(Cuando algunos piensan que resbalar para caer en el pecado es la mejor forma de encontrar a Cristo, todavía hay quienes siguen creyendo que es la oración la mejor manera de hallarlo)
A propósito de la declaración de la esposa, según la cual había sido llevada a la sala del festín para contender con el Esposo en un certamen de amor, habíamos aludido la pasada semana al carácter lúdico de las relaciones amorosas, en este caso divino–humanas.
La relación entre los juegos y los certámenes de competición llamados también justas o torneos es conocida desde muy antiguo. Los griegos llamaron Juegos a las primeras competiciones olímpicas, y lo mismo hicieron los romanos con los que se celebraban en los Anfiteatros o Circos; si bien estos últimos aparecen marcados con un carácter de crueldad, a veces extrema, en las peleas entre gladiadores. La lucha a muerte todavía fue mantenida entre los Caballeros que competían en los torneos de la Edad Media, si bien solamente contaba en especiales ocasiones y en condiciones mucho más humanas.
De lo cual se desprende que la idea del juego y la del certamen siempre anduvieron asociadas. Si bien hay que añadir que la de la diversión formaba parte como ingrediente de ambas ya desde los tiempos más antiguos, por lo que siempre estuvo presente en las competiciones. Sin que tampoco fuera raro que el aspecto de entretenimiento quedara como algo exclusivo de los espectadores, como ocurría siempre en los anfiteatros romanos donde eran muy frecuentes los combates a muerte.
Las relaciones amorosas divino–humanas transcienden el concepto de diversión, aunque tampoco lo excluyen. Tanto en lo que contienen de condición de mero juego (sobre todo en los momentos más iniciales y simples de la relación), como en sus semejanzas con el certamen (que aparece, por lo general, en situaciones posteriores más avanzadas). Y aun de todos modos, en toda relación aparecen ambas formas —la de juego y la de certamen—, con preponderancia de la una o de la otra según los diversos momentos o situaciones.
Explicar porqué aparece la idea del juego en las manifestaciones más sencillas de las relaciones amorosas divino–humanas, requeriría comprender primero su uso en las relaciones humanas de diversión. Más fácil de comprender es el concepto de certamen como integrante de tales relaciones, si bien es mucho más complicado llegar a penetrar el modo en que tan compleja y misteriosa operación se produce. De todos modos, y dada la relación entre ambos conceptos, pronto salta a la vista en las relaciones amorosas divino–humanas, una vez que en ellas aparece el juego incluso en sus formas más sencillas, que allí está contenida también, de forma más o menos expresa, la idea del certamen.
El proceso es similar al que se contempla en las diversas fases de desarrollo de la oración mística.
No ha de olvidarse que Jesucristo se relaciona con el alma en la oración por medio de un amor al modo humano a través de su Naturaleza Humana; al mismo tiempo que lo hace igualmente al modo divino por medio de su Naturaleza Divina. Todo ello en un acto único de amor que ha de atribuirse, en último término, a su Persona Divina, puesto que son las personas las que aman y no las naturalezas. Por lo que la operación de amor de Jesucristo a su criatura, realizada en las condiciones que permite la unión hipostática y la comunicación de idiomas, puede ser considerada a la vez como amor divino y como amor humano: amor divino–humano, por lo tanto (separable en cuanto al modo y al objeto a quien se dirige, aunque no en cuanto a su origen), que abre las posibilidades de que Jesucristo ame a su criatura poniéndose a su misma altura, a saber: amándola también del mismo y único modo en que ella puede hacerlo, el cual no es otro que al modo humano.
Pues la criatura solamente puede amar al modo humano. Elevado y divinizado por la gracia, pero siempre al modo humano. Con lo que ya se han hecho posibles para ambos —para Jesús y para el hombre— las condiciones necesarias para llevar a cabo los juegos de amor.
Así ya es posible imaginar como cosa lógica que ambos amadores den entrada en sus relaciones de amor a cosas tan sencillas, tan humanas y tan divertidas como pueden ser los juegos de los niños de me escondo y me buscas. Pues el amor, no sólo es compatible con la diversión en la medida en que es una manifestación de sana alegría, sino que incluso la exige como elemento primario y elemental. Nadie sería capaz de imaginarse las relaciones de amor entre Dios y su criatura de un modo que no fuera también regocijante y alborozador.
La creencia general, por el contrario, considera las relaciones de la criatura con Dios de un modo exclusivamente unilateral. La oración es un acto de culto fervoroso en el que el alma considera y se dirige a Dios meramente como objeto de adoración y de súplicas, sin imaginar la existencia de relación alguna (y menos aún, amorosa). Tal como lo hacen los adoradores de Buda o los creyentes de Mahoma en Alá. Con lo que resulta lógico que se puedan contar por multitud las almas que carecen de ánimos para emprender la vida de oración.
De ahí que la poesía, para la que resulta fácil imaginar las relaciones amorosas divino–humanas de un modo perfectamente humano (que en modo alguno tiene porqué excluir el divino) considere lógico introducir en ellas el elemento lúdico. Y así es como el Esposo se esconde de la esposa, en la divertida espera de que ella sea capaz de buscarlo y demostrarle su ansiedad, o en la esperanza, tal vez, de ser el primero en hallarla (germen del elemento certamen, que también aparece en el juego):
Amada, yo he buscado
en mi huerto de azahares el sendero,
y luego, te he esperado
detrás del limonero
a ver si te encontraba yo primero.
Y tal como ocurre en todos los juegos, y tal como sucede en las relaciones amorosas, la esposa comprende las intenciones del Esposo y responde audazmente del mismo modo. La suerte está echada y el juego amoroso entre ambos ha comenzado: Tú te escondes y yo te encuentro; tú corres y yo te alcanzo; tú tratas de escapar y yo te sorprendo; tú me amas y yo te amo más… ¿Quién apostará por el ganador si tiene en cuenta la incertidumbre del resultado en los juegos de amor? Y así es como la esposa responde:
Amado, he recorrido
de tu huerto de azahares el sendero,
y luego, me he escondido
detrás del limonero
a ver si te besaba yo primero.
Una vez en su huerto, el Esposo se dispone a aprovecharse de los frutos que tan abundantemente se producen en él y cuyo disfrute principal consiste en gozar de la presencia de la esposa. Con todos los dones y presentes que ella le ofrece, entre los que se cuenta como principal el de su propio amor y el de su propio corazón.
La figura del Esposo introduciéndose en su huerto para recoger los frutos que allí espera encontrar aparece expresada, como no podía ser menos, en el texto de El Cantar de los Cantares (5:1). Con la particularidad de que su profundo e importante significado nos traslada a lo más esencial de la unión amorosa divino–humana, junto a la importancia que de ahí se deriva para la oración mística y contemplativa:
Voy, voy a mi jardín, hermana mía, esposa,
a coger de mi mirra y de mi bálsamo,
a comer la miel virgen del panal,
a beber de mi vino y de mi leche.
Venid, amigos míos, y bebed
y embriagaos, carísimos.
La descripción de los frutos que espera recoger el Esposo es tan rica que su significado suele pasar inadvertido a la común interpretación. El Esposo acude a su jardín a coger de su mirra y de su bálsamo, a comer la miel virgen del panal y a beber de su vino y de su leche. Donde es de notar el hecho de que los frutos que se hallan en el huerto son los bienes que la esposa le ofrece, comenzando por el de su propia persona, y por eso mismo el Esposo los recoge.
Con lo que de paso se muestra de nuevo la distinción de identidades entre el Esposo y la esposa, reafirmada esta vez en la diferencia entre lo que Él ofrece y lo que entrega ella. No debe olvidarse que la reciprocidad es la cualidad más expresiva de la existencia de un yo y de un tú en la relación de amor existente entre los amantes.
También es de notar que el Esposo invita a sus amigos para que vengan a disfrutar y a beber con Él hasta la embriaguez. Un expresivo vocablo que sugiere, del mejor y más imaginable modo, el misterio de la sobreabundancia y realidad inefables, tanto de lo que es el amor como de la inmensidad de la relación amorosa divino–humana. La comparación entre esta relación y la amorosa meramente humana es puramente analógica, si cabe decirlo así, por lo que la profundidad de la primera es solamente asequible a quienes han conocido a Dios, que es el único modo de penetrar en el verdadero sentido del amor: Quien no ama no conoce a Dios, puesto que Dios es amor (1 Jn 4:8). Que igualmente, de un modo absolutamente equivalente, se podría decir que quien no conoce a Dios no es capaz de amar ni de conocer el amor, puesto que Dios es el amor. Tal como ha transcurrido la existencia para millones de seres humanos, lo que quiere decir sin conocer el amor y si vivir la Vida.
Padre Alfonso Gálvez
(Continuará. Tomado del libro del autor El Misterio de la Oración.)