Al ángel de la Iglesia de Laodicea escríbele:
Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios:
“Conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Y así, porque eres tibio, y no caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca. Porque dices: ,,Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad ,, y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado por el fuego para que te enriquezcas, túnicas blancas para que te vistas y no aparezca la vergüenza de tu desnudez, y colirio con que ungirte los ojos para que veas. Yo, a cuantos amo los reprendo y castigo. Por tanto, ten celo y arrepiéntete. Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo. Al que venza le concederé sentarse conmigo en mi trono, igual que yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono”.
El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. (Ap 3: 14–22)
1. El Problema de la Tibieza.
El contenido de la Carta al Ángel de la Iglesia de Laodicea, última de las Siete destinadas a las Iglesias del Asia Menor, parece una especie de epílogo, un tanto ardiente y hasta agresivo, como si el Espíritu quisiera resumir los contenidos de las Siete Cartas y poner énfasis en el conjunto de sus advertencias. De ahí sus palabras finales, que suenan como un serio aviso recordatorio y que sirve para todas ellas: El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
El estado de tibieza en el hombre es juzgado por el Espíritu con palabras de extrema gravedad: ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío o caliente, voy a vomitarte de mi boca. Por lo que el tema ha de ser considerado con la máxima seriedad (cosa muy diferente de lo que suele hacerse), dada su importancia como factor determinante en la salvación del hombre.
Así pues, conviene examinar ante todo lo que se entiende por el concepto tibieza tal como se desprende de las palabras de la Escritura. Para lo cual podríamos definirlo, como punto inicial de partida y simplificando enteramente la cuestión, como amor imperfecto.
Pero el Amor Perfecto solamente existe en Dios, que es el Ser infinito por excelencia. Aparte de eso, todo amor creado, en cuanto que es una participación del Amor infinito, es por definición imperfecto, de tal modo que podría decirse, utilizando tal vez un lenguaje no demasiado preciso pero inteligible, que esa es su situación normal tal como se da en las criaturas. Aunque no en todas en el mismo grado, por supuesto, puesto que a cada una de ellas le es otorgado el amor a través de la gracia y según la medida de la donación de Cristo.[1]
De ahí que el itinerario espiritual de cada alma discurra por diversos estadios del camino, los cuales van desde lo más imperfecto hasta lo más perfecto, hasta llegar a la cima de la unión con Dios. La situación se especifica en el mundo de la Mística mediante el procedimiento de acudir a las llamadas fases, que abarcan desde los primeros momentos de purificación de la criatura humana que busca a su Creador, pasando por otros de iluminación, hasta llegar por fin al punto final en el que tiene lugar la consumación y perfección del amor. Así queda descrito, por citar un resumen de lo más señalado del tema en la Historia de la Espiritualidad, en el Itinerario del alma hacia Dios o en el Tratado de la Triple Vía de San Buenaventura, en las diferentes Moradas del Castillo Interior de Santa Teresa, o en la difícil Subida al Monte Carmelo a través de las Noches del Sentido y del Espíritu en los escritos de San Juan de la Cruz.
Pero siendo Dios el Sumo Bien y el Último Fin del hombre, el amor con que ha de ser correspondido por parte de éste es prácticamente ilimitado. Y si bien puede decirse que no todos los hombres alcanzarán la suma perfección, es cierto, sin embargo, que todos están obligados a tender hacia ella. El precepto del Señor en este punto es absoluto:Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente.[2] Por otra parte, como dice Santo Tomás, nunca podría el hombre amar a Dios tanto como debería amarlo, ni creer o esperar en Él tanto como debería hacerlo.[3]
Una vez más nos encontramos ante las inflexibles reglas del amor, de las cuales una es la de la reciprocidad. Si una persona otorga libremente su amor a otra, es indudable que espera ser correspondida de la misma manera. Pero Dios ha ofrecido su amor al hombre hasta el sumo grado en que éste era capaz de recibirlo: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito.[4] Y en cuanto a Jesucristo, dice el Evangelio de San Juan que habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.[5]
El hombre fue creado por Dios como su Último Fin con el destino de amar y de ser amado. Y siendo éste el principal objeto de su existencia y lo que constituye la misma esencia de su vida, todo las demás cosas que le rodean se convierten en objetivo secundario y subordinado al primero: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia,[6] decía Jesucristo. Y para el Apóstol San Pablo, la vida del cristiano no podría consistir en otra cosa que en Cristo mismo (Col 3: 3-4). De donde la vida del hombre no tiene más objeto, por lo tanto, que el de amar a Dios:La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios, decía San Ireneo.[7]
De donde se desprende la necesidad del hombre de tender siempre hacia la perfección del amor. Lo que equivale a decir que está obligado a caminar siempre y sin descanso, como miembro que es de la Iglesia itinerante y peregrina. En el camino del amor —ímpetu irresistible que empuja hacia la persona amada— no está contemplada la posibilidad de entregarse a momentos de descanso o de interrupción, como cosa que sería incompatible y contradictoria con el necesario impulso propio del amor: Quien no recoge conmigo, desparrama.[8]
Y siendo el Amor la Suprema realidad que da existencia y sentido a todas las cosas —El Amor, que al Sol mueve y las demás estrellas, según el bello verso con el que Dante cierra su inmortal Poema—, y sobre todo y en primer lugar al hombre mismo como cabeza de la Creación, estamos por fin en situación de asegurar que la tibieza es la lacra de quien no se toma en serio el amor ni por lo tanto tampoco al mismo Dios. El hombre tibio vive en una situación de indiferencia con respecto a Dios y a su Amor pero que, en último término, viene a equivaler a un estado de autosuficiencia, equiparable a lo que sería una actitud de burla con respecto a las realidades últimas que habrían de determinar su existencia.[9] Que en definitiva es el sistema de vida —la aurea mediocritas, que decía Horacio— adoptado por un incalculable número de cristianos y que fue admirablemente descrito por Ernesto Hello:
El hombre verdaderamente mediocre siente un poco de admiración por todas las cosas; aunque no siente entusiasmo por ninguna… Encuentra insolente toda afirmación, porque ésta excluye la proposición contradictoria. Y si eres un poco amigo y otro poco enemigo de todas las cosas, te admirará por sabio y reservado. El hombre mediocre proclama que todas las cosas tienen su lado bueno y su parte mala, y que no se debe ser absoluto en los juicios. Si resueltamente afirmas la verdad, el mediocre dirá que tienes demasiada confianza en ti mismo. El hombre mediocre lamenta que existan dogmas en la religión cristiana; su deseo sería que se enseñase «solamente la moral»; y si le dices que la moral radica sólo en los dogmas, te responderá que exageras… Si un hombre naturalmente mediocre se hace cristiano de verdad, deja en absoluto de ser mediocre… El que ama no es mediocre jamás..[10]
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
[mks_separator style=»solid» height=»5″ ]
[1] Ef 4:7.
[2] Lc 10:27; De 6:5.
[3] Summa. Theol. I–II, q. 64. a. 4.
[4] Jn 3:16.
[5] Jn 13:1.
[6] Jn 10:10.
[7] San Ireneo de Lyón, Adversus Haereses, IV, 20, 7.
[8] Mt 12:30.
[9] En el lenguaje corriente, lo contrario de la seriedad sería la burla o la broma. Pero adoptar una actitud negativa, bien sea de claro rechazo o bien de indiferencia como es el caso de la tibieza, ante los dones de Dios, supone una gravedad en grado equivalente a la magnificencia y magnitud de los regalos o presentes por Él ofrecidos.
[10] Ernesto Hello, L’Homme, II, cap. VIII (citando por Garrigou Lagrange, en Las Tres Edades de la Vida Interior, Ediciones Desclée de Brouwer, Buenos Aires, pag. 231).