Confesión sacramental

“A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis le serán retenidos” [1]

En la actualidad vivimos en una sociedad pagana, podrida, peor que la de Sodoma y Gomorra.  Los habitantes de estas dos ciudades no mataban en el vientre materno a sus hijos, no se jactaban ni promovían la homosexualidad, no asesinaban a sus ancianos, etc.  Esta paganización actual ha degenerado de tal manera que lo sobrenatural ha pretendido ser reducido a lo natural y lo natural por efecto cascada ha quedado reducido a lo meramente animal.  Vivimos como animales y no es exageración, basta con pasear por las veredas de cualquier ciudad del planeta o sintonizar la demoníaca programación televisiva para poder ver y comprobar en instantes la perversión actual.

En este contexto, existen algunas personas que sostienen que Dios no puede ser ofendido por el hombre, que el hombre solo puede “pecar” contra los demás hombres y también están aquellos que conservando algún vestigio de la idea de ofensa a Dios afirman que la persona humana se encuentra condicionada psicológica y sociológicamente por lo que es inimputable de pecado personal por propia culpa.  Unos y otros por tanto han encontrado una auto-justificación, a veces mal educados desde dentro de la Santa Madre Iglesia, y niegan que lo que hacen sea pecado.  Por supuesto, hay una inmensa mayoría que se mantiene indiferente hacia la trascendencia y la Verdad.

Hoy quizá como nunca podemos sentir en carne propia las palabras de Pio XII: “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” [2]

La cruda verdad es que el pecado es nuestro compañero de viaje hasta que nos cierren los ojos al momento de nuestra defunción. Si la Sagrada Escritura dice que “..el justo cae siete veces y se levanta, pero los malvados se hunden en la desgracia” [3] hemos de tomar conciencia de que el pecado, transgresión voluntaria de la ley de Dios cuando se funden en un solo acto la materia grave, la advertencia en el entendimiento y el consentimiento o aceptación por parte de la voluntad, es una realidad que nos toca de manera permanente y real.  Debemos recordar que por un solo pecado mortal nos catapultamos directamente al infierno.  Es por ello que el pecado exige penitencia interior y exterior.  La penitencia interna es aquella por la cual experimentamos “el dolor del corazón y la amargura del alma por los pecados que se han cometido” [4] siendo definida también por el Papa magno de esta manera: “la verdadera penitencia consiste en llorar o detestar los pecados cometidos, y estos no volverlos a cometer” [5].  Ya decía el santo Obispo de Hipona “no basta modificar las costumbres y abandonar los pecados; es necesario dar satisfacción a Dios mediante el dolor de la penitencia, el gemido de la humildad, el sacrificio de la contrición de corazón y las limosnas” [6].  Esta actitud supondrá una conversión total, interior y exterior.  El no estar plenamente conscientes de esta situación nos acarreará la muerte eterna del alma, la privación de Dios, la eterna condenación, “y esto ocurre cuando, plenamente conscientes de nuestra acción, deliberada y libremente rehusamos obedecer a Dios en materia grave. Cuando así lo hacemos, cometemos un pecado mortal, que, claro está, significa que causa la muerte del alma” [7].

En pleno siglo XX lo expresaba claramente San Josemaría Escrivá de Balaguer:

“No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado” [8].

Tenemos claro entonces que el pecado existe, que somos pecadores y que necesitamos del perdón de Dios.  Hoy, quizá más que nunca, hay que aclarar con firmeza que solo Dios puede perdonar nuestros pecados y para ello instituyó el Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación.  No podemos confesarnos solos, ni con una persona que no sea sacerdote, ni acudir al sacramento sin estar arrepentido con dolor por los pecados y con el firme propósito de reparación y conversión.  No podemos vivir pensando que como Dios es misericordioso, y por supuesto que lo es, nos es lícito tener una vida donde nosotros seamos nuestros legisladores y jueces.  Al menos si no queremos engañarnos y procurarnos nuestra propia condenación. Recordemos lo que nos dice Dios a través de la Sagrada Escritura: “no os engañéis; de Dios nadie se burla.” [9].  Tampoco nos escudemos en que “el padre fulano me dijo…” cuando sabemos que lo dicho es contrario a la ley de Dios, ya que nuestro Señor Jesucristo es nuestro legislador, rey y juez, no el padre fulano.  Seamos serios en nuestra relación con Dios.

Resultará útil tener en cuenta lo que tradicionalmente en los catecismos de sana doctrina se señalaban como condiciones necesarias para hacer una buena confesión:

  1. Hacer un examen de conciencia que permita poder recordar los pecados desde la última confesión. El examen de conciencia “es una diligente averiguación de los pecados que se han cometido desde la última confesión bien hecha” [10]. Será conveniente, en la medida de lo posible, hacerlo en presencia de Dios, siempre con cruda sinceridad y con la humildad del publicano en el templo.  Será muy bueno antes de realizar el examen de conciencia dar gracias a Dios por habernos dejado tan hermoso Sacramento, encomendarnos a María Santísima, a nuestro Ángel Custodio y a las almas del purgatorio para que podamos examinarnos bien.  Luego de manera serena y confiada en el Señor haremos un examen serio y profundo considerando uno por uno los Mandamientos de Dios y de la Iglesia juntamente con las obligaciones del propio estado. El tiempo que le debemos dedicar a nuestro examen es aquel que invertiríamos para pensar la mayor decisión de nuestras vidas, no lo podemos hacer a la ligera.
  2. Es requisito esencial tener dolor de los pecados. Es un dolor interior, que podrá ser imperfecto o de atrición (temor del castigo por lo realizado) o perfecto o de contrición (por amor a Dios).  “La palabra contrición quiere decir rompimiento o despedazamiento, como cuando una piedra se rompe y se hace añicos” [11]. Se le da el nombre de contrición “al dolor de los pecados para significar que el corazón duro del pecador en cierto modo se despedaza por el dolor de haber ofendido a Dios” [12].  Ha de ser un dolor interno, porque hemos de mirar y aborrecer el pecado como el mayor de todos los males, pues es ofensa a Dios, sumo Bien.
  • Propósito de enmienda, es decir, tener una “firme resolución de nunca más pecar y de emplear todos los medios necesarios para evitarlos” [13]. Para que el propósito sea bueno ha de tener tres condiciones: ha de ser absoluto, universal y eficaz. Es decir sin condición de tiempo, lugar o persona, tener una férrea voluntad de evitar cualquier pecado mortal, con una resolución firme de perderlo todo antes que volver a pecar, a huir de ocasiones peligrosas, a desarraigar los malos hábitos y a cumplir las obligaciones contraídas a consecuencia de nuestros pecados.
  1. Acusarnos de nuestros pecados ante el sacerdote. Lo realizaremos de manera individual, auricular y secreta. La misma deberá ser humilde, entera, sincera, prudente y breve.  Nos acusaremos de todos nuestros pecados mortales aunque es muy bueno también acusarse de los pecados veniales.  La humildad se verá reflejada si la hacemos “con los sentimientos de un delincuente que reconoce su culpa ante un juez” [14].  Deberemos confesar todos nuestros pecados mortales indicando la materia, la cantidad y las circunstancias. En la confesión hemos de acusarnos de nuestros pecados tal cual son, sin excusarnos, disminuirlos ni aumentarlos. Debemos utilizar términos modestos  y guardarnos de no descubrir pecados ajenos.  Debemos ser breves tratando de evitar contar nada inútil al confesor.
  2. Satisfacer con el cumplimiento de la penitencia impuesta por el sacerdote. Mediante la realización de la acción impuesta por el confesor, el penitente desagravia en alguna manera a la justicia de Dios por los pecados cometidos. Se nos impone una penitencia luego de la confesión, porque de ordinario, luego de la absolución sacramental que perdona la culpa y la pena eterna queda una pena temporal que se ha de pagar en este mundo o en el purgatorio.  La penitencia que nos impone el sacerdote no basta de ordinario para pagar toda la pena debida por los pecados, por lo tanto debemos procurar imponernos penitencias voluntarias como oración, ayuno y limosna.  El penitente, después de la confesión, además de la penitencia, si ha perjudicado injustamente al prójimo en la hacienda o en la honra, o si ha dado escándalo, debe lo más pronto posible restituirle la hacienda, reparar la honra y remediar el escándalo.

Finalmente, una buena confesión nos perdona los pecados cometidos y nos da la gracia de Dios, nos restituye la paz y la tranquilidad de conciencia, nos vuelve a abrir las puertas del paraíso y trueca la pena eterna del infierno en pena temporal, nos preserva de las recaídas y nos hace capaces del tesoro de las indulgencias.

En esta Cuaresma que transitamos hagamos el firme propósito de hacer una buena confesión sacramental junto con un apostolado de la confesión, de manera que con la ayuda de la gracia divina colaboremos en llevar a todos los hombres que más podamos al tribunal del Amor.  Que nos interpelen las palabras de San Josemaría respecto a este Sacramento para que queramos de verdad a nuestros amigos y rezando por ellos les hablemos de la belleza del sacramento: “si no llegáis hasta ahí en vuestro trato con amigos y compañeros, si os limitáis a conversaciones teóricas o inoperantes, estáis andando por las ramas”. [15]

Sancta María, refugium peccatorum: ora pro nobis.

Darío Lorenzatti

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[1] San Juan 20,23

[2] Pio XII, Discurso y radiomensaje, VIII, 1946,288

[3] Proverbios 24,16

[4] San Ambrosio

[5] San Gregorio Magno

[6] San Agustín, sermón 351, c.5,12

[7] La fe explicada, Leo J. Trese

[8] Camino, punto 386

[9] Gálatas 6,7

[10] Catecismo mayor de San Pio X, punto 697

[11] Catecismo mayor de San Pio X, punto 684

[12] Catecismo mayor de San Pio X, punto 685

[13] Catecismo mayor de San Pio X, punto 732

[14] Catecismo mayor de San Pio X, punto 746

[15] San Josemaría Escrivá de Balaguer, carta del 9 de enero de 1978

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