Transcurridos ya más de dos tercios del curioso Sínodo de la Familia con el que el actual ocupante de la Sede de Pedro ha decidido amenizarnos el otoño, poco podemos saber de las discusiones que están teniendo lugar entre sus participantes, puesto que, en estricta aplicación de su anuncio de transparencia y apertura, el Papa Francisco ha excluido cualquier clase de observadores externos, y ha prohibido terminantemente a los padres sinodales que informen de las intervenciones de sus colegas. Los obispos polacos, que intentaron en los primeros días del sínodo comunicar al menos un resumen de las distintas intervenciones, tuvieron que desistir enseguida, y borrar lo ya publicado, tras recibir una severa amonestación.
Según nos explican, el objetivo es que el Espíritu Santo pueda actuar sobre tan distinguida asamblea. Aunque la explicación, qué duda cabe, resulta un poco curiosa. Ciertamente, en el siglo XIX, y a principios del XX, en pleno auge del espiritismo, los «médiums» procuraban que las reuniones de sus iniciados fueran secretas, y en espacios más bien oscuros. Pero, como católico de a pie, he de reconocer que hasta ahora no me habían explicado nunca que también el Espíritu Santo necesitara de tales ambientes. En fin, así será, si así le parece al Papa.
Ahora bien, si los detalles de lo que se cuece en la caldera sinodal se nos escapan, el olor del guiso hace tiempo que se ha extendido ya por toda la Iglesia. Se trata de un guiso dulzón y sentimental; enormemente dulzón y enormemente sentimental. Y tiene, por lo que se cuenta, propiedades mágicas; de forma que, el que lo prueba, queda transformado de la noche al día. Es decir, que se acuesta católico y se levanta buenista.
«Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo» fue dicho hace ya mucho tiempo. Y ahora descubrimos que se trataba de una pista, a la que en todos estos siglos no se había prestado la atención adecuada: Hay que ser más amable con la clientela. ¿En qué puedo servirle? ¿Qué desea el señor? Este debe ser el nuevo tono eclesial. O, como declaró un destacado participante del sínodo el otro día: «Debe ponerse fin al lenguaje exclusivo y hacer un fuerte énfasis en abrazar la realidad tal como es». Que es lo mismo, pero dicho más fino.
¡Abrazar la realidad tal como es! De eso se trata, pues. De acoger y bendecir cualquier opción aceptada socialmente, sin amargarle la vida a la gente con reproches de índole moral. Pues, ¡quién soy yo para juzgar!
No obstante, hubo un tiempo, que ya nos va pareciendo lejano, en el que la Iglesia sí que juzgaba, y sí que analizaba críticamente las ideas, las conductas y las tendencias dominantes en nuestra civilización. Y, de hecho, ello dio lugar durante el siglo XIX, la primera mitad del siglo XX, e incluso hasta bien entrada la revolución sesentayochista, a un movimiento, o más bien un intenso goteo, de espíritus inteligentes y libres que se encaminaban hacia ella, en su búsqueda de una alternativa capaz de hacer frente a las deficiencias que percibían en la sociedad, y sobre todo en la cultura y el pensamiento de cada época. Se trataba, como no podía ser de otro modo, de un movimiento minoritario. ¡Pero qué gloriosa minoría!: Gilbert K. Chesterton, Evelyn Waugh, Robert Hugh Benson, Ronald Knox, Hilaire Belloc, Peter Geach, Edith Stein, Elizabeth Anscombe, Nicolás Gómez Dávila, Julián Marías,… y hasta el viejo Ernst Jünger.
En la segunda mitad del siglo XX, conforme las iglesias protestantes europeas aplicaban con entusiasmo las mismas medidas de autodemolición y suicidio que ahora, con no menos entusiasmo, se proponen en el Sínodo de la Familia, hubo un segundo movimiento migratorio hacia el catolicismo, esta vez por parte de los clérigos y teólogos de aquellas confesiones que no estaban por colaborar en tal suicidio.
Y así, la Iglesia católica había terminado convirtiéndose en el refugio de todos los desertores de las modas intelectuales del momento: Acogió a los anticomunistas con Juan Pablo II, cuando el mundo daba por hecho que la Unión Soviética acabaría por triunfar, más tarde o más temprano. Y acogió a los resistentes del obamismo y la ideología de género en los tiempos de Benedicto XVI, levantando una bandera contra la ingeniería social, en nombre de la naturaleza humana, que nadie más osaba, ni osa, levantar.
La Iglesia católica era siempre la ciudadela frente a los paraísos a los que nos iban empujando los gobernantes iluminados de cada década. Siempre incómoda para los gobernantes, y no menos incómoda para los aspirantes al gobierno (y más si se presentaban como revolucionarios). Siempre políticamente incorrecta, y siempre irritante para los adictos a las modas intelectuales. Siempre anacrónica, siempre atrasada, y siempre superviviente a los que se burlaban de su atraso. Y, en definitiva, la única gran institución que podía presumir, en estos tiempos de regreso acelerado a la barbarie, de ser liderada por un filósofo, y en latín.
Pues bien, todo eso es lo que debe morir ahora, ahogado en cantidades industriales del nuevo edulcorante: la misericordina, o más bien bergoglina, en honor a su descubridor. A partir de ya mismo, la Iglesia está ahí para bendecir lo que la mayoría social quiera en cada momento y lugar que se bendiga ―por ejemplo, hoy y aquí, el buenismo obamista, o zapateril, o podemita―, y para criticar sólo aquello que esa misma mayoría considere criticable ―por ejemplo, el capitalismo, que siempre es bueno para llevarse un palo―. El profeta colombiano Gómez Dávila ya lo había visto venir hace tiempo. Y de ahí su dictamen: «La Iglesia, desde que el clero se aplebeyó, impreca a todos los vencidos y ovaciona a todos los vencedores».
Se trata, en definitiva, de una nueva religión. O, si se prefiere, de un gran cambiazo de la religión por otra cosa, mucho más de plástico y todo a cien, como corresponde a los tiempos que vivimos. Tal vez en el futuro se recuerde este año, o este pontificado, como el año en el que nos robaron la religión.
Pero, en fin, entretanto es otoño, caen las hojas, caen las doctrinas, y cae la lluvia interminablemente por las goteras de lo que parecía un buen refugio. Es otoño, y ya apenas distinguimos la diferencia entre estar en casa y estar ahí afuera, otra vez a la intemperie.
Francisco José Soler Gil