Para la octava de Navidad
Nos refiere el evangelista san Lucas, que cumplidos los ocho días del nacimiento de Cristo, fue circuncidado y le llamaron Jesús, nombre que le dio el ángel antes de ser concebido.
PUNTO PRIMERO. Considera la puntual obediencia de Cristo a la ley, no queriendo eximirse de ella, a pesar de no estar verdaderamente obligado. Con su preciso cumplimiento te da ejemplo para que aprendas a sujetarte y cumplir ejemplarmente la ley divina, los preceptos y reglas que por tantas razones estás obligado a guardar. La primera acción de Cristo después de su nacimiento, fue, pues, la obediencia de la ley; porque así como Adán empezó la ruina del mundo por su desobediencia Cristo comenzó a restaurarlo con su obediencia, dándonos testimonio de la importancia de esta virtud, y que por medio de ella recompondrás lo que hayas perdido por el libertinaje y el menosprecio de su ley. Pídeselo a Dios de todo corazón y disponte a hacer en este punto lo mismo que tu Salvador, obedeciendo exactamente todo lo que en el futuro te manden, por arduo y difícil que sea, considerando que Jesús, aunque pequeñuelo, obedeció un precepto tan duro y doloroso, sin que su tierna edad fuera excusa al derramamiento de su sangre.
PUNTO II. Considera la humildad profunda de Cristo y su ferviente caridad, que resplandece en su circuncisión. Pues siendo la misma Santidad en persona, en quien no cabe pecado, quiso ser sellado como pecador y humillarse hasta el abismo, de manera que pareciese manchado el que era la misma pureza, recibiendo la medicina de nuestras llagas el que estaba por entero sano, y derramando el precioso bálsamo de su sangre para cura y remedio de nuestras enfermedades. Llénate de confusión al contemplar tu soberbia, puesto que siendo pecador, muchas veces quieres parecer justo, y estando llagado con las heridas de tantos pecados como has cometido en tu vida, rechazas la medicina de la penitencia saludable. Arrójate a sus pies, y haz innumerables acciones de gracia, por la merced que te hace, aprendiendo a humillarte en su presencia y a burlarte de toda estima mundana. Recoge, con agradecimiento y devoción, las gotas de esa preciosa sangre en lo íntimo de tu corazón, y pídele al Señor con lágrimas que no caigan en tierra inútilmente, sino que bañen tu alma y la purifiquen de toda mancha de pecado y de toda imperfección.
PUNTO III. Cristo se circuncida a los ocho días para darnos ejemplo de abrazar, como dice San Pablo, la circuncisión espiritual, aunque nos cueste dolor, circuncidando con el cuchillo de la mortificación las vanidades de la carne, y los apetitos y sentidos corporales. Circuncida, pues, a ejemplo de Cristo, las palabras ociosas e infamantes de tu lengua injuriosa, las curiosidades y tonterías mundanas que entran por los oídos, las miradas indiscretas de tus ojos, los manjares de tus gustos sibaritas y superfluos, las blanduras y exquisiteces del tacto, las salidas innecesarias y los caminos anchos. Libera tus manos de dádivas y actos que no se ajustan a la ley santa de Dios, las potencias del entendimiento, memoria y voluntad de los pensamientos y afectos menos ordenados. Entra la mano en tu pecho y mira lo que pasa por tu corazón. Corta, a ejemplo de Cristo, todo lo que en tu vida está de más, y lo que te puede ser ocasión de pecado o impedirte el camino de la perfección. Acuérdate de lo que enseñó el Salvador, que si resultara necesario, habría que sacarse el ojo de la cara o cortar la mano y el pie para que no sean tropiezo en el camino del Cielo, adonde vale más la pena entrar circuncidados de estos miembros que caer con todo el cuerpo al infierno.
PUNTO IV. Considera el dolor que tendría la Santísima Virgen, viendo padecer a su Sagrado Hijo, las lágrimas que derramaría y la compasión que le tendría; y cómo recogería la sangre y carne preciosa de Cristo, y la guardaría como riquísimo tesoro, ofreciéndosela al Eterno Padre por la redención del mundo. Con mayor razón, y con más afecto, si como dicen algunos, Ella misma le circuncidó con increíble fortaleza, mostrándose obediente en algo tan difícil y penoso. Acompaña a la Reina de los ángeles en esta acción, compadeciéndote con Ella de lo que el Salvador padece por tu causa. Que te duela su dolor y ofrece al Eterno Padre su preciosa sangre en sacrificio por tus pecados, y la tuya misma, si fuere necesario derramarla en su servicio; y aprende del valor de la Reina del cielo para no escatimar el sacrificar a Dios de los hijos de tu corazón con el cuchillo de la mortificación, y pídele que te alcance de la Divina Majestad, el favor y la gracia de seguir su ejemplo, y circuncidar tu espíritu y tu carne de los afectos desordenados.
Padre Alonso de Andrade, S.J