La muerte como final o como principio (II)

(b) Una muerte que sólo es sueño

Las palabras de Jesús pronunciadas ante el deceso de la hija de Jairo, además de ser las más extrañas jamás oídas ante el acontecimiento de la muerte, sonaron como un estruendo que alteró el ánimo de los asistentes: La niña no está muerta, sino dormida. Por eso la concurrencia reaccionó con risas y burlas, que es lo que suelen hacer los hombres ante algo inesperado que los asombra a la vez que los desconcierta.

Tal vez sería oportuno comenzar este apartado con las conocidas palabras de San Pablo: Porque ya es hora de que despertéis del sueño.[1] En donde por supuesto el Apóstol hablaba en sentido figurado y sin referirse al sueño natural. Como tampoco Jesucristo tenía intención de aludir a la muerte natural cuando aseguró que la niña estaba solamente dormida, que es cosa que está en plena consonancia con su doctrina de no llamar Muerte sino solamente a la que lleva consigo la eterna condenación (Jn 6:50–51; 6:58).

Pero entonces, ¿qué quiso decir San Pablo al dirigir esa advertencia a los Romanos? ¿Y qué significado debe atribuirse a las palabras de Jesucristo cuando habla de la situación de la niña fallecida?

Pero si cabe atribuir a la vida presente la condición de sueño —en el sentido que fuere— se da entrada necesariamente a una nueva serie de preguntas: ¿Acaso es la vida presente un sueño y sólo se puede pensar en la futura como vida real? ¿O es más bien al revés? Y en el supuesto de que sea la vida presente solamente un sueño, ¿en qué sentido lo es y cual es su proyección determinante con respecto a la vida futura?

El Cristianismo es una Religión sobrenatural cuya doctrina, dogmas y misterios pertenecen al orden sobrenatural. Pero cuyas proyecciones y vinculaciones están íntimamente ligados al orden natural, en cuanto que el hombre —para el cual existe la Religión—, siendo un ser creado y natural, está sin embargo destinado a la vida eterna y sobrenatural. Por eso la vida humana —natural y sobrenatural al mismo tiempo— está llena de misterios que atañen a ambos órdenes a la vez.

La consecuencia concluye en la necesidad de remontarse al orden sobrenatural para preguntarse por el misterio de la vida humana: Si es acaso palpitante realidad o, por el contrario, un sueño cuyo sentido será necesario buscar. Con lo que se plantea un tema que, además de comportar difíciles implicaciones, no deja de ser de extraordinaria importancia.

Las palabras de San Pablo dirigidas a los Romanos son una evidente invectiva para exigirles que abandonen el sueño. Lo que significa que, según el Apóstol, sus discípulos se hallaban en una situación o estado de dormición. Y aunque ya hemos dicho que sus palabras no pueden ser interpretadas sino en un sentido metafórico, de todas formas habrá que reconocerles al menos el significado de inconsciencia o de existencia fuera de la realidad por parte de aquellos a quienes van dirigidas.

El problema puede parecer, al menos a primera vista, como que no es sino el objeto de una discusión baladí; aunque no deja de tener importancia para la naturaleza humana, por las graves implicaciones que afectan a la estructura natural–sobrenatural en que está configurada. Lo veremos después, cuando estudiemos las consecuencias que acarrea con respecto a su existencia sobrenatural, y más concretamente a la vida mística, en la dependencia de ambas con los contenidos de la Revelación.

Fue aparentemente Calderón, en su famoso drama de La Vida es Sueño, el primero que planteó de forma clara el problema de la condición de la vida humana: si es sueño o acaso es realidad. Para el personaje Segismundo la vida es un puro sueño carente de sentido:

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.[2]

 

Lo cual no deja de ser una concepción pagana de la vida. Pero el problema de la vida como sueño, o tal vez como realidad, aparece ya en los albores de la Revelación, aun antes de ser resuelto por el Cristianismo.

Si adelantamos desde ahora una concepción cristiana de la vida, habremos de conceder que su carácter primordial consiste efectivamente en el de ser un sueño. Que es lo que claramente se desprende de los dos textos bíblicos antes citados, conteniendo ambos respectivamente afirmaciones de Jesucristo, de una parte, y del Apóstol San Pablo, de otra. Para quien vive el espíritu del Cristianismo, la vida es, por lo tanto, indudable y necesariamente un sueño.

Pero el carácter propio del estado de sueño, característico de la vida humana, ha de ser interpretado en dos sentidos completamente diferentes. Aludidos ambos respectivamente por los dos textos bíblicos citados y de los cuales uno es enteramente negativo, mientras que el otro, por el contrario, es eminentemente positivo.

El carácter negativo de la vida como sueño, que en este caso viene a significar inconsciencia o existencia fuera de la realidad, es el denunciado por San Pablo en su recriminación dirigida a los Romanos: Porque ya es hora de que despertéis del sueño.

Por su parte, Jesucristo solamente considera vida verdadera, o vida real, la que está informada por la gracia y posee carácter sobrenatural: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.[3] Y todavía lo dice más expresamente en otro lugar: En verdad os digo que quien oye mi palabra y cree en ella y en Aquél que me envió ya no viene a juicio, sino que pasa de la muerte a la vida.[4] Cosa que concuerda con la amonestación que San Pablo dirige a los Colosenses recordándoles su pasada condición: Y a vosotros que estábais muertos por vuestros delitos y por la falta de circuncisión de vuestra carne os dio la vida juntamente con Él y os perdonó todos vuestros delitos.[5]

Por lo que habría que entender que el cristiano que vive ajeno a la vida de la gracia no vive una existencia real. De tal modo, sin embargo, que su estado actual de inconsciencia o de dormición no es para él sino un premonitorio de la verdadera Muerte, que es la Muerte eterna.

Para la concepción cristiana de la existencia, la vida es el sueño de una noche que espera la alborada del siguiente día para despertar y encontrarse con Cristo. Vista de ese modo, la vida es un sueño repleto de añoranzas, de ansiedades, de ilusiones y de esperanzas que, a la vez que hieren profundamente el alma, la impulsan con más fuerza a la busca del Esposo. Al mismo tiempo que la llenan de gozo ante la seguridad de un despertar en el que tendrá lugar el encuentro de ambos. La noche sería entonces el momento del sueño, o el de la ausencia y de la búsqueda del Esposo:

En el lecho, entre sueños, por la noche,
busqué al amado de mi alma,
busquéle y no le hallé.[6]

 

Una de las notas comunes, aunque de las más olvidadas, de las tres virtudes teologales, es el sufrimiento. Siendo la Fe la creencia y la confianza en la oscuridad y la Caridad el amor que sufre de ausencias y de anhelos nunca colmados, la Esperanza, por su parte, ha de lidiar con las vicisitudes de una búsqueda que mira hacia un futuro siempre incierto en cuanto al momento de su desenlace, que incluso ha de contar con intervalos de aparentes fracasos, repletos de pesquisas infructuosas y a nada conducentes:

Busqué hasta las estrellas
pensando que en alguna
iba a encontrar vestigios de tus huellas;
mas yo no hallé ninguna
caminando hacia el sol, desde la luna.

 

Es en este sentido como mejor se entiende la Muerte como final y como principio. Fin de un mal sueño o de la noche de la angustia y comienzo del Día feliz de la Eterna Vida.

Por lo demás, la vida considerada como búsqueda del Esposo, al parecer perdido o tal vez oculto, es un tema normal en San Juan de la Cruz:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
dejándome herido;
salí tras Ti clamando y eras ido.[7]

 

De ahí la búsqueda emprendida durante los momentos de sueño de la Noche:

 

En una Noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.[8]

 

El verdadero sufrimiento para un cristiano es el causado por la virtud de la esperanza, como consecuencia del estado de alma ocasionado por la ausencia de Jesucristo, la Persona amada, o del Esposo, como diría El Cantar de los Cantares. De ahí la búsqueda apasionada emprendida en una afanosa tarea que, como otra paradoja más de las propias de la llamada vida mística —auténtica vida cristiana en realidad—, es causa de vivos tormentos y de inefable felicidad a la vez:

 

Dime tú, amado de mi alma,
dónde pastoreas, dónde sesteas al mediodía,
no venga yo a extraviarme
tras de los rebaños de tus compañeros.[9]

 

A pesar de que los hombres decidieron prescindir de Dios, una vez desterrada la idea de un paraíso supra terrenal para construir por su cuenta uno puramente terrestre al modo de otra Torre de Babel, el mundo sigue siendo un Valle de Lágrimas en el que se da la particularidad de que cada vez se llora con más intensidad. Las guerras, las calamidades, las epidemias, los crímenes y toda clase de delitos, el vicio y las aberraciones de la peor especie se han convertido en lugares comunes entre los hombres. Y todo para toparse al final con la muerte, para la que los humanos sin Dios aún no han encontrado explicación.

Los cristianos por su parte, que no son del mundo pero que están en el mundo y participan de todos sus avatares, necesariamente han de verse afectados por las miserias del entorno del que forman parte. Sin embargo, una vez que han hecho realidad la consigna de San Pablo por la que los impulsaba a buscar las cosas de arriba, y no las de la tierra,[10] y han tenido presente también su advertencia acerca de que los que disfrutan de este mundo hagan como si no disfrutasen, porque la apariencia de este mundo pasa,[11] ponen su mirada en el Cielo y miran hacia las auténticas realidades.

Pero ciertas actitudes del alma humana se comprenden mejor cuando los hombres las desconocen o cuando expresamente las arrojan fuera de su vida. Nada mejor para hacerse cargo del sentimiento de desesperanza, de absoluta falta de horizontes y de vacío interior que la obra teatral de Samuel Beckett Esperando a Godot.

La tragicomedia de Beckett (catalogada como perteneciente al teatro del absurdo) se estrena al principio de la década de los cincuenta del siglo pasado, y en ella aparecen dos personajes vagabundos, llamados Vladimir y Estragón, que esperan en un camino a un tal Godot del que nunca se consigue saber quién es y que jamás llega. Aunque Beckett siempre aseguró que Godot no se refería a Dios (God en inglés significa Dios), la mayoría de la crítica y el sentir popular identificaron la obra como una caricatura burlesca del sentimiento cristiano de la esperanza: Vivir esperando la Segunda Venida de un Dios, definitivo Salvador del Mundo, pero que en realidad, nunca llegará. En el segundo y último acto de la obra aparece un mensajero que comunica a Vladimir y Estragón que Godot no va a venir hoy pero que es seguro que llegará mañana. La obra termina, como era de esperar, en un final nihilista y una deducción concluyente: nadie va a venir y a nadie hay que esperar.

El paganismo, que ha decidido por su cuenta y riesgo que Dios no existe y que la esperanza cristiana es una necedad, no encuentra otro final ni otro destino definitivo para el hombre que una desesperanza determinada por la nada y por el sepulcro (en palabras del existencialista Sartre). Claro que si eso es así siempre habría que preguntar: Pero entonces, ¿qué sentido tiene la vida, si es que acaso tiene alguno? ¿ Y acaso valió la pena tomarse tantos trabajos para desterrar la idea de Dios del corazón de los hombres, puesto que, después de todo, nada tiene sentido?

Los cristianos, por el contrario, que según la paganía viven en el error, es preciso reconocer que, aun cuando así fuera, al menos han encontrado sentido a la vida. Y las virtudes de la Fe y de la Esperanza les han infundido la seguridad de que están en lo cierto. Una seguridad que, por otra parte, contiene la suficiente carga para asegurarles la Felicidad ya desde esta vida:

Y el Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!
Y el que oiga, que diga: ¡Ven!…
El que da testimonio de estas cosas dice:
Sí, voy enseguida.[12]

 

(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
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[1] Ro 13:11.

[2] Calderón, La Vida es Sueño, Monólogo de Segismundo, final de la Segunda Jornada.

[3] Jn 10:10.

[4] Jn 5:24.

[5] Col 2:13.

[6] Ca 3:1.

[7] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.

[8] San Juan de la Cruz, Noche Oscura.

[9] Ca 1:7.

[10] Col 3: 1–2.

[11] 1 Cor 7:31.

[12] Ap 22: 17–20.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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