
Desde esa fundamentación bíblica, vivamos, o, al menos, tratemos de vivir el amor fraterno como quiere Dios, o sea, desde la caridad participada en la Iglesia y no desde una ambigua solidaridad inserta en una ONG. Pues ni la caridad es mera solidaridad y ni la Iglesia es una empresa de fines de interés temporal. El concepto solidaridad es sobre todo jurídico y contractual: las partes solidarias de un acuerdo establecen mutuos derechos y deberes, de forma que el incumplimiento de una parte puede generar el abandono de la otra. El término solidaridad ha entrado en nuestra Iglesia, en nuestro vocabulario, como efectos de la secularización negativa y mimetismo de la Iglesia con el mundo posmoderno. La caridad está muy por encima de la solidaridad, que a su vez está contenida en ella. Caridad es dar, darse, sin tasa y sin medida, desde un amor que no exige respuesta aunque si la espera. Revisar el himno a la caridad de Pablo a Corintios, es entrar de forma preciosa en su contenido comprometido, generoso y eterno.
Además, la Iglesia no es una ONG, aunque muchos desearían que fuera así. La Iglesia, al vivir la caridad, no solo procura el bien material del desfavorecido, sino que lo acompaña a la vida eterna donde ya no habrá ninguna necesidad del cuerpo o del alma. Llevar a Dios todas las almas, esa es la mayor caridad que vive la Iglesia, y en ese camino entra no solo la labor social sino también la formación evangélica y la celebración sacramental. El sacerdote, hay que decirlo bien claro, no es un “hombre del pueblo” sino “un hombre PARA el pueblo”. Y la diferencia es sensible y casi esencial. Un sacerdote “del pueblo” se queda en el ámbito de lo material y social, pues no reconoce que su vocación viene de Dios a través de la Iglesia. Un sacerdote “para el pueblo” sabe que es “de Cristo” y que se ofrece al pueblo para ayudar a todos a parecerse a Cristo, y en esa labor se incluye la caridad como centro y motor de su ministerio de servicio. Un sacerdote “del pueblo” corre el riesgo de vivir la caridad solo desde la solidaridad, y claudicar la doctrina y principios ante la avalancha de una cultura posmoderna alejada y contraria al evangelio.
Nos encomendamos a la Virgen María, consoladora de los que sufren , para que gracias a su guía en nuestros corazones, vivamos la gran virtud teologal de la caridad y nos mueva a hacerlo Cristo y el prójimo, pero siempre por Cristo y en Cristo.