Desacralización de la liturgia

Introducción

El artículo 7 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia [1] dice que “toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sacra por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia”. Si la liturgia es “acción sagrada por excelencia”, la desacralización de la liturgia sería en estricta consecuencia, la destrucción simple y llana de la misma, así como el atentado supremo contra lo sagrado.

Vamos a dividir nuestra exposición en tres partes. En primer lugar, expondremos de manera sucinta que es la liturgia. Luego analizaremos lo que quiere decir sagrado: el concepto de lo sacro. Y, finalmente, describiremos las principales desacralizaciones que en nuestro tiempo están afectando el ámbito sagrado de la liturgia.

I. Qué es la Liturgia

En toda acción litúrgica encontramos tres elementos esenciales:

signos sensibles, instituidos por Cristo o por la Iglesia;

tales signos son eficaces de lo que significan

y ordenados a la santificación de los hombres y a la glorificación de Dios.

A estos tres puntos sustanciales de toda auténtica liturgia aluden expresamente las palabras del Concilio en el mismo art. 7, donde se dice que “en la liturgia los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Cristo, es decir la Cabeza y los miembros, ejerce el culto público íntegro”. Y el art. 10 concluye de manera semejante: “Por tanto, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia, como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”.

Es decir que en la liturgia Dios santifica a la Iglesia y la Iglesia glorifica a Dios. Todo ello por medio de Cristo. El culto de la Iglesia no es otra cosa que la participación de la Iglesia en el culto que Cristo, como Cabeza del Cuerpo, rinde a Dios, en el ejercicio de su sacerdocio continuado en, por y con la Iglesia.

Reuniendo todos esos elementos, el P. Vagaggini2 define la liturgia como “el conjunto de signos sensibles de cosas sagradas, instituidos por Cristo o por la Iglesia, eficaces, cada uno a su modo, de aquello que significan, y por los cuales el Padre por medio de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en la presencia del Espíritu Santo, uniéndose a Cristo, su Cabeza y Sacerdote, por su medio rinde como cuerpo culto a Dios”3. Definición kilométrica, sin duda, pero no por ello menos jugosa. Por eliminación de lo prescindible, podríamos quedarnos con esta breve definición: “la liturgia es el conjunto de signos sensibles y eficaces de la santificación y del culto de la Iglesia”.

Cristo mismo fue una “liturgia viva”. Porque en Él se conjugan maravillosamente la santificación de su naturaleza humana y el culto que como hombre tributaba a Dios Padre. Según enseña Santo Tomás, en la santificación es Dios quien mira al hombre, y en la glorificación es el hombre el que mira a Dios. Pues bien, en Cristo hay una íntima compenetración de lo divino y de lo humano, de la acción divina que santifica y de la respuesta humana que glorifica. Este doble acto: santificación y glorificación, acaece en toda celebración litúrgica. En algunos sacramentos, es cierto, predomina más el aspecto santificante; en otros, el glorificante. Pero en todos coexisten ambos elementos. La Eucaristía, que constituye como la plenitud de todos los sacramentos, es el ápice de la santificación del hombre y de la glorificación de Dios. Por eso la Misa es el centro de toda la liturgia.

II. Qué es lo Sacro

Decimos que la liturgia es sagrada; así hablamos de la “sagrada liturgia” o de la “santa liturgia”. Hemos descrito lo que es liturgia. Determinemos ahora el sentido de la palabra “sagrado”, lo sacro. Porque, como decía el Concilio en el texto precitado, “la liturgia es acción sagrada por excelencia”.

La palabra “santo” se opone a aquello que es corriente, común, habitual. Así, entre los griegos, el trozo de tierra sobre el que se edificaba el templo era un lugar entresacado del resto del terreno y dedicado a los dioses. El adjetivo latino “sanctus” proviene de “sancire”, que originariamente significaba la limitación de un lugar, el señalarle los límites que lo separaban del resto. Sagrado es lo distinto, lo separado del común, lo que se distingue de aquello que se llama “profano”. Profano no quiere decir malo; quiere decir lo que está situado “fuera” de lo estrictamente sagrado. Sagrada es pues la cosa que se extrae de lo corriente y se dedica a Dios, entrando en cierto modo en la esfera de las cosas divinas. No me demoro en el análisis de esta palabra porque ya lo ha hecho magistralmente Pieper en un artículo que envió a la Revista “Mikael (Nº 2) bajo el título “Sacralidad o desacralización”.

Pero ¿qué es propiamente lo sagrado? No conozco sobre ello análisis más notable que el elaborado por Rudolph Otto, autor protestante, en su libro “Das Heilige”. Tomando distancia de los errores que provienen de su cosmovisión religiosa, rescatemos lo rescatable, que es mucho, y muy hermoso.

Otto, como buen protestante, intenta acceder a lo sagrado no tanto definiendo lo que es en sí, cuanto tratando de describir fenomenológicamente lo que se experimenta ante lo sagrado, el sentimiento de lo sagrado. Es muy difícil expresar de una manera adecuada el contenido de dicho sentimiento. En líneas generales, lo sagrado se le manifiesta como algo “tremendum” al mismo tiempo que “fascinans”, tremendo y fascinante al mismo tiempo. En presencia de lo sagrado, uno siente su propia pequeñez frente a tanta grandeza, y a la vez atractivo encandilante. Analicemos estos dos aspectos.

Ante todo, lo sagrado es lo “tremendum”. Lo primero que sentimos frente a lo sagrado, frente a Dios, a lo sacro, es decir lo que es relativo a Dios, o es de Dios, lo divino, es un cierto temor, un temor muy especial, porque es un temor religioso; temor que ninguna cosa creada, aun la más amenazante y poderosa, es capaz de inspirar en el mismo grado.

Este sentimiento de temor dice relación con la “majestas” divina. Dios es majestuoso, es majestad, nosotros somos pequeños, miserables. Dios es fuerza, poder, preponderancia absoluta; delante de Él no somos sino simples “creaturas”. Frente a su Majestad, nuestra creaturidad, fundamento último de la humildad religiosa; sentimiento de esencial dependencia de quien no es sino creatura, sensación de dependencia absoluta en relación con la soberanía absoluta. De ahí, el ambiente de “solemnidad” que normalmente rodea a lo sacro, lo cual no es sino el eco del propio anonadamiento frente a la “majestad” del Todopoderoso. La solemnidad es la respuesta de la creatura que ha comparecido ante lo “misterioso”, lo admirable, lo que deja estupefacto por su grandeza y majestad, por su inefabilidad.

Pero esto no es todo. El temor ante lo sacro no es sólo la actitud que brota de la toma de conciencia de la propia creaturidad. Es también el efecto de otra experiencia interior: la de saberse pecador. Porque lo sacro se manifiesta a la vez como “lo santo”, lo eminentemente santo. Es lo que sentía Isaías cuando, en presencia del Señor, no supo sino exclamar: “Sanctus, sanctus, sanctus”. Frente al Sacro, al Santo, ponderamos nuestra profanidad pecadora. “Tu solus Sanctus, Tu solus Dominus”, se dice en el Gloria de la Misa.

En segundo lugar, sagrado es lo “fascinans”. Pues lo sagrado no sólo es aquello que provoca el temor sacro, la sensación de inefabilidad, de solemnidad, sino también lo que tiene el poder de fascinar, de atraer, de cautivar. Lo sagrado es atractivo, fascinante. La cosa no deja de ser notable: el ser creado que tiembla ante la omnipotencia de su Creador, el pecador que experimenta la infinita distancia que lo separa del Santo, se siente al mismo tiempo entrañablemente atraído hacia Él, experimentando incluso el deseo de unirse con Él. Lo sagrado seduce, rapta, se apodera del alma hasta producir en ella una suerte de embriaguez mística.

Por eso lo sagrado es objeto de deseo, de búsqueda, de posesión. Y por eso también el contacto con lo sagrado procura una felicidad inaudita, de tal naturaleza que no se puede expresar ni hacer comprender en qué consiste; sólo se la aborda en la experiencia gozosa. “Lo que ni ojo vio, ni oído oyó”. Es el “entusiasmo”, en el sentido original de la palabra, es decir el “endiosamiento”. Cuando el alma quiere balbucir su experiencia, se ve obligada a desechar las imágenes y sólo le resta un recurso: las expresiones negativas. Y así habla de lo “inmenso”, lo “infinito”, lo “inefable”, lo “incomprensible”, única manera de expresar, aun advirtiendo la total inadecuación de los términos, la grandeza fascinante de lo sacro. Fascinante: plenitud de sobrehumana felicidad que deja entrever la presencia de lo sagrado, cuyo contacto invade el alma de una paz indecible.

Tal sería en pocas palabras la experiencia de lo sacro. Una rara mezcla de temor y de deseo. «Mysterium tremendum et fascinans», repulsión y atracción, maravillosa armonía de contrastes, no exento de un elemento estético, de sublimidad estética. San Agustín lo expresó de manera admirable: «Inhorresco et inardesco. Inhorresco in quantum dissimilis ei sum. Inardesco in quantum similis ei sum». Si obviamos uno de los dos aspectos, diluimos la experiencia de lo sacro. Si para nosotros lo sacro es sólo lo temible, caemos en una actitud de tipo jansenista, de huida ante el repudio que nuestra omnímoda miseria provoca de parte de Dios; si para nosotros lo sacro es tan sólo lo fascinante, estamos de hecho rebajando lo divino, poniéndolo a nuestro nivel. «Inhorresco et inardesco».

III. Atentados contra la Sacralidad de la Liturgia

La liturgia, que es, como decíamos al comienzo, “acción sacra por excelencia” sufre en la actualidad un grave atentado precisamente contra el carácter sacral que la tipifica. Lo podemos advertir en diversos niveles.

1. Contra el aspecto glorificante

Hemos dicho que la liturgia se orienta hacia dos fines esenciales: la santificación del hombre y la glorificación de Dios. Lo primordial es en ella la glorificación de Dios. Aun su capacidad de santificar se ordena a la glorificación de Dios. Ya lo decía San Ireneo: “Gloria Dei, homo vivens”. La gloria de Dios es el hombre santo, el hombre que vive movido por el Espíritu Santo. Es decir que la santificación del hombre no es algo que termina en el hombre, sino que se subordina a la gloria de Dios, es un homenaje a Dios, un canto a la gloria de Dios. Por eso la liturgia es, antes que nada, la glorificación de Dios.

Pues bien, en nuestros días se atenta gravemente contra esta ordenación primordial de la liturgia, rebajándola al plano meramente sociológico. Esto se advierte de manera peculiar en el ámbito de los sacramentos. Algunos autores y algunas experiencias tienden a diluir el aspecto vertical, glorificante, de los sacramentos, en pro de lo temporal, de lo histórico. Y así, por ejemplo, cuando se habla del Bautismo, se insiste en su aspecto de “incorporación a la comunidad”, omitiéndose o, al menos, infravalorándose su carácter de “configuración a Cristo crucificado”, gracias a lo cual el niño, liberado de la tiranía del demonio, se hace capaz de glorificar a Dios. Veamos cómo lo explica un autor de esta tendencia, el P. Juan Luis Segundo: “Cuando se bautiza a un niño, dice, el ritual prescribe unas oraciones para echar al demonio de la criatura. Molesta tanto eso, que yo conozco sacerdotes que suprimen esos exorcismos o los dicen en latín para que no se entiendan. ¿Por qué, en una comunidad cristiana viva y real, no ensayar una tercera posibilidad: nombrar, con nombre y apellido, a ese demonio que se pretende expulsar? ¿Por qué no, si se trata de un demonio histórico? ¿De una fuerza que lucha históricamente con la fuerza del amor que Cristo trae? Si se trata de una criatura pobre, por ejemplo, ¿por qué no decir: «Sal, espíritu inmundo del capitalismo, de este niño para que entre en la sociedad como una esperanza creadora, y no como un peón más»? Y si se trata de un rico, ¿por qué no decir: «Sal, espíritu inmundo del lucro, de este niño para que en adelante pueda tener relaciones humanas y no cosificadas con los demás hombres»…? Y, por supuesto, atenerse a las consecuencias. Simples ejemplos de la manera cómo un sacramento puede y debe ser, en una iglesia nueva, desideologizada: una celebración y una preparación de la liberación histórica” (Cf. Fe cristiana y cambio social en América Latina. Sígueme, Salamanca, 1973, pág. 208).

En el sacramento de la Penitencia, para poner otro ejemplo, se subraya excesivamente la “reconciliación con la Iglesia” mientras se deja en un cono de sombra aquello que es primario en este sacramento, cual es la reconciliación personal con Dios ofendido, a quien se glorifica con esta actitud.

La Eucaristía es considerada como un “encuentro de hermanos”, reunidos en torno a una mesa común, más que como el acto supremo de la glorificación de Dios —por Cristo, con Cristo y en Cristo, te damos a Ti, Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria—.

Todas aquellas afirmaciones, si se las entiende bien, son verdaderas: el Bautismo es “incorporación a la comunidad”, la Penitencia es “reconciliación con la Iglesia”, la Eucaristía es “encuentro entre hermanos”. Pero pasan a ser erróneas cuando se omite el otro aspecto de la realidad sacramental, que es en el fondo el más importante: la relación con Dios, el culto y la glorificación de Dios. La verdad no admite parcializaciones. Silenciar un aspecto —y en este caso el más importante— es falsear la realidad de las cosas.

2. Contra el aspecto santificante

La liturgia, decíamos, se ordena a la glorificación de Dios pero también a la santificación del hombre. Participamos en el culto no sólo para honrar a Dios sino también para ponernos en contacto con Él, para llenarnos de Dios. Sobre todo la Misa, que es el momento culminante de toda la liturgia, constituye la fuente suprema de toda santificación.

Ahora bien, ocurre con frecuencia que el que va a Misa no lo hace con una actitud receptiva. Su disposición es más bien la del que va a actuar, a hablar, a comunicar, no tanto la de quien va a recibir. La gracia es un don que se recibe, no un botín que se conquista. Hoy predomina una suerte de pelagianismo espiritual. El influjo del espíritu prometeico, tan característico de nuestro tiempo, y que encuentra su expresión más acabada en el marxismo, se hace sentir en el interior de la Iglesia. Hoy el hombre es proclive a creerse salvador del mundo y de sí mismo; cree que gracias al progreso de la técnica va a construir el soñado paraíso en la tierra. Esta actitud contrasta con la que se requiere para tomar parte en una liturgia que implica un don que, por así decir, viene de arriba hacia abajo: la santificación. El derramarse de la gracia divina requiere una tierra bien dispuesta. El hombre moderno no parece sentir necesidad de salvación. Tal mentalidad se va metiendo en la Iglesia.

3. Contra el aspecto contemplativo

La liturgia, precisamente por ser para la gloria de Dios, exige una cierta capacidad de contemplación. El fiel se sumerge en el culto para postrarse delante del Santo, del Sacro. La liturgia es teocéntrica, tiene a Dios por centro, por meta. No es antropocéntrica.

Pues bien, nuestra época está signada por una definida tendencia horizontalista. Esa tendencia atenta, de hecho, contra el sentido de la contemplación, como si el hecho de adorar a Dios gratuitamente fuera el producto de un cristianismo superado, trasnochado, una especie de “opio del pueblo”, que impide a los cristianos dedicarse a tareas verdaderamente “útiles”. Lo importante, se dice, no es la quieta contemplación: lo importante es el telón de fondo del obrar cotidiano, [que] se refleja también en el ámbito de la liturgia, en el marco de los ritos. Lo que hoy se propicia es una liturgia en constante evolución. Evidentemente, tal actitud de espíritu no ayuda para nada a la contemplación. El que quiere contemplar debe “repetir” las mismas cosas, volver sobre ellas, “rumiarlas”, sólo así podrá profundizarlas, penetrarlas más y más. Si en lugar de ello accede al cambio, fácilmente la distracción prima sobre la contemplación. El deseo de cambio incesante, ese cierto donjuanismo espiritual, es realmente disolvente de todo proyecto de adoración o contemplación, evacuando así en la práctica uno de los aspectos esenciales del culto de la Iglesia. Si cuando voy a la Iglesia “no sé qué va a pasar”, si hay allí ilimitada capacidad de cambio, entonces ¿qué podré contemplar? Contemplaré lo que se le ocurra hacer al que celebra… pero no el misterio tremendo y fascinante, por cierto.

4. Contra el aspecto de solemnidad

Dijimos que la liturgia debe celebrarse en un ambiente de cierta solemnidad, que es como el marco de lo sacro. Un médico que efectúa una operación quirúrgica, adopta una actitud seria pero no solemne. En cambio, un hombre en adoración envuelve su gesto en una atmósfera típicamente religiosa que denominamos solemnidad. Ello acaece sobre todo en la liturgia. Quien de veras toma parte en un acto cultural se siente incapaz de hacer bromas; se experimenta mirado por Alguien que infunde profundo respeto, reverencia y sumisión; al sentirse concentrado en lo divino, toma conciencia aguda de la majestad de Dios y del poco precio de sí mismo. Para fomentar esa actitud la Iglesia ha rodeado a su culto de solemnidad: ornamentos, velas, incienso, grandeza, majestuosidad.

Ahora bien, en nuestros días se va abriendo paso una tendencia a barrer con todo resto de solemnidad en la liturgia. Se piensa que la solemnidad es algo que pertenece a épocas medievales, que no hace juego con el ambiente democrático hoy reinante. Y así irrumpe en el culto, otrora sagrado, un espíritu que no es sólo de sobriedad —lo cual no estaría mal, ya que la sobriedad no es incompatible con la solemnidad— sino propiamente de vulgaridad o chabacanería en los gestos, actitudes y vestidos. Que el celebrante sea una especie de “dirigente”, que al principio de la Misa se dirija a los fieles con un saludo tomado de la vida ordinaria: ¡Hola, qué tal!, y se despida de manera semejante, al modo de un locutor de televisión: ¡Qué terminen de pasar una feliz velada! Y que no se excluyan las bromas, porque “hay que sentirse como en su casa”. Conozco el caso de un sacerdote que recomendaba ir fumando a comulgar, precisamente para que los fieles no considerasen la Eucaristía como algo temible, sino algo común, cotidiano, casero. Esto es la destrucción de la liturgia.

5. Contra el aspecto ritual

Una de las características sacrales de la liturgia es su aspecto ritual. La liturgia no es algo que se inventa, sino algo que pertenece en cierto modo a la “tradición”, en el sentido más noble de la palabra: al “traditium”. El ritual de la liturgia me llega de manos de la autoridad jerárquica, subrayándose así la seriedad del culto católico. El acatamiento al ritual común es lo que confiere universalidad a la liturgia. Lo sagrado pide un lenguaje sagrado, un gesto sagrado, un ritual sagrado, en cierta forma intangible.

Pues bien, la mentalidad moderna es alérgica a la disciplina de la autoridad. Se confunde acatamiento al “ritual” con “ritualismo”. Se juzga que la ceremonia litúrgica debe ser más que el producto de la decisión de la autoridad competente, el fruto de la espontaneidad, el libre juego de lo que cada uno siente, un espontáneo expresarse de sí mismo, “qué me dice esto a mí”… Y así nos enteramos por las revistas —si no por la experiencia personal— de la aparición de liturgias de nuevo cuño, elaboradas a partir de puntos de vista predominantemente antropológicos y sociológicos, que poco o nada tienen que ver con el ritual que nos llega verticalmente, por decisión de la autoridad, la cual, no lo olvidemos, deja siempre cierto margen a la libre iniciativa. El Papa Pablo VI, recientemente fallecido, aludió en una de sus audiencias a este fenómeno de nuestro tiempo: “Quisiéramos exhortar a las personas de buena voluntad, sacerdotes y fieles, a no tolerar este indócil particularismo que ofende, además de la ley canónica, el corazón del culto católico, que es la comunión: la comunión con Dios y la comunión con los hermanos, de la que es mediador el sacerdote ministerial, autorizado por el Obispo. Semejante particularismo —prosigue el Papa— tiende a formar su «iglesita», o tal vez su secta, es decir a apartarse de la «estructura» institucional, como se dice hoy, de la Iglesia auténtica, real y humana, para hacerse la ilusión de poseer un cristianismo libre y puramente carismático, pero en realidad amorfo, evanescente o yuxtapuesto al soplo «de todo viento», de la pasión, de la moda, o del interés temporal o político. Esta tendencia a separarse gradual y obstinadamente de la autoridad y de la comunión de la Iglesia puede llevar desgraciadamente muy lejos. No, como han dicho algunos, a las catacumbas, sino fuera de la Iglesia. Puede constituir, finalmente, una huida, una ruptura, y por consiguiente un escándalo, una ruina. No construye; destruye”4.

No nos parece oportuno, ni contamos con tiempo para ello, poner más ejemplos, algunos de los cuales no carecerían de comicidad, o, mejor dicho, de tragicomicidad, ya que se está jugando con lo sagrado. Baste lo afirmado por el Papa.

6. Contra el aspecto jerárquico

La liturgia es un acto eminentemente jerárquico. No sólo porque, como acabamos de verlo, su ritual está establecido por la Jerarquía eclesiástica, sino también porque aún dentro de la celebración se da una jerarquía. Hay alguien que preside, que oficia, que celebra, y otros que asisten, que participan. El sacerdote no es sólo “el presidente de la asamblea” en un sentido democrático, sino el que de veras preside, el que hace las veces de Cristo, “alter Christus”; el que presta sus manos y su boca a Cristo para que Él siga realizando su obra de salvación. Esto se hace particularmente claro en la Consagración de la Misa, donde el sacerdote no dice: “Esto es el cuerpo de Cristo”, sino “Esto es mi cuerpo”, ofreciendo sus labios para que Cristo siga pronunciando a través de ellos la fórmula bendita inaugurada en la Última Cena. Si el sacerdote representa a Cristo, los fieles representan a la Iglesia. Cristo-Cabeza y Cristo-Cuerpo, el Cristo total.

Contra esta sacra jerarquización del acto cultural, se levantan no pocos, al menos en los hechos. Por influjo del protestantismo, según el cual no hay sacerdocio, o mejor, todos somos igualmente sacerdotes, se ha ido introduciendo en la Iglesia la idea de que todos celebramos igualmente la Misa. El mismo sacerdote sucumbe a veces o hasta promueve tal manera de pensar, no celebrando la Misa con ornamentos sino así nomás, a veces incluso en mangas de camisa. La tendencia a la desjerarquización de la liturgia suele ir así unida con la tendencia a la desclerificación del clero. El sacerdote sería un hombre como los demás, que viste como los demás, que habla como los demás, que trabaja como los demás. Uno más, cuando en realidad es uno menos, es un hombre sagrado, o sea segregado, separado, herencia de Dios. Por desgracia es a veces el mismo sacerdote quien dice a sus fieles que celebren con él y como él, que se acerquen al altar, que lo rodeen, hombres y mujeres, contra expresas prohibiciones de la Iglesia; e incluso en algunos lugares se ha llegado a rezar todo el Canon juntos, incluida la Consagración.

7. Contra el aspecto sacro del espacio y del tiempo

La Iglesia siempre ha buscado para su liturgia lugares y tiempos privilegiados. Y así se habla de “lugares sagrados”, “tiempos sagrados”. “Santo, sacro, enseña Santo Tomás, significa algo que se ordena al culto divino”. Por supuesto que Dios puede —y debe— ser adorado en todo tiempo y lugar, pero eso no obsta a que la Iglesia elija ciertos espacios especiales y los consagre, escoja ciertos tiempos particulares y los consagre, es decir, los separe de lo profano y los dedique a Dios. Dentro de la semana la Iglesia ha sacralizado especialmente el domingo, y dentro del año las principales fiestas litúrgicas; en cuanto al espacio, elige terrenos determinados, los consagra y dedica a Dios. Advertimos pues que la Iglesia reserva lugares y espacios determinados, así como se vale de ornamentos y vasos sagrados, sólo utilizables para el divino menester del culto.

El actual intento de desacralización de la liturgia ha llegado también a este nivel. Hemos conocido “experiencias” de este género. Nada de cálices o copones: vasos comunes, o latas de Coca-Cola. Nada de “templos”: la Misa se puede celebrar en cualquier parte, en casas particulares, en el comité, en un club o sala de baile. Total… Dios está en todas partes. Y consiguientemente la iglesia podrá ser utilizada para cualquier fin: para cine, para huelguistas, etc. Vemos asimismo con tristeza cómo no pocos templos recientemente edificados están como perdidos entre los edificios de la ciudad, con lo que Dios queda, a los ojos del común, disminuido o diluido en el anonimato de la urbe, a diferencia de lo que ocurría siglos atrás con esas grandes iglesias cuya imponencia material constituía todo un signo del primado de Dios sobre el mundo.

8. Contra el aspecto del silencio

El misterio es, por definición, inefable, no expresable por palabras. Con frecuencia se deja abordar mejor por el silencio que por la palabra. Por eso la liturgia, que usa y aprecia tanto la palabra, conoce y aprecia también el silencio dentro de la acción cultual. El silencio no consiste únicamente en el hecho de que uno deje de hablar. Es cierto que cuando cesa la palabra, comienza el silencio. Pero no comienza porque cesa la palabra. El silencio es algo en sí; forma parte de la estructura esencial del hombre. No tiene comienzo ni fin; parece provenir de esos tiempos donde todo era existencia en la quietud, el silencio de Dios. No en vano decía Plutarco: “El silencio nos lo enseñan los dioses, la palabra los hombres”. Más aún: del silencio verdadero es de donde brota la palabra verdadera; el silencio es la matriz de la palabra. Máxime cuando entramos en el mundo de Dios, casi corresponde más callar que hablar. Hoy la palabra está alejada del silencio: nace del ruido y desaparece en el ruido. Y así la palabra pierde su sustancia. Por eso la Iglesia siempre ha valorado tanto el silencio en la liturgia: el silencio rodea sus palabras, permite la profundidad de lo que se oye, comunica las almas por dentro.

El mundo moderno tiende a la liquidación del silencio. Y esta tendencia ha penetrado también en la Iglesia. En ocasiones, nuestro culto puede irse convirtiendo en una “liturgia del ruido”, una liturgia que elimina el silencio, lo aborrece. Es cierto que la Iglesia nos exhorta a una “actuosa participatio”. Sin embargo, no siempre la “actuosa participatio” implica un “hacer”, un “hablar”. Como escribe un autor contemporáneo, “también en el silencio el hombre puede elevarse a una alta acción espiritual”. Hay personas que parecen considerar como el culmen de la participación en la liturgia las puras manifestaciones exteriores, como son posturas, gestos, palabras y cantos comunitarios. Buena y saludable es, sin duda, la participación común en los ritos, porque mediante ella se expresa el misterio de la comunión de la Iglesia. Pero no hay que olvidar, como de hecho se olvida, que la participación más importante es la interior; en el caso de la Misa, por ejemplo, la inmolación con Cristo Víctima. La Santísima Virgen, al pie de la Cruz, tomó parte como nadie en ese sacrificio ontal, y sin embargo no abrió la boca.

9. Contra el aspecto del lirismo

La nota de inefabilidad que caracteriza al misterio litúrgico pide que éste se desarrolle en un ambiente de lirismo, un ambiente poético. El misterio es inaferrable, indefinible, indecible. Para manifestar ese carácter nada ayuda tanto como la pintura, la música, la escultura. Pintura y escultura son artes predominantemente exteriores que nos llegan a través de la vista; en cambio la música es más espiritual, si se quiere, y nos llega por el oído. Es claro que cuando las bellas artes se introducen en la liturgia, deben en cierto modo abdicar algo de su normal autonomía, y hacerse funcionales. Como decía San Pío V refiriéndose a la música sacra, ésta debe ser como la servidora de la liturgia. Lo mismo las otras bellas artes.

Contra este aspecto de la liturgia, su aspecto estético, se atenta de diversas maneras. Ante todo, hemos conocido una corriente que tendía a barrer con todas las imágenes, dejando a la Iglesia totalmente despojada. Esta corriente parecía no tener en cuenta la naturaleza del hombre: espíritu encarnado, al cual se llega no sólo por la vía intelectual sino también sensible; responde a una mentalidad “angelista”, y es eminentemente antipastoral. Por eso tales iconoclastas están ahora reponiendo aceleradamente las imágenes en su lugar… porque se quedaron sin gente. Es cierto que las imágenes removidas eran a veces de un mal gusto increíble, hechas en serie, Cristos o ángeles dulzones, tipo Casa Barra; pero el espíritu con que se hizo ese cambio era negativo. No se trataba de cambiar esas imágenes por otras mejores, sino simplemente de eliminar la imagen cultual.

Algo semejante aconteció con la música. Debemos reconocer que antes del Concilio se entonaban no pocos cantos de mal gusto, melosos, insípidos, sin sustancia teológica. Pero frecuentemente tales cantos han sido reemplazados por otros de peor factura estética, o de contenido francamente deplorable. Sobre este tema he escrito un largo artículo en la Revista “Mikael (Cf. Nº 9, pp. 9-64). Resumiendo lo que allí digo: se ha producido una desacralización sobre todo de las melodías. Se entonan en la liturgia cantos propios de otros ambientes, de la radio, de la televisión: música ligera, música scout, música bailable. Y algo semejante, aunque quizá más grave, sucede en el ámbito de las letras. Hay letras triviales, como por ejemplo la de este canto: “Alegría, alegría, alegría y buen humor, que sí, que no, si tú, si tú quieres ser feliz, no le busques sombra al sol, da y recibe con amor”; o también: “¡Abuelitos, abuelitos! Qué contentos los veo pensar, que ahora tienen nuevos nietos, nietos que los quieren de verdad”. Hay asimismo letras horizontalistas, que insisten de manera descompensada en el amor al otro, un amor más filantrópico que caritativo: “Si los hombres tendieran sus brazos, y abrieran sus manos en vez de luchar, qué bonito sería este mundo, rodeado de amor, de ternura y bondad”; o aquella otra: “Dios al hacerse hombre nuestra vida transformó; ya no hay que mirar p’arriba para encontrar al Señor”; o también: “Cha, cha, cha, con el jaleo del tren, cha, cha, cha, dónde estará el inspector; que se pare el tren, que me quiero bajar en la próxima estación… Si tú robas con descaro, o lo haces con disimulo, te mandarán al infierno de una patada en el…”. Este último canto figura en el cancionero de una diócesis del Gran Buenos Aires en cuya tapa se lee: “uso exclusivo en el templo”. Más aún, hay cantos con textos subversivos, por ejemplo uno en que se exhorta a desalambrar, porque el alambrado es el símbolo de la propiedad privada; u otro que reza así: “Donde murió Camilo nació una cruz, pero no de madera sino de luz. Lo mataron cuando iba por su fusil; Camilo Torres muere para vivir. Dicen que tras las balas se oyó una voz: era Dios que gritaba «revolución». Lo clavaron con balas contra una cruz; lo llamaron bandido como a Jesús. Revisad la sotana, mi general, en la guerrilla cabe un sacristán…”.

Corolario: de la resacralización de la liturgia a la resacralización del mundo

El proceso de desacralización de la liturgia corre paralelo —aunque al tratar de esto nos alejamos un poco del tema— al dramático proceso de desacralización del mundo. A partir de fines de la Edad Media se va dando un firme y progresivo proceso de secularización. Sabemos que la Edad Media fue una época sacral, es decir en la que todas las actividades humanas estaban iluminadas por la Fe. El hombre medieval pecaba fuertemente, es cierto, pero se arrepentía en serio, porque tenía el sentido de Dios y consiguientemente el sentido del pecado. Desde el declinar de la Edad Media comienza un proceso desacralizante, con diversos pasos que no vamos a exponer acá porque lo suponemos tratado por otros conferencistas. Lo que quiero destacar ahora, y que tiene mayor atinencia con mi tema, es que ese proceso de desacralización del mundo coincide en estos últimos años con un proceso de desacralización de la liturgia. Es decir que hasta hace poco lo que se desacralizaba era más bien las actividades humanas, el arte, la cultura, la política. Ahora se desacraliza directamente lo sagrado, se pone la mano en el santuario mismo, en el Sancta Sanctorum. De ahí la gravedad del proceso de desacralización de la liturgia. Podemos pensar que está en connivencia con el gran movimiento de apostasía que va de mediados del siglo XIV al siglo XX.

Está de algún modo en nuestras manos la posibilidad de contribuir a la reversión de este terrible proceso. Siempre me ha impresionado el método seguido por ese gran Papa que fue San Pío X. Este Papa tuvo por lema de su pontificado “Instaurare omnia in Christo”. Programa grandioso, a la vez que arduo. Pues bien, uno de sus primeros documentos fue sobre la música sacra, donde insistía en la necesidad de eliminar todo lo profano que contaminara la casa de Dios. ¿No será éste el método? ¿Comenzar, en cuanto está de nuestra parte, por la reconquista de la sacralidad de la liturgia para lanzarnos desde ahí a la “consacratio mundi”, la consagración del mundo? Al fin y al cabo la Misa, que es la acción sagrada por excelencia, está en el comienzo y en la cumbre de todas las actividades del católico. A partir de la Sacra Misa, sacralicemos el mundo, hagámoslo Cristiandad.

Padre Alfredo Sáenz

[Fuente: Fraternidad de Vida Nueva]

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1 [NdE: Se trata de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia, primer documento promulgado por el Concilio Vaticano II el 4 de Diciembre de 1963].

2 [NdE: Se trata del P. Cipriano Vagaggini, uno de los redactores del texto de la Constitución “Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II].

3 [NdE: Esta cita está tomada del libro “El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general”, BAC, Madrid 1965, pág. 30 y ss].

4 [NdE: Alocución del Beato Pablo VI pronunciada el 3 de Septiembre de 1969]

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