Quincuagésimo Aniversario de la Encíclica Mysterium Fidei de Pablo VI

Un día 3 de septiembre de 1965, cincuenta años atrás, justo antes de la última sesión del Concilio Vaticano II, el papa Paulo VI promulgó una encíclica de sobrado contenido dogmático; Mysterium Fidei, sobre el tema de la Sagrada Eucaristía. En la encíclica se reafirmaba la doctrina del Concilio de Trento sobre la transubstanciación y se condenaban los errores recurrentes por esos días, tales como la “transfinalización” y la “transignificación”.

Leyendo esas palabras, se me vienen a la memoria algunos momentos que pasé en mi grupo juvenil de la escuela secundaria, allá en los 80’s; cuando un querido sacerdote, quien —estoy convencido— realmente tratando de hacer lo mejor, pero habiendo tenido una deficiente instrucción teológica me trajo un ejemplar del libro recientemente publicado acerca de la Eucaristía el cual incluso en ese tiempo, me pareció extraño. Fue sólo más tarde, leyendo a Ludwig Ott y a Paulo VI, que me di cuenta que aquel libro estaba saturado con todos aquellos errores de moda y que Roma ya había condenado como enemigos e incompatibles con la fe. ¡Qué efectiva es la autoridad de la Iglesia en la los tiempos modernos! Pero estoy divagando.

He aquí un breve extracto en el que Paulo VI, deseando apoyar la conveniencia y la inmutabilidad de la lengua dogmática de “Transubstanciación”, explica por qué la precisión y la fijeza en el lenguaje teológico es absolutamente necesaria para la fe cristiana, apropiada para la defensa de la verdad y las necesidades del hombre. Este es un refrescante momento de Montini “el antimodernista” —mientras que bajo sus narices trabajó el “meloso granuja” que ya estaba poniendo marcha el método definitivo para relativizar y marginar la belleza de la doctrina Eucarística que Paulo VI estaba implantando.

 

9.- Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete, convencidos de que aunque no se indague con la razón, aunque no se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde la antigua edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia (St. Augustine, Contr. Julian.VI. 5, 11, PL 44, 829).

10.- Pero esto no basta. Efectivamente, aunque se salve la integridad de la fe, es también necesario atenerse a una manera apropiada de hablar no sea que, con el uso de palabras inexactas, demos origen a falsas opiniones —lo que Dios no quiera— acerca de la fe en los más altos misterios. Muy a propósito viene el grave aviso de San Agustín, cuando considera el diverso modo de hablar de los filósofos y el de los cristianos: «Los filósofos —escribe— hablan libremente y en las cosas muy difíciles de entender no temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla determinada, no sea que el abuso de las palabras engendre alguna opinión impía aun sobre las cosas por ellas significadas» (De Civit. Dei X, 23, PL 41, 300).

11.- La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas por los concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe del misterio eucarístico. Porque esas fórmulas, como las demás usadas por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos no ligados a una determinada forma de cultura ni a una determinada fase de progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.

12.- Verdad es que dichas fórmulas se pueden explicar más clara y más ampliamente con mucho fruto, pero nunca en un sentido diverso de aquel en que fueron usadas, de modo que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad de la fe. Porque, según enseña el Concilio Vaticano I, en los sagrados dogmas se debe siempre retener el sentido que la Santa Madre Iglesia ha declarado una vez para siempre y nunca es lícito alejarse de ese sentido bajo el especioso pretexto de una más profunda inteligencia (Constit. Dogm. De Fide Cathol.c.4).

[Traducción: Juan Campos. Artículo original.]

RORATE CÆLI
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