Ha fallecido Don Alberto Caturelli. Un honor para esta Patria haber tenido entre sus hijos a este eminente filósofo pero más encumbrado cristiano. María Virginia Gristelli ha publicado un homenaje al cual adherimos con sinceridad (aquí), como también recomendamos el in memoriam del P. Iraburu (aquí).
Sólo quisiéramos traer aquí el recuerdo, si cabe agregar algo a lo dicho acerca de su luminosa existencia en este mundo, de su certísima percepción de los males y peligros que actualmente acosan al cristiano y a la Iglesia.
Alberto Caturelli en la conclusión de su libro La Iglesia Católica y las catacumbas hoy expresa:
“¿Por qué escribí este libro?… he vuelto a repasar la doctrina de la tradición de siempre sobre el sacerdocio común de los laicos (…) han de dar testimonio de Él en todo lugar y circunstancia (Lumen gentium, II, 10) (…) En la situación actual del mundo su misión [la del laico] se vuelve dolorosísima: el mundo odia al laico católico quien sufre un asedio casi insoportable desde fuera y desde dentro de la Iglesia militante. Por eso he ido escribiendo este libro como testimonio de esa experiencia. Desde el mundo acontece lo que siempre es de esperar: las puertas se cierran, el acoso constante en la Universidad, en el trabajo y en la vida social; las dificultades que provienen de mis propias debilidades y pecados; desde dentro, el progresismo ‘teológico’ infiltrado en la Iglesia, el mutismo hostil, los celos, la persecución silenciosa, el abatimiento y la confusión de ovejas en soledad… el sufrimiento callado”[1].
Creo que esto que escribía Caturelli es lo que más de un cristiano percibe cuando pretende ser fiel a la Iglesia de Cristo, sin menguas ni concesiones. Está claro que, como dice don Alberto, hubiera sido para él, como lo sería para nosotros, más sencillo, tranquilo y “falsamente prudente” dedicarse y dedicarnos a nuestros problemas cotidianos y despreocuparnos de los problemas de la Iglesia. Seguramente eso hubiera disminuido para él, y para nosotros, el asedio que vivimos desde el mundo y desde dentro. Pero, como nos fue enseñado:
En esta vida emprestada
el buen vivir es la clave;
aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.
… Y por eso en esta vida en que vamos de paso no estamos para el descanso y la vida tranquila sino para dar la lucha que nos allane el camino hacia el cielo y Alberto Caturelli fue un ejemplo de laico comprometido con la vida eclesial.
Hay un mal de nuestro tiempo que Caturelli ha señalado con enorme claridad y lucidez: el iscariotismo. Se trata de un duro texto que sirve para mostrar los peligros que se ciernen sobre una Iglesia que no quiere confrontar con el mundo, que prefiere castigar con severidad puertas adentro para mostrar toda su blandura puertas afuera:
“Como un gas impalpable que penetra en la Iglesia por alguna grieta (como denunciaba Pablo VI) el iscariotismo no quiere “confrontaciones” ni recios testimonios (sí, sí; no, no) sino compromisos equívocos, “ponderados” y “prudentes”… que le permitan seguir viviendo “en paz” con el mundo.
No le preocupa “traer las ovejas perdidas a la Casa del Padre” (que podría costarle hasta el no deseado martirio) sino trasquilar sus ovejas, hacer de ellas obsecuentes cortesanos y desempeñar hasta el fin su papel de mercenario entregado al mundo. El pastor se alía con el Lobo. El iscariotismo acentúa la “enfermedad” radical del hombre, bajo el pretexto de ofrecerle una “mejor calidad de vida” terrena, le lleva a la muerte segunda y a padecer la lepra mortal de la opulencia.
El Iscariote ha sustituido el compromiso con Cristo por la “ética del discurso” (como dicen ciertos “filósofos” actuales) que se funda en el “consenso”… Los iscariotes de la Iglesia y el mundo no se atreven a oponerse a “las mayorías”[2].
Su enorme y grandiosa Historia de la Filosofía en la Argentina concluye con estas palabras que son una suerte de despedida:
“Tal es el camino, en el estricto sentido que tiene el término en nuestra lengua: es la tierra hollada por donde se transita y, al mismo tiempo, la vía que se construye para transitar. Por eso significa también viaje. En este caso tiene todo el simbolismo no de una mera traslación espacial, sino de tensión y búsqueda espiritual ya que, viajar es buscar. En tal sentido, mientras escribía esta obra, adivinaba el carácter nomádico del camino y de la búsqueda, propio de nuestro exilio existencial. Paradójico sentimiento provocado por un exilio y un arraigo, de tensión y prueba que, al alcanzar su fin, comprende su relatividad. Es, pues, el nuestro, un camino siempre nuevo (el nuevo éxodo) como búsqueda de la verdad mostrada y ocultada de la historia. De ahí que sea penoso y necesite que Alguien nos despeje el camino siendo Él mismo el Camino y fin del camino. Por eso, aquí termino, pudiendo decir lo mismo que el inmortal poeta al despedirse de sus hijos, contemplando el horizonte infinito:
“Permítanme descansar,
¡Pues he trabajado tanto!
En este punto me planto
Y a continuar me resisto
Estos son treinta y tres cantos,
Que es la mesma edá de Cristo”[3].
Quiera Dios que a ejemplo de Don Alberto Caturelli, que ha llegado al fin del Camino, seamos fieles testigos de la fe, perseverantes en nuestro compromiso de laicos cristianos, seguros y claros, capaces de recios testimonios, nunca mercenarios, despreocupados de los consensos terrenales porque sólo nos importa el “consenso” de los santos, de los héroes, de los coros angélicos, de aquellos que nos han precedido en esta tierra y se encuentran ya frente al Rey de Reyes.
¡Dale Señor el descanso eterno y brille para él la luz que no tiene fin! ¡Que el alma de Don Alberto y de los fieles difuntos, por la Misericordia de Dios, descansen en paz!
Dra. Andrea Greco de Álvarez
[1] Caturelli, Alberto, La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, Buenos Aires: Gladius, 2006, p. 331.
[2] Caturelli, Alberto, La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, Buenos Aires: Gladius, 2006, p. 327.
[3] Caturelli, Alberto, Historia de la Filosofía en la Argentina (1600-2000), Buenos Aires: Ciudad Argentina – Universidad del Salvador, 2001, p. 921.