El Padre Petit de Murat hace ya casi 60 años nos advertía acerca de la importancia del silencio:
«Después de intensa experiencia y observación me atrevo a afirmar a Vuestra Paternidad que la única predicación, o poco menos, eficaz, será en adelante el silencio, la disciplina y el ejemplo del monje. Parece paradojal, pero es así. Nuestro pobre pueblo está harto de palabras; yacen ellas gastadas y ya no significan nada. Muchedumbres de periódicos y radios mienten día y noche a sus anchas, un Clero que ha velado la Palabra con un exceso de opiniones individuales, la ha desvirtuado. Cuando un Sacerdote habla, ese hecho sólo significa una opinión más con la cual, libremente, se puede simpatizar o no. No hay mayor llamamiento hacia la Verdad para estas gentes heridas de muerte por el aturdimiento que ya es sistemático e inmenso fragor en su derredor, que el bálsamo del silencio. La Presencia que puebla el sagrado silencio, es la única noticia del Cristo, distinta al mundo que padecen; callar y vivirlo es lo único que puede predicarlo. La ceñida figura del monje que tan sencillamente ha retornado a lo esencial, a todo lo verídico de Dios y del hombre, es el Amén de la eternidad que se ha hecho visible en la perfecta ofrenda; es el signo distinto a la baraúnda de signos agresivos y muertos que envuelven al hombre de hoy. Las almas lo aguardan con instinto que brota del Bautismo, el cual sabe buscar oscuramente el antídoto de los males que intentan destruirlo. No dudemos que esta predicación es la única que, en nuestros días, puede lograr conversiones radicales al Cristianismo[1]«.
Leo en diversos medios (aquí y aquí) acerca de la publicación en español del libro La Fuerza del Silencio del Cardenal Sarah en diálogo con el periodista Nicolas Diat, donde recoge varias reflexiones sobre el ruido que nos esclaviza y el silencio, necesario para escuchar a Dios. La inspiración de dichas páginas fue una estadía compartida en la Abadía de Lagrasse. Celebro estas reflexiones aunque aún no haya podido leer el libro completo sino sólo algunos fragmentos.
Lo celebro porque creo, desde la experiencia del laico que procura vivir la fe, que es tal y como lo expresaba otrora el Padre Petit, como lo explica hoy el Cardenal Sarah. Estamos hartos de palabras, agobiados por el ruido de las opiniones que confunden y acrecientan la perplejidad, hundidos en mares de palabras huecas; sólo el silencio nos permitirá encontrar a Dios, escuchar lo que Él quiere decirnos. Vivimos en un mundo tan inundado de palabras que la palabra ha sido devaluada, cada vez vale menos.
Dice el Cardenal Sarah:
Nunca dejaré de dar las gracias a los sacerdotes buenos y santos que entregan generosamente la vida entera por el reino de Dios. Pero denunciaré sin descanso a los que son infieles a las promesas de su ordenación, que para darse a conocer o para imponer su propia visión, tanto en el plano teológico como en el pastoral, hablan y hablan sin parar. Son clérigos que repiten las mismas banalidades. No podría asegurar que Dios habite en ellos. ¿Quién es capaz de descubrir en el desbordamiento de su interioridad una fuente nacida de las profundidades divinas? Pero ellos hablan, y a los medios les gusta escucharlos para hacerse eco de sus necedades, sobre todo si se manifiestan a favor de las nuevas ideologías posthumanistas en materia de sexualidad, familia y matrimonio. Para estos clérigos, la idea que Dios tiene de la vida conyugal es un ideal evangélico. El matrimonio ya no es una exigencia y un querer de Dios cuyo modelo está expresado en el vínculo nupcial entre Cristo y la Iglesia. La presunción y la arrogancia de algunos teólogos les lleva incluso a exponer opiniones personales difícilmente conciliables con la revelación, la tradición, el magisterio multisecular de la Iglesia y la enseñanza de Cristo. Y así, poderosamente respaldados por el ruido mediático, llegan incluso a cuestionar el pensamiento de Dios[2].
Cuando uno tiene la gracia de conocer la liturgia tradicional, lo primero que impacta es la primacía absoluta y notable del silencio. El silencio que ayuda a comprender que la Santa Misa es para Dios, Él es el centro y no el hombre. A partir de este primer impacto es posible advertir hasta qué punto los cuatro fines de la Santa Misa: latréutico o de adoración, eucarístico o de agradecimiento, propiciatorio o de satisfacción por nuestros pecados y de petición o impetratorio, son realzados en la Misa tradicional. La misma disposición ad orientem hace que el sacerdote y los fieles recuerden a quién se dirigen nuestras oraciones, a su vez que el silencio ¡con tanto protagonismo en esta liturgia! nos sumerge en el misterio de la adoración. De igual modo sucede con el fin de agradecimiento, nuestra acción de gracias se dirige a Dios no al sacerdote que resulta sólo un instrumento del Señor. Agradecemos con palabras sagradas pues la mayor parte de las oraciones tomadas de los salmos nos recuerdan que todo lo debemos a Dios. El fin propiciatorio es especialmente cuidado en la liturgia tradicional pues no ofrecemos a Dios pan y vino fruto del esfuerzo del hombre -¡qué podrían satisfacer estos frutos cuando el pecado ofende a Dios mismo!- lo que ofrecemos es la hostia pura y santa, el Cuerpo Santísimo del Señor entregado por nosotros y por nuestros pecados. El último fin, impetratorio o de petición, también es subrayado por la disposición del sacerdote y los fieles. Todos pedimos al Señor y el Sacerdote es el primero entre nosotros que dirige y eleva a Dios nuestras peticiones. El silencio nos ayuda a descubrir la riqueza de la Santa Misa que es un tesoro infinito:
No hay nada más pequeño, más dulce y más silencioso que Cristo presente en la Hostia (…) Si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, tenemos que afianzar nuestra vida sobre tres grandes realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen – crux, hostia et virgo… Tres misterios que se deben contemplar en silencio[3].
El Cardenal Sarah nos interpela e interpela a nuestra cultura cuando dice:
Por desgracia, las fuerzas mundanas que quieren forjar al hombre moderno eliminar metódicamente el silencio. (…)
Es en el silencio, y no en el tumulto ni el ruido, cuando Dios penetra en las profundidades más íntimas de nuestro ser. (…)
Para definir los contornos de nuestras acciones futuras conviene hacer silencio diario.
Es imposible imaginar ni por un instante una vida de oración al margen del Silencio.
Los sonidos y las pasiones nos apartan de nosotros mismos mientras que en silencio siempre obliga al hombre interrogarse sobre su propia vida. (…)
El hombre que domina su lengua controla su vida como el marinero domina la nave. Y al contrario el hombre que habla demasiado es un navío borracho. (…)
Nuestra época abomina de aquello a lo que nos conduce el silencio: encontrar a Dios, maravillarse y arrodillarse ante Él[4].
Nuestro mundo ha dejado de escuchar a Dios, porque no deja de hablar a un ritmo y a una velocidad letales para no decir nada. La civilización moderna no sabe estar callada. Vice en permanente monólogo. (…) Hasta en los colegios ha desaparecido el silencio. ¿Acaso se puede estudiar rodeados de ruido?[5]
Y nos aconseja a fin de que llevemos el silencio a nuestras vidas:
Cuanto más nos revestimos de gloria y honores, cuanto mayor es nuestra dignidad, cuanto más investidos estamos de responsabilidades públicas, de prestigio y de cargas temporales como laicos, sacerdotes u obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la humildad y de cultivar cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra vida interior, procurando constantemente ver el rostro de Dios en la oración, la meditación, la contemplación y la ascesis[6].
Para que no nos suceda lo que al charlatán:
Arrastrado hacia fuera por la necesidad de contarlo todo, el charlatán se halla lejos de Dios y de cualquier actividad profunda. (…) No le queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad. Con la agitación que crea en torno a él, impide a los demás el trabajo y el recogimiento fecundos. El charlatán, vano y superficial, es un ser peligroso[7].
Finalmente, también nos alerta acerca de algo que con mucha frecuencia sucede hoy especialmente en los ámbitos pro-vida:
La costumbre tan extendida hoy de testimoniar en público gracias divinas concedidas en lo más íntimo del hombre, lo expone a la superficialidad, a la autoviolación de la amistad interior con Dios y a la vanidad[8].
Válgannos, también, los consejos escritos en el extenso poema autobiográfico, escrito en estilo gauchesco, del P. Leonardo Castellani La muerte de Martín Fierro:
Tres veces piense su hablar
Y de tres, una vez hable
-Guarde reserva invariable-
Mentira jamás dirá,
Y ni siquiera verdá
Que no ser indispensable.
Al varón que parla al rumbo
Yo de loro lo sentencio-
Ni entre amigos que aquerencio
Fí hombre de charlas y risas
Véanlas a estas Clarisas
Cómo guardan su silencio.
Callar dicen que es cristiano
Y que el hablar mucho es moro-
Hoy es tiempo sin decoro
Que hablan tantos a destiempo-
Sepan que un callar a tiempo
Sabe ser palabra de oro.
De papeles parlanchines
Hay hoy montañas de sobra-
Charla el charlatán y cobra
Pero el varón de mi bando
Más habla orando que hablando
Y hasta su palabra es obra.
Y hasta el que habla porque enseña
Y su misión es de hablar
¡Cuánto tiene que rumiar
De idea, de rima y ciencia
Y de Dios en la en la presencia
Noches enteras callar![9]
Quiera Nuestro Señor Jesucristo, modelo de varón en el silencio de su Pasión, y Nuestra Señora, la que conservaba todas las cosas en su corazón, que sepamos llenar nuestras vidas de elocuentes silencios.
Andrea Greco de Álvarez
[1] Petit de Murat, M. J., O. P., 1960, Carta a un trapense, La Plata.
[2] https://infovaticana.com/2017/03/28/las-frases-mas-valientes-del-cardenal-del-silencio/
[3] Sarah, Robert y Diat, Nicolas, La fuerza del silencio; frente a la dictadura del ruido, Madrid, Ed. Palabra, 2017, parágrafo 57.
[4] https://infovaticana.com/2017/03/28/las-frases-mas-valientes-del-cardenal-del-silencio/
[6] La fuerza del silencio, Parágrafo 15.
[9] Leonardo Castellani, La muerte de Martín Fierro, General Alvear, Lignum, 2014, p. 250-251.