El 22 de abril de 2017, en el Hotel Columbus de Roma, a una cuadra de la Plaza San Pedro, seis académicos reconocidos hablaron en una conferencia emblemática: «Buscando Claridad: a un año de Amoris Laetitia«, un llamado al papa Francisco para que responda la dubia de los cuatro cardenales sobre los pasajes de Amoris Laetitia que pretenden justificar los actos de adulterio en contra del sexto mandamiento del decálogo y permiten la entrega de la sagrada comunión a los que viven en adulterio público permanente more uxorio.
Los invitamos a leer las importantes intervenciones de esta conferencia en inglés por la Dra. Anna M. Silvas, «A Un Año de Amoris Laetitia. Una Palabra Oportuna» , y por el Dr. Douglas Farrow, «Las Raíces de la Crisis Actual» (video).
Adicionalmente, ofrecemos la siguiente traducción al español de la intervención completa del profesor Claudio Pierantoni, en beneficio de los lectores de Rorate:
Necesidad de Coherencia entre el Magisterio y la Tradición: Ejemplos Históricos
Claudio Pierantoni
Profesor de Filosofía Medieval
Universidad de Chile (Chile)
En esta intervención, examinaremos brevemente la historia de dos Papas de la antigüedad, Libero y Honorio, quienes por diferentes razones fueron acusados de desviarse de la tradición de la Iglesia durante la larga controversia trinitaria y cristológica que absorbió a la Iglesia desde el cuarto al séptimo siglo.
A la luz de las reacciones del cuerpo eclesial frente a estas desviaciones doctrinales, examinaremos el actual debate que se ha desarrollado sobre las propuestas del papa Francisco en la exhortación apostólica «Amoris Laetitia» y las cinco «dubia» presentadas por los cuatro cardenales.
1 El caso de Honorio
Comenzaremos con el caso de Honorio I, que si bien es cronológicamente posterior, es técnicamente más claro. De hecho, él fue el único Papa condenado formalmente por herejía. Estamos en las primeras décadas del siglo VII, en el contexto de la controversia sobre las dos voluntades de Cristo. El Concilio de Calcedonia del año 451 había afirmado que en la persona de Cristo están unidas dos naturalezas completas, la divina y la humana; sin embargo, esta solución había dejado descontenta a una parte importante de las Iglesias orientales que afirmaban que al menos tras la unión, terminaba subsistiendo en Cristo una sola naturaleza (Monofisismo). Para saciar la necesidad unitiva de la facción Monofisista, Sergio, el patriarca de Constantinopla, propuso una fórmula que si bien aceptaba la doctrina de las dos naturalezas, la contrabalanceaba con la idea de una única energía operante en Cristo (Monoenergismo). Tengamos en cuenta que en ese tiempo la situación política del imperio era muy delicada. El emperador Heraclio, habiendo ascendido al trono en el año 610, debió confrontar un ataque masivo de los persas que habían invadido grandes territorios del Imperio Romano de Oriente, logrando profanar el Santo Sepulcro de Jerusalén al punto de poner a Constantinopla bajo amenaza. Sin embargo, el emperador logró reorganizar las fuerzas romanas y liderar un rescate épico que tuvo las cualidades de una correcta y verdadera cruzada, hasta derrotar finalmente a los persas en el 628. Era natural que tras la guerra, Heraclio deseara una unificación religiosa del imperio, por lo que buscó una fórmula de conciliación con los monofisitas que representaban la mayoría de la población en las nuevas provincias reconquistadas. Su partidario en esta política fue precisamente el patriarca Sergio. Éste se convirtió en promotor de esta doctrina que, mientras por un lado admitía las dos naturalezas de Cristo, por otro predicaba Su única energía operante. Sergio también buscó el apoyo del Obispo de Roma, Honorio, quien sin embargo prefirió afirmar (quizás considerando el término griego enérgheia poco claro o abstracto) que en Cristo hay una única voluntad (una voluntas). El papa Honorio explicó esta doctrina en una carta del 634 (Scripta fraternitatis) como respuesta al patriarca de Constantinopla (1), y esta carta fue precisamente la causa de su condenación posterior, junto con Sergio. En el 638, con ambos patriarcas ya muertos, el emperador Heraclio promulgó un documento solemne de unión religiosa, la «Exposición» (Ékthesis), en el que sancionaba precisamente la fórmula de una voluntas. Pero en décadas posteriores, tras otra pelea, esta fórmula fue declarada definitivamente herética. De hecho, la doctrina de una única voluntad en Cristo, o Monotelismo, contrastó con las consecuencias lógicas del dogma de las dos naturalezas, la divina y la humana, una doctrina sólidamente basada en la revelación bíblica, expuesta admirablemente por el papa León Magno y sancionada solemnemente por el Concilio de Calcedonia. Finalmente en el 681, en línea con la doctrina de Calcedonia, el Tercer Concilio de Constantinopla (Sexto Concilio Ecuménico) condenó al patriarca Sergio y con él al papa Honorio. Aquí está el texto:
Examinadas las cartas dogmáticas escritas por Sergio, en su tiempo patriarca de esta ciudad imperial protegida por Dios, tanto a Ciro que entonces era obispo de Fasi, como a Honorio, que era obispo de la antigua Roma, y la carta con la cual este último, es decir Honorio, respondió a Sergio, y constatado que no están conformes a las enseñanzas apostólicos y a las definiciones de los santos concilios y de todos los ilustres santos Padres, y que en cambio siguen las falsas doctrinas de los herejes, las rechazamos todas y las execramos como corruptoras.” (2).
Luego del anatema contra Sergio y otros obispos, el concilio concluyó:
Decidimos que también Honorio, que fue papa de la antigua Roma, sea arrojado de la Santa Iglesia de Dios y sea anatematizado con ellos porque hemos encontrado en su carta a Sergio que seguía la opinión de éste en todas a las cosas y confirmó sus malvados dogmas.» (3).
El Concilio fue luego ratificado por el Papa reinante, León II, reiterando el anatema contra su predecesor con las siguientes palabras:
Anatematizamos también a los inventores del nuevo error: Teodoro Obispo de Pharam, Ciro de Alejandría, Sergio, Pirro, Pablo y Pedro de la Iglesia de Constantinopla, y también Honorio que no ilustró esta Iglesia apostólica con la doctrina de la Tradición apostólica, sino que permitió, por una traición sacrílega, que fuese maculada la fe inmaculada”
El papa León II también mencionó esta condena en dos cartas: una a los obispos de España, concerniente a Honorio:
Con Honorio, al convertirse en autoridad apostólica no extinguió la llama de la enseñanza herética cuando comenzaba sino que le dio pábulo con su negligencia.»
La otra, dirigida al rey visigodo de España, Ervigio, que decía:
Y con ellos Honorio, que permitió que la ley sin mancha de la tradición apostólica que recibió de sus predecesores, fuera ensuciada».
Ahora bien, de las declaraciones del Sexto Concilio Ecuménico, se obtiene un concepto muy preciso de la unidad y la coherencia que debe existir entre: (1) la tradición recibida de los apóstoles, (2) las definiciones de los concilios, que reiteran puntos particulares de la tradición para aclararlos de manera solemne, y finalmente (3) el testimonio de los Padres que, sin contar con infalibilidad, confirman por separado a lo largo de los siglos su consenso a la continuidad de una enseñanza particular. Por lo tanto queda establecido claramente, y luego reafirmado explícitamente por el mismo papa León II, que este cuerpo de tradición formado por apóstoles, concilios, y Padres, provee la vara de medición con la que se evalúa la afirmación dogmática del papa Honorio, quien habiendo fallecido es condenado luego en términos específicos por la asamblea de Constantinopla. Luego, el mismo papa León II ratifica el concilio y confirma el anatema contra su predecesor, quien se desvió de la regla de tradición apostólica; y no solo eso, sino que también enfatiza la gran responsabilidad de Honorio por la negligencia con la que favoreció la propagación de la herejía monotelista. Es particularmente llamativo que la misma Sede Romana que por más de dos siglos (al menos desde el tiempo de Damaso) insistió explícitamente en su superioridad y prerrogativa por tener la última palabra, sobre todo en asuntos de doctrina, aquí resalta el principio fundamental de que el Papa está sujeto a la regla de tradición apostólica que ha recibido de sus predecesores. Como dice el apóstol, es una consignación (de Traditio) o depósito, que ante todo debe ser preservado fielmente para luego ser transmitido y enseñado a los hermanos. Entonces, Honorio es condenado por haber permitido que «la ley sin mancha de la tradición apostólica que recibió de sus predecesores, fuera ensuciada.» Por lo tanto, en el centro de la condena del papa León a su predecesor no está su adhesión a la formula errónea, que está en el centro de la condena de Honorio por parte del concilio, sino también y por sobre todo, la negligencia en permitir que «la ley sin mancha de la tradición apostólica que recibió de sus predecesores, fuera ensuciada.« De hecho, en sí misma, la formula «una voluntas» de Honorio podría defenderse si no se refiriera a la facultad natural de la voluntad, que necesariamente obedece a la naturaleza respectiva, sino a la decisión concreta de la persona de Jesucristo en la que evidentemente las voluntades, a pesar de ser dos, humana y divina, convergen sin embargo en una única acción, porque Jesús jamás podía desobedecer la voluntad divina. También es probable que Honorio pretendiera precisamente, aunque tal vez con alguna reserva mental, y conscientemente, no podría no estarlo, que la formula dejara un espacio libre para la interpretación monotelita. Al examinar la calificación de hereje de Honorio, lo decisivo es precisamente su negligencia en no impedir, e incluso el fomentar, la libre difusión de la herejía monotelita.
2. El caso de Liberio
Liberio, «natione Romanus«, fue elegido Papa el 17 de mayo de 352, en uno de los momentos más delicados de la controversia arriana. Su predecesor, Julio I, había defendido tenazmente la fe establecida por el Concilio de Nicea del año 325 que declaró al Hijo consustancial con el Padre. En esto, Julio había contado con el apoyo decisivo del emperador de occidente, Constantino. Pero con la muerte de Constantino, el papa Julio se encontró junto con todos los obispos de occidente, a merced de las presiones de su hermano, Constancio, emperador de oriente, quien apoyaba en cambio a la posición de la mayoría en el episcopado oriental, en oposición a Nicea. De hecho, para los obispos orientales, la formula de Nicea no dejaba espacio para la diferencia personal entre el Padre y el Hijo. Como único emperador, Constancio estaba ansioso por restaurar la unidad de la Iglesia, precisamente según la perspectiva oriental contraria a Nicea. Con este fin, llamó a un concilio en Arles, la Galia, en el año 353, que dejó a un lado la fe de Nicea y condenó además a Atanasio, obispo de Alejandría, el único obispo oriental que defendía tenazmente la fórmula de “consustancial.” Incluso los enviados del Papa, presentes en el concilio, firmaron la condena de Atanasio. Pero Liberio rechazó ese trabajo y pidió a Constancio que convoque un nuevo concilio, para confirmar la fe de Nicea. Fue el Concilio de Milán del 355. Pero nuevamente aquí los obispos fieles al Papa fallaron en su intento de firmar el Credo Niceno, y se repitió también la condena a Atanasio. Los tres obispos que se negaron a firmar fueron depuestos y exiliados a oriente. A esta altura, la tormenta comenzó a rodear al papa Liberio: de hecho, el Papa no había participado directamente en el concilio, pero el emperador estaba decidido a forzar su firma. Con este objetivo, envió una gran suma de dinero con un emisario para ofrecérsela al Papa, pero éste la rechazó decididamente; luego el ministro la depositó en la tumba de San Pedro como un ofrecimiento a la Iglesia: pero Liberio hizo arrojar el dinero fuera de la Iglesia, como una ofrenda sacrílega. En ese momento, el emperador salió a las calles, de hecho hizo secuestrar a Liberio por la noche para evitar la resistencia del pueblo, y lo transfirió a Milán, la residencia del emperador de occidente en aquel entonces. Tras una reunión dramática en la que Liberio no cedió a las presiones de Constancio, el Papa fue depuesto y exiliado a Tracia. Estamos a comienzos del año 356. Mientras tanto, en aquel tiempo la situación doctrinal se complicó: específicamente, el frente anti-Niceno se separó en tres partidos: (1) los más cercanos a Nicea consideraban que el Hijo, si bien no era igual, al menos era “similar al Padre en sustancia” (homoiusiani); (2) los más alejados de Nicea negaban la similitud entre el Hijo y el Padre (anhómoioi); (3) y en el medio el partido Homoión (homoioi), afirmaba una similitud general entre el Hijo y el Padre. Este partido era el más cercano a los deseos del emperador por la generalidad que prometía aparentemente satisfacer a todos en una posible unión, una bastante superficial. Desafortunadamente, esta situación doctrinal incierta, combinada con el frío y doloroso exilio en Tracia, comenzó a quebrar la resistencia del Papa quien, al cabo de un año, terminó cediendo. La concesión de Liberio se atestigua en cuatro cartas entregadas por San Hilario (5). También lo atestiguan San Atanasio (6) y San Jerónimo (7). De estos documentos sabemos que Liberio firmó una fórmula de fe publicada por un concilio en Sirmio: no sabemos si era la primera formula de Sirmio, del año 351, que permitió el derrumbe de la fe de Nicea tratando de afirmar la cercanía del Hijo con el Padre, o la segunda fórmula de Sirmio, del 357, que afirmaba decisivamente la disimilitud del Hijo con el Padre, y prohibía además el uso de “consustantial” (homousios) así como de “de sustancia similar” (homoiusios). De todas formas, está claro que Liberio rechazó así la fe de Nicea y llegó al punto de excomulgar a Atanasio, el defensor más importante. El giro radical de Liberio causó una gran impresión y fue estigmatizado severamente, especialmente por San Hilario. Ya dócil al emperador, Liberio recibió luego de un tiempo el permiso para regresar a Roma, donde fue restablecido como obispo. Allí fue recibido benevolentemente por el pueblo, pero ahora debilitado y herido en su prestigio y rol como líder del episcopado, no tenía ni la fuerza ni la voluntad para oponerse a la ejecución última del plan de Constancio quien, en el siguiente doble concilio de Rimini y Seléucia (359) obtuvo finalmente el triunfo de la fórmula genérica del «Hijo similar al Padre» teniendo a los obispos como rehenes hasta que firmaran; esta fórmula fue luego confirmada por otro concilio en Constantinopla, al año siguiente (360): esta fórmula, con su generalidad, dio la tarjeta de ciudadanía a las facciones arrianas moderadas, y al excluir el uso del término ousía (sustancia), desterró tanto a omoiusiani como omousiani, es decir, la fe ortodoxa de Nicea. Los meses subsiguientes, todos los prelados arrianos, expertos tanto en dialéctica como en manejos políticos, que habían hecho carrera gracias a los favores de Constancio, consolidaron su poder en las principales sedes episcopales. En ese momento, según la famosa frase de San Jerónimo, «la tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana.» El éxito de la política eclesiástica tenazmente perseguida por Constancio parecía definitivo, y la situación estable durante un tiempo indeterminado, en favor de los arrianos: a los ojos humanos, la fórmula de fe definida en Nicea 35 años antes, parecía ya obsoleta. De los más de mil obispos representantes del cristianismo, solo tres permanecieron firmes resistiendo en el exilio (Atanasio de Alejandría, Hilario de Poitiers y Lucifer de Cagliari), aparentemente excluidos del correr de la historia.
Sin embargo, justo cuando todo parecía pacífico, la situación militar en el frente persa se deterioró de golpe, forzando a Constancio a tomar armas e ir hacia el este. Para peor, poco tiempo después, en la Galia, el ejército proclamó emperador al César Juliano. Por lo tanto, el imperio se vio amenazado de pronto por enemigos externos y estaba al mismo tiempo al borde de una guerra civil. Sin embargo, esto se evitó providencialmente, gracias a la muerte repentina de Constancio por una fiebre, en noviembre del 361: el emperador tenía solo 44 años.
Recién ascendido al trono imperial, Juliano, que más tarde sería llamado el Apóstata, declaró la guerra a la fe Cristiana y Roma retornó al paganismo tradicional. Esto permitió el regreso de los obispos exiliados y podría decirse que limpiaron completamente toda la política eclesiástica de Constancio. A esa altura, dado que las horribles amenazas de Constancio habían cesado, el papa Liberio publicó una encíclica que consideraba inválida la fórmula aprobada en Rímini y Constantinopla, y demandó que los obispos de Italia aceptasen el Credo Niceno. En el 366, en un sínodo realizado en Roma poco antes de su muerte, tuvo la alegría de obtener la firma del Credo Niceno de una delegación de obispos orientales. Al morir, fue venerado como confesor de la fe, pero su culto fue interrumpido por el recuerdo de su concesión, y su nombre no aparece en la memoria litúrgica romana.
A diferencia de Honorio, Liberio no recibió una condena formal, seguramente debido a que, por un lado, su deserción no se había debido a una inclinación verdadera, sino a una fuerte presión política y, por otro lado, al detenerse la presión, el Papa tuvo la oportunidad de reafirmar solemnemente la fe ortodoxa de Nicea. Por esta razón, si bien su culpa moral por la concesión era objetivamente grave, las consecuencias doctrinales no lo fueron porque más allá de las afirmaciones que le extrajeron a la fuerza, la mente del Papa permaneció ortodoxa; y por otro lado, un poco más tarde, la situación doctrinal se desenredó, paradójicamente, debido a la apostasía de Juliano.
A pesar de las diferencias consideradas en forma general, sin embargo, los dos casos de Liberio y Honorio tienen un importante punto en común, el hecho de que sus respectivas intervenciones se llevaron a cabo mientras avanzaba el proceso de formulación de dos dogmas, el trinitario en el caso de Liberio y el cristológico en el caso de Honorio. De hecho, si bien en Nicea la consustancialidad del Padre y el Hijo había sido establecida dogmáticamente, faltaba una fórmula para definir la Trinidad de personas con un término técnico; de la misma forma, mientras que en Calcedonia se afirmó la naturaleza dual de Cristo, faltaba la especificación que solo aparecería dos siglos después con la afirmación formal de las dos voluntades. Ahora bien, sin duda, las circunstancias atenuantes son este punto en común que une la desviación doctrinal de los dos Papas de la antigüedad; pero desafortunadamente este es el punto que los diferencia de la desviación doctrinal que está ocurriendo en el pontificado actual, que en cambio tiene un fuerte factor agravante al enfrentarse a doctrinas que no necesitan clarificación o formulación; doctrinas que, además de estar firmemente ancladas en la tradición, han sido debatidas exhaustivamente en las últimas décadas y clarificadas en detalle por el magisterio reciente. Por lo tanto, no es solo el magisterio desviándose de la tradición en general, sino una contradicción directa de los pronunciamientos del mismo magisterio.
3. El caso de Francisco
Entonces, si tomamos en consideración el caso actual del papa Francisco, el panorama se torna más complicado. Naturalmente, aquí no necesito recordar sucesos históricos, que son muy recientes y conocidos por el público informado por el bombardeo de reportes que nos llegan a diario. Por lo tanto, me limitaré a los puntos estrictamente indispensables, tratando de dar un pantallazo de esta grave crisis que amenaza como la más grave jamás enfrentada por la Iglesia.
El conflicto nace a partir de un punto aparentemente confinado que el observador poco atento tiende a percibir como de interés más pastoral y disciplinario que dogmático; es decir, la posibilidad de dar la comunión, al menos en ciertos casos, a personas que habitan con otras que no son sus cónyuges legítimos. Por lo tanto, sorprende a muchos que desviarse de la doctrina en un punto aparentemente confinado, constituya semejante caballo de Troya, capaz de disparar desde el interior el edificio mismo de la Iglesia, la trágica demolición de todas sus defensas, desde sus propios cimientos.
Comenzaré planteando mi convicción, de que este ataque sobrepasa a nivel espiritual las intenciones y la conciencia subjetiva de los defensores de la llamada línea progresista, o más precisamente, modernista; es bueno recordar que nuestra lucha no es contra personas de «sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas» (ef. 6:12). Pero incluso a nivel histórico, hay una obligación de reportar y no oscurecer el hecho de que esto está siendo defendido y promovido por un grupo de personas concretas entre las cuales, desafortunadamente, se destaca la persona del Papa.
Por lo tanto, nuestro objetivo será mostrar cómo, desde el punto específico de la comunión para los divorciados vueltos a casar, el discurso está siendo extendido al edificio completo de la doctrina, como consecuencia lógica e inevitable. Naturalmente, el desvío doctrinal en cuestión ya estaba presente en las décadas previas y, por lo tanto, estaba también el cisma subyacente que él conlleva. Pero sin embargo, cuando uno pasa del abuso en el nivel práctico a su justificación en el nivel doctrinal por medio de un texto de magisterio pontificio y con afirmaciones positivas y acciones en su defensa por el propio pontífice, la situación cambia radicalmente. También, porque el esfuerzo para justificar teóricamente esta posición toca necesariamente otros puntos de la doctrina. Y sucede que, cuando un teólogo niega un punto de la tradición y lucha por encontrar argumentos para defender su tesis, termina hundiéndose más en el barro de la contradicción y el absurdo. Esto se debe a que el depósito de la fe preservado por la tradición no es un sistema de pensamiento meramente humano, falible, en el que podría introducirse un elemento incoherente o erróneo que podría corregirse sin causar daño, o incluso en beneficio de la verdad. En el depósito de la fe, cada elemento está conectado a todos los demás con una infalibilidad significativa. Por lo tanto, al esforzarse por defender el primer error apelando a otros elementos, termina torciendo y distorsionándolos a todos.
Veremos en cuatro puntos el avance de esta destrucción.
Primer punto
Si el matrimonio es indisoluble, pero en algunos casos puede darse la comunión a los divorciados vueltos a casar, resulta evidente que la indisolubilidad ya no puede ser considerada absoluta, sino como una regla general que permite excepciones. El cardenal Caffarra explicó claramente que esto contradice la naturaleza del sacramento del matrimonio, el cual no es una simple promesa realizada ante Dios, por más solemne que parezca, sino una acción de la gracia que trabaja a nivel propiamente ontológico. De hecho, la acción que hace que dos formen una sola carne tiene un carácter definitivo que no puede ser borrado. Además, esta acción de la gracia, fundada en el orden de la creación y dirigida hacia el bien de las personas, asume como sacramente la función de representar la unión indisoluble entre Cristo, el novio, y Su Iglesia. Si el sacramento de la eucaristía hace presente en medio nuestro el sacrificio de Cristo por el cual el redentor está unido inseparablemente al cuerpo místico de Su novia, la Iglesia, el sacramento del matrimonio por su parte no es un símbolo solamente, sino que realiza concretamente una representación visible y real de este misterio: es al mismo tiempo signo y realidad.
Entonces, cuando se dice que el matrimonio es indisoluble, lo que se está diciendo no es una simple regla general, sino que el matrimonio ontológico no puede ser disuelto porque en sí está contenido el signo y la realidad del matrimonio indisoluble entre Dios y Su pueblo; y es conveniente recordar que este matrimonio místico es precisamente el fin de todo el plan divino de creación y redención.
Segundo punto
Podemos observar que el autor de Amoris Laetitia, si bien de manera no completamente clara, es consciente que su propuesta es vulnerable en este aspecto. Ciertamente, también se han refutado recientemente numerosos intentos de poner en duda la tradición de la indisolubilidad, tanto a nivel bíblico como patrístico y dogmático (8). Por lo tanto, el auto ha elegido, por el contrario, argumentar desde el lado subjetivo de la acción moral. Él dice que el sujeto puede estar fuera de pecado mortal porque, por razones diversas, no es plenamente consciente de su situación como adúltero. Ahora bien, esto que ciertamente podría suceder en términos generales, en el uso que el texto le da implica empero una contradicción evidente. De hecho, todo el discurso está centrado aquí en la necesidad de discernir situaciones individuales y de ofrecer acompañamiento a la gente. Y efectivamente, queda claro que precisamente el discernimiento y el acompañamiento individual de situaciones chocan directamente con el supuesto que el sujeto es inconsciente de su situación por un tiempo indefinido. Y el autor, lejos de percibir esta contradicción, la impulsa más aún hasta el absurdo de afirmar que un discernimiento profundo puede llevar a un sujeto a la certeza de que su situación, objetivamente contraria a la ley divina, es precisamente lo que Dios le está pidiendo. Es decir, el elemento subjetivo de la ignorancia, que ciertamente puede disminuir la responsabilidad en muchos casos, paradójicamente es transformado aquí en un elemento de conocimiento, sobre la cual el sujeto puede llegar a afirmar con certeza que Dios quiere que se comporte objetivamente en contra de Su propia ley, aquella que emana de Su sabiduría eterna e infalible.
Tercer punto
Recurrir al argumento anterior delata, a su vez, una confusión peligrosa que llega a socavar la noción misma ley divina además de la doctrina de los sacramentos. Sobre esto, debemos ante todo señalar que aquí no está en juego una mera disposición divina positiva, como pueden ser las leyes que gobiernan los aspectos incidentales del culto que, como tales, se adaptan a diferentes circunstancias históricas: por ejemplo, las leyes alimenticias de los judíos, las leyes sobre los sacrificios de sangre, o la misma circuncisión. Aquí, en cambio, está en juego la ley de Dios comprendida como la fuente de la ley natural, reflejada en los diez mandamientos. Esta fue dada al hombre porque es adecuada para gobernar sus comportamientos principales y no se limita a circunstancias históricas particulares, sino que se basa en su propia naturaleza, cuyo autor es precisamente Dios. Como simple comparación: la ley positiva que gobierna el movimiento de un automóvil en un país es una cosa; el folleto instructivo escrito por el fabricante del automóvil es otra. Si yo sobrepaso la velocidad máxima ante una emergencia, supongamos, puedo estar moralmente justificado porque la norma, que es justa en sí misma, no es absoluta porque no está vinculada intrínsecamente a la esencia del vehículo. Pero si yo desobedezco la directiva del fabricante, que me dice que el automóvil fue diseñado para andar a gasolina sin excepciones, incluso ante una emergencia, seguramente ningún discernimiento servirá para asegurar que el automóvil podría andar a diesel. Utilizar diesel no es malo por estar “prohibido” por una ley externa, pero es intrínsecamente irracional, porque contradice la naturaleza misma del vehículo. Por lo tanto, suponer que la ley natural puede admitir excepciones es una verdadera contradicción en sí misma, es una suposición que no comprende su verdadera esencia y, por lo tanto, la confunde con la ley positiva. La presencia de esta grave confusión se confirma en el ataque repetitivo presente en Amoris Laetitia contra los malvados legalistas, los supuestos “fariseos” hipócritas y de corazón duro. De hecho, este ataque delata una total falta de comprensión de la posición de Jesús frente a la ley, porque Sus críticas al comportamiento de los fariseos se basa precisamente en la distinción clara entre la ley positiva (los “preceptos de los hombres”) a la que los fariseos están muy apegados, y los mandamientos fundamentales que son, en cambio, el primer requisito indispensable que Él mismo exige al discípulo aspirante. Sobre la base de esta equivocación comprendemos la verdadera razón por la cual, tras haber insultado tanto a los fariseos, el Papa termina alineándose de facto con la posición de éstos en favor del divorcio, y en contra de la posición de Jesús.
Pero, si hurgamos más hondo, es importante notar que esta confusión distorsiona profundamente la esencia misma del Evangelio y su fundación vinculada con la persona de Jesucristo.
Cuarto punto
Efectivamente, según el Evangelio, Cristo no es solo un hombre bueno que vino al mundo a predicar un mensaje de paz y justicia. Él es, antes que nada, el Logos, la Palabra que era en el principio y que se encarnó en la plenitud de los tiempos. Es significativo que la insistencia del papa Juan Pablo II en la objetividad de la ley moral, afirmada en Veritatis Splendor (1993), se complete luego con la necesaria fundamentación en la verdad racional que, a su vez, es referida como presuposición de la fe (FR, 1998). También es significativo que su sucesor, Benedicto XVI, claramente hizo del Logos el eje de su enseñanza en su homilía “Pro eligendo romano pontifice,”, mostrando con claridad que el origen del ataque moderno a la fe se lleva a cabo precisamente sobre presuposiciones filosóficas, y por lo tanto necesariamente, sobre la doctrina del Logos, una doctrina que no casualmente es atacada a muerte por el subjetivismo de las teorías modernas del conocimiento.
Está claro que el subjetivismo ético solamente puede encontrar un espacio dentro de una epistemología subjetivista o inmanentista. Si el objeto de la mente humana no se basa en el análisis final de una verdad trascendente que la ilumina, la Verdad misma por la cual las cosas fueron creadas, entonces la mente no puede conocer realmente las cosas, y sus conceptos son formalidades vacías que no pueden reflejar la realidad.
Ahora bien, uno de los postulados predilectos del papa Francisco es justificado en el ámbito de esta filosofía subjetivista, y es el que sostiene que “la realidad es más importante que la idea.” Una máxima como esta solamente tiene sentido en una perspectiva en la que no pueden existir ideas que no solo reflejan fielmente la realidad sino que incluso pueden juzgarla y dirigirla. Si en cambio aceptamos con la tradición Cristiana que la Palabra de Dios es sabiduría eterna que, por un lado crea el mundo, y por otro ilumina la mente humana, entonces debemos aceptar que esta sabiduría eterna es precisamente una idea, un modelo, que es superior a la realidad histórica; una idea que gobierna la realidad creada en su estructura íntima y que otorga la ley en su sentido más profundo; y esta sabiduría, si es tal, también puede comunicar efectivamente el conocimiento a la criatura inteligente que formó a Su imagen, pues ésta puede conocerla y amarla. Por lo tanto, el Evangelio en su totalidad presupone esta estructura metafísica y epistemológica en la que la Verdad es, en primer lugar, la conformación de las cosas al intelecto, y el intelecto es en primer lugar, el intelecto divino: la Palabra divina.
Por lo tanto, la importancia de la “sana doctrina” en el mensaje cristiano se basa en la Palabra divina que, como doctrina expresada en conceptos, lejos de ser una mera formalidad emanada del intelecto humano, es en cambio un reflejo de la Palabra tanto en su aspecto filosófico, como teoría del conocimiento y teología racional, como en su aspecto histórico, como tradición que nos llega desde la venida de Cristo a la tierra. Es por esto que en la tendencia herética demostrada en Amoris Laetitia, leída a la luz de otras numerosas afirmaciones del Papa y sus colaboradores más cercanos, el ataque a la razón y a la ley natural va acompañado por un ataque a la tradición histórica de Jesús. Dado que en su naturaleza divina Cristo es la Verdad; la Verdad misma se hizo hombre en Jesucristo. Por lo tanto, el ataque a la Verdad destruye a su vez la verdad histórica de Jesucristo, que es también el principio de verdad de toda la historia; con eso destruye la verdad ontológica hasta llegar a la verdad y visibilidad histórica de la Iglesia, su tradición y sus sacramentos que constituyen el propósito y la consecuencia de la venida de Jesucristo.
De ahí se extrae que el error de esa actitud consiste no solo y no tanto en negar uno o más puntos específicos de la doctrina católica, sino precisamente en desacreditar la naturaleza misma de la “doctrina” y su vinculación necesaria con la razón. De hecho, si “la realidad es más importante que la idea”, la pérdida de relevancia no es solamente una doctrina sino la doctrina misma. En el principio no es el Logos, sino la Práxis. «Im Anfang war die Tat,» «En el principio estaba la acción,» como dijo el Dr. Fausto, retraduciendo el Evangelio. En esta atmósfera podemos comprender cómo es posible que el editor de “La Civiltà Cattolica” haya podido afirmar que la práctica pastoral es la que debe guiar a la doctrina, y no vice-versa, y que en teología “dos más dos pueden ser cinco.” Eso explica por qué una mujer luterana puede recibir la comunión con su esposo católico: de hecho, es la práctica de la cena del Señor lo que ambos tienen en común, mientras que sólo difieren en “interpretaciones, explicaciones” que, después de todo, son meros conceptos. Pero también explica cómo, según el superior general de la Compañía de Jesús, el Verbo encarnado no es capaz de entrar en contacto con sus creaturas por los medios que Él elige, la tradición apostólica: de hecho, sería necesario conocer lo que Jesús dijo realmente, pero no podemos, dice él, dado que en “esa época nadie tenía una grabadora”. Al general no lo conmueve en absoluto la reflexión de que, si la sabiduría eterna hubiera pensado que una grabadora era el medio más apropiado para dar a conocer Sus palabras, ciertamente la habría elegido. Y con la arrogancia del homo tecnologicus, nos viene a decir que una máquina, un ser inanimado, sería un medio más eficaz que la tradición viva de los seres humanos que pasa a través del corazón, y la fe de los apóstoles y sus sucesores, elegidos personalmente por Él con ese propósito concreto.
Más aún, en esta atmósfera se explica finalmente por qué el Papa no puede responder “sí” o “no” a la dubia. Si de verdad “la realidad es más importante que la idea” entonces el hombre ni siquiera necesita pensar en el principio de no contradicción, él no tiene necesidad de principios que digan “esto sí y esto no” y ni siquiera debe obedecer una ley natural trascendente, ya que no está identificada con la realidad misma. En resumen, el hombre no necesita una doctrina, porque la realidad histórica es suficiente en sí misma. Es el “Weltgeist,” el Espíritu del Mundo.
5. Conclusión
Para finalizar, al comparar la situación actual con la de previos “Papas heréticos”, emerge una similitud pero también una marcada diferencia. La similitud está en el hecho de que, en los tres casos, lo que se busca al final es una fórmula transigente, una solución política que recoja el mayor número de votos de consenso, pero sin profundizar su contenido de verdad y consistencia con la tradición. La historia muestra que estos intentos están condenados al fracaso porque el desarrollo subsecuente de la reflexión hace que suban inevitablemente a la superficie las contradicciones que se intentaban esconder.
En cambio, notamos que la diferencia esencial entre las situaciones antiguas y la moderna es la siguiente. Sin quitar nada, ni la severidad de las antiguas controversias trinitaria y cristológica, ni el drama de los sucesos que envolvieron a Liberio y Honorio, ni sus responsabilidades, en comparación con la situación actual, sin embargo, sus desvíos doctrinales estaban limitados a puntos específicos, aunque importantes, y derivaban en gran parte no tanto de pontífices con mentes heréticas sino de presiones políticas y una terminología teológica en proceso de formulación.
Lo que en cambio llama la atención en la situación presente, es precisamente la deformación doctrinal subyacente que, por más hábil que sea en evadir formulaciones directamente heterodoxas, se maneja de manera coherente para llevar a cabo un ataque no solo contra dogmas particulares como la indisolubilidad del matrimonio y la objetividad de la ley moral, sino incluso contra el concepto mismo de sana doctrina, y con ello, la misma persona de Jesucristo como Logos. La primera víctima de esta deformación doctrinal es precisamente el Papa, quien me arriesgo a conjeturar no es consciente de ello, como víctima del alejamiento generalizado de la tradición en segmentos grandes de la enseñanza teológica de nuestro tiempo; y tras él, innumerables víctimas que caen en el engaño.
En esta situación, la «dubia«, estas cinco preguntas presentadas por los cuatro cardenales, fueron sin duda un punto de inflexión fundamental, una luz poderosa de verdad que ha sido emitida en el caos, y por eso debemos agradecerles enormemente. Si bien son pocos y aparentemente aislados, sus preguntas son igualmente afirmaciones valientes de la verdad. De hecho, no son ellos los únicos que hablan, sino que es el mismo Logos, «de su boca sale una espada aguda.» (Apoc. 19:15). Ahora bien, estas cinco preguntas han puesto al Papa en un callejón sin salida. Si respondiera a las preguntas negando la tradición y el magisterio de sus predecesores, pasaría a ser un hereje formal, por lo tanto no puede hacerlo. Si en cambio respondiera en línea con el magisterio anterior, contradiría un buen número de acciones doctrinalmente relevantes de su pontificado, cosa que sería una decisión muy difícil. Por eso él eligió el silencio, porque humanamente hablando, la situación pareciera no tener salida. Pero en el mientras tanto, la confusión y el cisma de facto se extienden a lo largo de la Iglesia.
A la luz de todo esto, se hace más necesario que nunca, como inicialmente advirtió el cardinal Burke, un mayor acto de valentía, verdad, y caridad, de parte de los cardenales, pero también de los obispos y de los laicos calificados que quisieran adherirse. En una situación tan seria de peligro para la fe y de escándalo generalizado, no solo es lícito, sino incluso obligatorio, que un inferior corrija fraternalmente a su superior, siempre con caridad; porque la obediencia jerárquica o religiosa puede ser utilizada como excusa para silenciar la verdad, en esta situación generalizada de peligro.
En resumen, es necesaria una corrección fraterna dirigida a Pedro con franqueza, por su bien y el de toda la Iglesia.
Respecto a la corrección fraterna presentada al Papa, algunos han expresado el temor de que ésta provoque un cisma formal. Pero si lo analizamos, este temor está totalmente infundado. De hecho, están ausentes todas las condiciones necesarias para un cisma formal. En primer lugar, no se evidencia que los cardenales quieran sostener que Francisco no es Papa, y mucho menos que alguno desee ser considerado anti-Papa. El verdadero cisma que aumenta día a día es, en cambio, de facto, el que solo una corrección puede refrenar.
A fin de cuentas, una corrección fraternal no es un acto de hostilidad, ni una falta de respeto, ni un acto de desobediencia. No es otra cosa que una declaración de la verdad: caritas in veritate. El Papa, incluso antes de ser Papa, es nuestro hermano y por lo tanto es un deber primordial de caridad hacia él. Hemos sido llamados a rendir cuentas por su destino, como el de todos quienes confían en su dirección. El Señor dice a través del profeta Ezequiel, que el hombre impío, «por su iniquidad morirá,» y si tú no hablas para apartar al impío de su camino, » Yo demandaré su sangre de tu mano.» (Ezeq. 33.8).
Hermanos cristianos: cardenales, obispos, sacerdotes, profesores, amigos todos. Cristo vino al mundo para “dar testimonio a la verdad” (Jn 18:37). Solo debemos seguirlo, dar testimonio de la verdad; no mañana sino hoy, mientras uno “anda de día” (Jn 11:9). El tiempo es ahora, (1 Cor 7:29) “arriaron las velas”.
Roma. 22 de abril de 2017
[Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original]
(1) Denzinger 487.
(2) Sesión 13° (Denzinger 550).
(3) Denzinger 552.
(4) Carta Regi Regum al emperador Constantino IV (Denzinger 563).
(5) En Collectanea Antiariana Parisina.
(6) En Collectanea Antiariana Parisina.
(7) De viris illustribus 97.
(8) Cf. R. Dodaro, ed., Permanecer en la Verdad de Cristo, 2014.