I. Ayuda mucho a una mejor comprensión de los textos del Misal romano durante el tiempo de Cuaresma, conocer su vinculación con la «liturgia estacional» tal y como se celebraba en los primeros siglos de la Iglesia a partir de la cristianización del Imperio. Así, en Roma tenían lugar una serie de ritos especiales con la participación del Papa que, junto con el clero y el pueblo, manifestaban de forma solemne la naturaleza de estos días penitenciales. Se reunían en procesión para ir hasta la basílica o iglesia correspondiente a cada día y allí se terminaba con la celebración eucarística.
Esta liturgia especial recibió el nombre de «estación», que procede del latín «statio», vocablo militar que significa «estar en guardia, velar». De este modo se recordaba a los cristianos la necesidad de permanecer vigilantes en estos días. Así «hacer estación» o «estar de estación» llevaba implícita la necesidad penitencial de ayunar y de velar en la fe. Posteriormente se añadieron a la Cuaresma celebraciones de este tipo en otros tiempos y fiestas como ocurre los domingos del tiempo de Septuagésima1.
El domingo de Sexagésima la «estación» es en la Basílica de san Pablo extramuros y de ahí que tanto la oración colecta como la epístola de la Misa hagan referencia al Apóstol. San Pablo, que fue perseguidor antes de su conversión, aparece como ejemplo de quien recibe en buena tierra la palabra divina. Además, una idea dominante en los textos de la Misa de hoy es la cooperación humana con la obra de la gracia. Nos referiremos a ello al hablar de la parábola del sembrador que se lee en el Evangelio (Lc 8, 4-15)2.
II. «Salió el sembrador a sembrar su semilla…» (v. 5), y la semilla cayó en tierra muy desigual, produciendo frutos muy diversos en calidad y en cantidad.
«Habiéndose reunido una gran muchedumbre y gente que salía de toda la ciudad, dijo en parábola» (v. 4). No olvidemos que Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino. De ahí el tono enigmático: «A vosotros se os ha otorgado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los demás, en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan» (v. 10). Aquí se habla ciertamente de alguna oscuridad buscada por el Señor que ha causado perplejidad a los comentaristas y a la que se buscan diversas explicaciones desde considerarla un castigo de la incredulidad de sus oyentes (Maldonado) a presentar este velo como un estímulo para excitar la atención y que pregunten (Crisóstomo). «Mezcla lo claro y lo oscuro para que por medio de lo entendido alcancen lo que no entienden»3. Si no se interesan en su mensaje, las parábolas -como los milagros y la predicación- les servirán de castigo. Vemos pues que todas estas no son lecturas opuestas sino complementarias. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios4.
III. Nosotros podemos meditar esta parábola desde una doble perspectiva. La semilla que se siembra y el terreno que acoge dicha semilla. Qué representa la semilla y qué los diversos tipos de tierra, aplicándolo a nuestra vida cristiana.
Dice san Jerónimo que «este sembrador es el Hijo de Dios, que ha venido a sembrar entre los pueblos la palabra de su Padre»
En efecto, Dios ha hablado. Por amor, se ha revelado y se ha entregado al hombre. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1, 1-2).
Más allá del testimonio que Dios da de sí mismo en las cosas creadas, se manifestó a nuestros primeros padres. Más tarde, eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia. De él formó a su pueblo, al que reveló su ley por medio de Moisés y preparó por los profetas para acoger la salvación destinada a toda la humanidad. Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre.
El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de Él. Pero el mismo Jesús dice al enviar a los apóstoles: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). Y esto vale también para sus sucesores, por eso «sabemos las verdades que Dios ha revelado por medio de la santa Iglesia, que es infalible»5.
IV. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es la fe del hombre. Obedecer («ob-audire») en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. La fe es una gracia, pero también un acto humano
«No es culpable el sembrador de que se pierda la mayor parte de la siembra, sino la tierra que la recibe, es decir, el alma, porque el sembrador, al cumplir su misión, no distingue al rico ni al pobre, ni al sabio ni al ignorante, sino que habla indistintamente a todos, en previsión, sin embargo, de lo que había de resultar»6.
Dios cuenta con el buen uso de la libertad y la personal correspondencia de cada uno de nosotros. Espera que seamos un buen terreno que acoja su palabra y dé frutos: «Lo único que nos importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena»7.
A su vez, si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Hasta lo más profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante. Examinemos si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen de conciencia y la Confesión frecuente. Si preparamos el alma para recibir las inspiraciones de Dios…
Y para ello acudimos a los méritos y la intercesión de la Virgen María, que acogió a la palabra de Dios en sus entrañas purísimas y la meditaba en su corazón, y a la de todos los santos que han sido transformados por su correspondencia a la gracia divina.
1 Cfr. José A. JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa. Tratado histórico litúrgico, Madrid: BAC, 1951, 103-113. Pueden verse las estaciones romanas en este enlace: <https://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_academies/cult-martyrum/documents/rc_pa_martyrum_20020924_stazioni_sp.html>.
2 Cfr. Verbum vitae. La Palabra de Cristo, vol. 2, Madrid: BAC, 1957, 1016.
3 SAN JERÓNIMO, Commentariorum in Evangelium Mattaei Libri Quattuor, PL 26, 108.
4 Cfr. Verbum vitae, o. c., 1019-1020.
5 Catecismo Mayor V, 1, nº 865.
6 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homiliae in Matthaeum, 44, 3
7 Ibíd.