parte, aunque el grueso de los celebrantes eran prelados latinoamericanos —tales como el famoso arzobispo brasileño, y campeón de los pobres, dom Helder Camara—estos, como mejor pudieron, fueron quienes mantuvieron vivo el espíritu del ‘Pacto de las Catacumbas’.

El problema es su aglutinación de acontecimientos: la vorágine social de 1968, aunando el drama de la Guerra Fría contra el comunismo y el surgimiento de la teología de la liberación —la cual por dar prioridad al énfasis de los evangelios en la pobreza era juzgada por sus detractores como demasiado apegada al marxismo— todo se confabulaba para hacer radiactivo un documento como el ‘Pacto de las Catacumbas’. «Tenía un olor a comunismo», dice fray Uwe Heisterhoff, un miembro de la Sociedad del Verbo Divino, la comunidad misionera a cargo de las Catacumbas de Santa Domitila.

Incluso en Latinoamérica no se le dio al pacto amplia publicidad por temor a envenenar las labores en pro de la justicia para los pobres. Heisterhoff nos dice que él trabajó en comunidades indígenas en Bolivia durante quince años, y que sólo se enteró de él al llegar a Roma para hacerse cargo de las Catacumbas de Sta. Domitila hace cuatro años.

«Estas cosas eran un tanto peligrosas hasta que llegó Francisco», dice Faggioli. De hecho, algunos informes indican que hasta quinientos obispos, latinoamericanos principalmente, agregaron sus nombres al pacto de modo eventual. Uno de ellos, el arzobispo salvadoreño Oscar Romero, murió acribillado a manos de sicarios patrocinados por el ejército por manifestarse en contra del abuso de los derechos humanos y en favor de los pobres; en la opinión de muchos precisamente por predicar el mensaje del ‘Pacto de las Catacumbas’.

Francisco también parece estar imbuido del espíritu del pacto, aunque no hay indicios de que jamás lo haya firmado. Como sacerdote jesuita, y posteriormente obispo de Argentina durante las turbulentas décadas de los años setenta y ochenta, Francisco se dedicó paulatinamente a la causa de los pobres, al igual que buena parte de la Iglesia latinoamericana.  No es, entonces, sorprendente que este año Francisco impulsara la beatificación de Romero, estancada durante  varias décadas; la semana pasada utilizó palabras sorprendentemente duras para denunciar a aquellos que «calumniaron» la reputación de Romero.

Francisco también estaba al tanto del caso de su colega y compatriota el obispo Enrique Angelelli, un conocido defensor de los pobres que perdió la vida en 1976 en lo que aparentemente fue un accidente automovilístico y que más tarde demostró ser un asesinato por parte de la dictadura militar que regía al país en aquel momento. Angelelli fue uno de los signatarios del ‘Pacto de las Catacumbas’, y Francisco autorizó en el pasado abril el proceso de canonización del obispo caído.  Basilica of Saints Nereus and Achilleus, an underground altar where the Catacomb Pact was signed at a Mass on Nov. 16, 1965. Religion News Service photo by Grant Gallicho

Para muchos en los Estados Unidos las catacumbas han sido usadas primordialmente como un símbolo de persecución, frecuentemente los apologetas tradicionales argumentan que las tendencias secularizantes anuncian un retorno a los días cuando los cristianos se aglomeraban en los túneles por temor a los romanos. Heisterhoff sonríe ante esta noción. «Las catacumbas no eran un lugar para esconderse», nos explica «eran un lugar para orar más que un refugio».

Esta es una puntualización que ha hecho el mismo Francisco, las autoridades romanas sabían dónde se encontraban las catacumbas y los cristianos. El lugar distaba mucho de ser un escondite secreto. Las catacumbas crecieron aún más como el sitio de preferencia para depositar a los muertos una vez que el imperio legalizó la cristiandad en el año 313, ya que los creyentes podían acercarse hasta ellas libremente para honrarlos y rezar por ellos en la esperanza de la resurrección.

Lo que las catacumbas representaban en realidad, dice Heisterhoff, era «una Iglesia sin poder», una Iglesia caracterizada por lo que Francisco ha elogiado como el «testimonio convincente», una visión radical de la simplicidad  y el servicio que el Papa cree necesarios en la Iglesia de hoy.

¿Se puede decir entonces que tanto el ‘Pacto de las Catacumbas’ como su mensaje auténtico del  propio recinto han resurgido para perdurar? Mucho dependerá del tiempo que permanezca Francisco como Papa (cumplirá setenta y nueve años en diciembre) y continúe promoviendo su visión  de una «Iglesia para los pobres». Además, el mensaje económico al centro del ‘Pacto de las Catacumbas’ es tan controvertido hoy como lo fue cuando se firmó hace cincuenta años. El capitalismo quizá le ganó la Guerra Fría al comunismo, aunque la disparidad entre el ingreso al mismo y la injusticia económica perduran, o posiblemente son aún más graves.

«No podemos hacer de nuestro sistema occidental algo absoluto», dice Kasper para explicar el tema del ‘Pacto de las Catacumbas’. «Es un sistema que genera tanta pobreza que es injusto. Los recursos del mundo les pertenecen a todos, a toda la humanidad.  Esto es lo que quiere decir».

LM/MG y David Gibson.

Pacto de las Catacumbas (Domitila)

por una Iglesia sirviente y pobre

Al concluir el Concilio Vaticano II en 1965 cuarenta obispos se reunieron una noche en las Catacumbas de Domitila, en las afueras de Roma. En aquel recinto mortuorio, lugar sagrado para la cristiandad, celebraron la Eucaristía y firmaron un documento, con el sugestivo título de ‘Pacto de las Catacumbas’, que expresaba su compromiso personal como obispos a los ideales del Concilio. El único sitio en el que hemos encontrado una transcripción completa de ese texto ha sido en Chronicle of Vatican II (Crónica del Vaticano II) por el obispo franciscano Boaventura Kloppenburg. El documento se titula Pacto por una Iglesia sirviente y pobre. Se sabe que los obispos estaban liderados por el arzobispo Helder Camara, de Recife en Brasil más ampliamente conocido como uno de los campeones de la justicia y la paz del siglo XX. Más tarde, el cardenal Roger Etchagaray, quien sirvió como presidente honorario del  Consejo Pontificio Justicia y Paz, añadió también su firma.     

Nosotros, los obispos reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias en nuestro estilo de vida en términos de la pobreza evangélica. Motivados uno por el otro, en una iniciativa en la que cada uno ha intentado eludir la ambición y la presunción, nos unimos a todos nuestros hermanos del episcopado y confiamos, ante todo, en la gracia y la fortaleza de Nuestro Señor Jesucristo y en las oraciones de los fieles y sacerdotes de nuestras respectivas diócesis. Nos postramos en reflexión y en oración ante la Trinidad, la Iglesia de Cristo y ante todos los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, en humildad y conscientes de nuestras debilidades, pero con toda la determinación y fortaleza que Dios, por su gracia, desee otorgarnos, y nos comprometemos a lo siguiente:

Intentaremos vivir según  la costumbre de nuestro pueblo en todo lo que concierne a la vivienda, los alimentos, el transporte y asuntos relacionados. Véase Mateo 5,3; 6,33ss; 8,20.

Renunciamos para siempre a cualquier apariencia de opulencia o riqueza, especialmente en el vestido (vestiduras ricas, colores llamativos) y símbolos hechos de materiales preciosos (utilizando solamente aquellos de carácter evangélico). Véase Marcos 6,9; Mateo 10,9-10; Hechos 3,6 (No tengo plata ni oro…).

No poseeremos en nuestro nombre propiedad alguna u otros bienes, ni tendremos cuentas bancarias o cosas parecidas. Si es necesario poseer algo lo pondremos todo en el nombre de la diócesis, en el de obras caritativas o en el de obras de beneficencia. Véase Mateo 6,19-21; Lucas 12, 33-34.

En todo lo posible, encomendaremos las gestiones económicas y materiales de nuestra diócesis a un comité laico competente y consciente de su papel apostólico, para así poder dejar de ser administradores y ser pastores y apóstoles. Véase Mateo 10,8; Hechos 6,1-7.

No deseamos que se dirijan a nosotros, ya sea verbalmente o por escrito, con nombres y títulos que denotan preeminencia o poder (tales como eminencia, excelencia o su señoría). Preferimos ser llamados con el nombre evangélico de «padre». Véase Mateo 20,25-28; 23,6-11; Juan 13,12-15.

En nuestras comunicaciones y relaciones sociales evitaremos todo aquello que pudiera considerarse como una concesión al privilegio, a la preeminencia e incluso a un trato preferencial a los ricos y poderosos (por ejemplo, en los oficios religiosos, o en invitaciones a banquetes dadas u ofrecidas). Véase Lucas 13,12, 14; 1 Corintios 9,14-19.

Asimismo, evitaremos favorecer o fomentar la vanidad de quien sea al momento de solicitar o reconocer el apoyo, o por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros feligreses a considerar sus donativos como una manera común y corriente de participar en  el culto, el apostolado y la acción social. Véase Mateo 6,2-4; Lucas 15,9-13; 2 Corintios 12,4.

Daremos cuanto sea necesario de nuestro tiempo, nuestra reflexión, nuestro corazón, nuestros medios, etc., al oficio apostólico y pastoral de los trabajadores y organizaciones laborales, y a aquellos en condición económicamente débil o de necesidad, sin que esto desmerezca el bienestar de otras personas o grupos en la diócesis.  Apoyaremos a laicos, a religiosos, diáconos y a sacerdotes  para que el Señor llame a evangelizar a los pobres y a los trabajadores, compartiendo su vida y su trabajo con ellos. Véase Lucas 4,18-19; Marcos 6,4; Mateo 11,4-5; Hechos 18,3-4; 20,33-35; 1 Corintios 4,12; 9,1-27.

Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad y de su mutua interdependencia, buscaremos transformar nuestras obras de beneficencia en obras sociales fundadas en la caridad, para así poder tomar a todas las personas en cuenta, como un servicio humilde hacia las agencias públicas responsables. Véase Mateo 25,31-46; Lucas 13,12-14; 13,33-34.

Haremos todo lo posible para que aquellos en posiciones de responsabilidad en nuestros gobiernos y servicios públicos establezcan y hagan respetar la ley, así como las estructuras sociales y las instituciones que fundamentan la justicia, la igualdad y el desarrollo integral y armonioso del individuo, y de todas las personas, para así dar paso a un nuevo orden social digno de las criaturas de Dios. Véase Hechos 2,44-45; 4; 32- 35; 5,4; 2 Corintios 8 y 9; 1 Timoteo 5,16.

En vista de que la colegialidad de los obispos llega a su suprema realización evangélica al servir de manera conjunta a los dos tercios de la humanidad que viven en la miseria cultural y física, nos comprometemos personalmente a: 1) apoyar en lo posible las obras más urgentes de los episcopados de las naciones pobres; y 2) a solicitar conjuntamente, a nivel de organismos internacionales, la adopción de estructuras económicas y culturales que, en vez de producir naciones pobres en un mundo cada vez más rico, hagan posible que las mayorías viviendo en la pobreza se liberen de su miseria. Nos dedicaremos a todo esto a la vez que damos testimonio del Evangelio según el ejemplo del papa Pablo VI en las Naciones Unidas.

Nos comprometemos a compartir nuestras vidas en caridad pastoral con nuestros hermanos en Cristo, los sacerdotes, los religiosos y el laicado, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio.

De la misma manera, nos esforzaremos por «reexaminar nuestras vidas» junto a ellos; buscaremos colaboradores en el ministerio para así transformarnos en vivificadores según el Espíritu, y no en dominadores según la palabra; en todo lo posible buscaremos hacernos humanamente presentes y acogedores, y nos mostraremos siempre abiertos a todos, sin importar cuales sean sus creencias. Véase Marcos 8,34-35; Hechos 6,1-7; 1 Timoteo 3,8, 10.

Al reincorporarnos a nuestras respectivas diócesis daremos a conocer estas resoluciones a nuestros sacerdotes diocesanos solicitando que nos asistan con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.

Que el Señor nos ayude a ser fieles.

[Traducción por Enrique Treviño]

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