Tomás

Si hay un apóstol ideal para nuestros tiempos, ese es Santo Tomás. Él no había caído en dudas; él no dijo que no estaba seguro de si creía o no; él manifestó rotundamente que no creería en Jesús resucitado, a no ser que lo viera y tocase. Pero se trató de una manifestación completamente sincera, y, paradójicamente, de búsqueda. Una búsqueda que hasta se atrevió a poner exigencias, y una búsqueda centrada en quien le dijeron que se había levantado de entre los muertos, y no en ver como ayudaba a Caifás en el cuidado ecológico de su huerta.

En ocasión de la resurrección de Lázaro, y en referencia a Cristo, “Tomás, el llamado Dídimo, dijo a los otros discípulos: ‘Vayamos también nosotros a morir con él” (Jn. 11, 16), Eso fue pronunciado antes de que el Hijo de María muriera en la cruz; pues, como sabemos,  tras su crucifixión, muerte y resurrección, Tomás manifestó su total incredulidad: “Si yo no veo en sus manos las marcas de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos, y no pongo mi mano en su costado, de ninguna manera creeré” (Juan 20, 25). De ambos pasajes escriturarios, se observa esto: que por un lado vemos a quien estaba dispuesto a morir por Cristo cuando lo veía, pero por otro lado nos encontramos con quien no estaba dispuesto a vivir por Cristo cuando ya dejó de verlo.

El caso de Tomás me hizo reflexionar sobre una inquietud que me vino a la mente, y que comentaré en líneas venideras. Pero antes, quiero notar cinco cosas. Primero, la incredulidad del apóstol hasta que el Salvador se le manifestó. Segundo (y derivado de lo primero), la gran incredulidad, pues hasta exigencias presentó: a) quería ver en las manos de Cristo la marca de los clavos; b) no solo quería ver, sino meter su dedo en el lugar de los clavos; c) quería poner su mano en el costado del Redentor. Tercero, la extensión de la incredulidad, pues es el mismo incrédulo el que dice “de ninguna manera creeré”. Lo cuarto que observo en este párrafo, es que Tomás no mete un dedo en el costado como por ahí vemos en algunas pinturas, sino que tanto en el versículo 25 como en el 27 del mismo capítulo, o se habla de poner la mano en el costado o se habla de “métela en mi costado.” Quizá tenga que ver con el tamaño de la herida que dejó la lanzada del soldado Longino, o quizá también, de algún modo figurado, la referencia a la mano (completa) signifique una incredulidad inmensísima. Y quinto y último, que solo es el evangelista San Juan quien nos trae la incredulidad de Tomás; ni San Mateo, ni San Marcos, ni San Lucas, dicen algo al respecto.

Y he aquí la inquietud sobre la que anduve cavilando: ¿Por qué el énfasis especial en la incredulidad de Tomás, si todos los apóstoles, en su conjunto, luego de la muerte de Cristo y antes de la resurrección estaban incrédulos, y posterior a ella, momentáneamente también? ¿No leemos acaso en el evangelio de San Marcos, que María Magdalena tras ver al Mesías resucitado fue a avisarle a “los que habían estado con Él, que se hallaban afligidos y llorando, pero ellos al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron” (Mc. 16, 10-11)? ¿Y no se nos dice que habiéndose aparecido el Redentor “a dos de ellos”, estos “también fueron a anunciarlo a los demás, pero tampoco a ellos les creyeron” (Mc. 16, 12-13)? Y si muchos de ellos también creyeron solo cuando vieron, cuando Cristo se les mostró, ¿por qué el hincapié en Tomás, y en el hecho de que él creyó tras ver? Tocante a estos planteos intenté buscar alguna respuesta en la Catena Aurea de Santo Tomás de Aquino, mas no la encontré. Tras pensar, llegué a concluir que lo de Tomás es especial por los siguientes motivos:

Primero, por la sencilla razón de que Dios, en su infinita sabiduría, así lo quiso resaltar, utilizando a Su hagiógrafo, el Apóstol San Juan. Segundo, porque al parecer la incredulidad del apóstol Tomás descolló en relación a la de los demás: como que con todas sus fuerzas, deliberada e intencionalmente, estaba dispuesto a no creer; él mismo afirmó que no creería “de ninguna manera”, a no ser que se le cumplieran las exigencias que había puesto. Tercero, porque colijo que una cosa fue descreer la afirmación de quienes no eran apóstoles, y otra fue descreer la voz de los Apóstoles. Cuarto, y derivado de lo tercero, para probarnos cuánto hemos de reverenciar la voz apostólica, ya que no es otra que la voz del mismo Maestro: “Quienes a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desprecia a mí me desprecia” (Lc. 10, 16). Los mismos Apóstoles se atan a la voz de Cristo, y no osan desvirtuarla y dar a eso adulterado como bueno. Y el Apóstol de los gentiles, San Pablo, no ha sido menos categórico: “Yo he recibido del Señor lo que también he transmitido a vosotros” (1 Corintios 23). No transmitió invenciones propias, novedades mundanas o peregrinas elucubraciones, no: transmitió exclusivamente lo que recibió de Aquél al que él antes perseguía. Quinto, porque se nos enseña que la fe que lleva bienaventuranza, viene por la adhesión al testimonio y no a la visión; de ahí que el mismo Jesucristo le diga a Tomás y a todos los reunidos: “Bienaventurados los que han creído sin haber visto” (Jn. 20, 29). Respecto a esto último, son bellísimas las palabras que expone Monseñor Straubinger comentando el versículo: “Esta bienaventuranza del que cree a Dios sin exigirle pruebas, es sin duda la mayor de todas, porque es la de María Inmaculada: ‘Bienaventurada la que creyó’ (Lc. 1, 45)”.

Que el gloriosísimo apóstol Santo Tomás nos alcance de la Divina Trinidad una fe firmísima, un fe inquebrantable, y que nos una aquí y en la eternidad a su hermosa y rotunda confesión de fe, para que también digamos siempre: “Señor mío, y Dios mío” (Jn 20, 28).

Tomás I. González Pondal

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