Mi Amor,
Hoy es tu cumpleaños, y como regalo te ofrezco esta pequeña meditación. Espero que te guste. Será quizás la primera vez que lees uno de mis artículos, ya que por un lado no te interesan los temas sobre los que escribo, y por otro nunca te ha gustado que yo fuera tan «radical». Podría escribir mucho sobre la tensión que existe entre nosotros por culpa de nuestra manera muy diferente de vivir la religión, sobre el miedo que tienes a mi visión «extremista» de la vida, pero no creo que sea el momento ni el lugar. Hoy sólo quiero felicitarte y reflexionar un poco sobre nosotros. Ya sé que siempre me acusas de ser un jeremías. Pues, ahora intentaré ser positivo, por una vez.
Por cortesía no te recordaré los años que cumples. (Recuerdo una vez cuando era pequeño, en el cumpleaños de mi madre, le pregunté cuántos cumplía. Me respondió muy seriamente que eso jamás se pregunta a una mujer. Lección aprendida.) Sin entrar en cifras, tú dices que ya has alcanzado la edad a partir de la cual una mujer empieza a ir cuesta abajo; vamos, que en adelante estarás cada vez más fea. Pero la primera vez que me dijiste eso fue hace bastante tiempo, y yo no he notado que estés más fea. Al contrario, me pareces cada vez más hermosa. Quizás hay un mecanismo implantado en el hombre que engaña su sentido estético, de manera que sus hijos siempre le parezcan los más guapos y su mujer la más atractiva. Tendría sentido que Dios nos hubiera diseñado así. No lo sé, pero es lo que me pasa a mí. Creéme cuando te digo que cada vez me gustas más.
Te voy a contar una anécdota, algo que vi el otro día, concretamente en la cola de la biblioteca. Estaba detrás de dos chicas que tendrían unos 15 o 16 años. De pronto, para mi sorpresa, una besó a la otra en los labios. Al recuperarme de la sorpresa y el inevitable asco que me provoca el lesbianismo, mi reacción fue de lástima hacía aquellas pobres jóvenes; en plena efervescencia adolescente, con las emociones fuera de control, son fácil presa de la propaganda homosexualista. Y luego me fijé en que iban vestidas casi como si fueran gemelas idénticas; los mismos pantalones cortos de vaquero, los mismos zapatos de payaso, la misma camiseta cinco tallas demasiado grande, con algún lema absurdo en inglés. Hasta tenían el mismo peinado. Caí en la cuenta de que su «amor» no era más que una especie de narcisismo, y que por ello,- en lugar de buscar al otro, han buscado a una copia de sí mismas-, su relación era fundamentalmente estéril.
¿Qué tiene que ver esto con nosotros? Esta triste escena me hizo reflexionar sobre lo diferentes que somos, que es donde radica la grandeza de nuestra relación. No solamente somos diferentes en cosas accidentales, en cuestiones espirituales o políticas, sino en cuestiones esenciales de carácter, que se derivan de ser hombre y mujer. ¡Qué misterio tan grande la unión entre un hombre y una mujer en el matrimonio! ¿Algún día lograré anticiparme a tus deseos, seré capaz de ponerme en tu piel, pensar como piensas tú? Es un reto, porque somos como el día y la noche. Para mí eres tan insondable como un océano, tan exótica como una selva tropical inexplorada, tan atractiva como una cumbre nevada que no ha conquistado nadie. Tú debes pensar que yo también soy de otro planeta, porque me sueles decir que no me entiendes. En realidad los hombres somos muchos más sencillos; somos sota, caballo y rey. Lo que te cuesta es creer que sea tan «primitivo», que no sienta necesidad de expresar sentimientos a todas horas, de comunicarte «cosas íntimas». Es la misma historia que en todos los matrimonios, desde que el hombre es hombre. A medida que salgamos de nuestra comodidad y nos esforcemos por entender al otro y adaptarnos a sus necesidades, aunque sean muy distintas de las nuestras, nuestro matrimonio será fuente de felicidad.
En cuanto a las diferencias accidentales, ¡cuántas veces he deseado que fueras así o asao! Dios sabe las veces que, en plena desesperación, le he preguntado: «¿por qué mi mujer es tan complicada?» Seguramente nuestras diferencias han servido para cultivar en nosotros las virtudes cristianas. Si lo tuviéramos todo fácil en el matrimonio, si pensáramos igual en todo, a lo mejor no hubiéramos tenido que desarrollar tanto la paciencia, la comprensión, la prudencia. Durante nuestro matrimonio nos hemos peleado mucho, sí. Dicen que no te puedes pelear solo; siempre hay algo de culpa en los dos, y no necesariamente será 50% culpa de uno, 50% del otro. Sospecho que la balanza se inclina bastante por mi lado (eres más buena que yo), pero en el fondo eso no importa. Lo que importa es que tras cada discusión nos arrepintamos de lo que hemos hecho mal (por mucha razón que tengamos, siempre hay una buena dosis de soberbia de la que arrepentirse), y nos pidamos perdón mutuamente. Yo reconozco que tengo un genio de mil demonios, y cuando pierdo la paciencia soy capaz de decir y hacer cosas horribles. Gracias por perdonarme mis arrebatos de ira, por aguantarme tantos años. Soy terriblemente egoista, pero con cada reconciliación, con cada abrazo de paz, volvemos a empezar, y la gracia de Dios nos da la fuerza para seguir amándonos.
Ya sabes que desde hace bastante tiempo he optado por no airear nuestras desavenencias sobre la Misa, el Papa, la Tradición, etc. Sabes como pienso, y no merece la pena discutir por esas cosas. Hay que cuidar mucho el matrimonio, y tenemos tres hijos a los que educar. No obstante, rezo todos los días para que alguna vez te conviertas a la Tradición Católica. Si Dios quiere, antes de que me muera apreciarás porqué amo tanto la Misa de siempre, porqué estuve dispuesto, por ejemplo, a conducir 120 kilómetros el otro día para asistir a una Misa en una capilla perdida en el campo. Mientras tanto, seguiré acompañándote a tu Misa moderna y mordiéndome la lengua cuando sale el tema. Sinceramente creo que Dios me pone a prueba; si realmente quiero seguir la Tradición, Él quiere que me cueste. No me saldrá gratis el camino que he escogido. Acepto el precio que tengo que pagar aquí abajo, porque en comparación con las delicias del Cielo es una nadería.
A menudo dices que soy malo, y tienes razón. Es más, cuando te enfadas dices que soy un demonio. Hombre, ni soy un demonio ni soy un santo (aunque de esto último nunca me has acusado). Es cierto que tengo muchos defectos, pero acuérdate de donde vengo. Yo tengo desventaja en esto de las virtudes, porque crecí en un ambiente ateo, algo que hasta hace poco no existía en España. (Ya me contarás dentro de un par de generaciones…) Sueles compararme con tus hermanos, diciendo que son mejores que yo, aunque ninguno de ellos quiera saber nada de la Iglesia. Sin embargo, a su pesar tienen mucho que agradecer a la Iglesia. Fueron bautizados, estudiaron en colegios de monjas, recibieron catequesis, hicieron su Primera Comunión, y crecieron en una sociedad con mucha influencia católica. Aunque ellos no lo sepan, todo eso formó de alguna manera su carácter. Luego, debido a la contradicción que vieron entre lo que les enseñaban en clase de religión por una parte y lo que mamaban en casa por otra, unido al ambiente libertino que predominaba en su juventud, se alejaron de la Iglesia y ahora son ateos practicantes. Pero, a pesar de vivir en pecado, tienen algunas virtudes naturales propias de los católicos. Yo las he tenido que adquirir de mayor, y aún estoy en el empeño.
Te pido que tengas paciencia conmigo, que perdones todos mis defectos (son muchos), y que no pierdas la esperanza. Dios todavía hace milagros. Mayor milagro que seguir casados después de 18 años no conozco; con todas las dificultades que hemos tenido, y todos los pecados que hemos arrastrado. Una y otra vez hemos salido a flote. Si no fuera por Él, desde luego nos habríamos separado hace un montón de años. ¿Cómo íbamos a aguantarnos sin ayuda divina, especialmente tú a mí? Dices que damos mal ejemplo a los que no tienen fe, y en cierto sentido tienes razón. Deberíamos ser más santos. Pero a menudo los árboles no te dejan ver el bosque. El mismo hecho de que seguimos unidos, luchando por amarnos y educar a nuestros hijos, ya es un ejemplo al mundo. Sé que eres perfeccionista, pero ni en mil años llegaré a ser perfecto, así que tienes que trabajar con lo que hay. A pesar de nuestros pecados y desacuerdos, tenemos que aspirar a que en nuestra casa haya armonía, porque San Juan Crisóstomo dice:
Cuando prevalece la armonía, los hijos salen bien criados, el hogar se mantiene ordenado, y los vecinos, los amigos y los parientes elogian el resultado.
El mismo santo nos da la receta para conseguir esa armonía familiar:
Si alguien vive como yo digo [oración y lectura de las Escrituras en familia] y hace que su casa sea una pequeña iglesia, su perfección rivalizará con la de los monjes más santos.
Tenemos que dar gracias a Dios por los años que tienes y por los que hemos pasado juntos. Disfrutemos de cada día que nos regala. Amor mío, te quiero y siempre te querré.
¡FELIZ CUMPLEAÑOS!
Christopher Fleming