Cuando cerré “El Castillo de diamante” e interrumpí el encanto que dimanaba de entre sus páginas, supe que aquella santa Teresa que Juan Manuel de Prada me había desvelado terminaría por remetérseme en las entrañas, por escariarme el corazón y rasgar su superficie, por hacer un huequecito en él, allá donde se avecindan mis más secretas emociones, y acurrucarse para siempre entre mis sangres; y supe, también, que su recuerdo se me haría un rescoldo inextinguible y esclarecedor, cuya luz no dejaría ya jamás de titilar. Y, así, con esa luz indeclinable y reveladora, la imagen de la santa se convertiría en un fanal salvífico, en una lumbre que me guiaría hasta parajes más dichosos y me arrebataría el frío intenso y envilecedor de posibles descreencias.
Terminaba de vivir una lucha acerba entre dos mujeres sobresalientes: Santa Teresa de Jesús y Ana de Mendoza, Princesa de Éboli; una congoja contumaz se me había prendido de la garganta, obturándome el aliento, y en ese instante, como susurrándole a mis entretelas, convocaba al llanto y a mi más rendida admiración. Me parecía entonces, tras terminar el libro, que me sumía en un como extático solaz, yaciente en una suerte de arrobo que me había dejado inerme u ofuscado o, tal vez, enviscado en esa fascinación que suscita siempre lo inalcanzable, cuya naturaleza sólo llegas a columbrar desde la distancia, de tan inasible como es. Y es que aquella prosa con que Juan Manuel me había privilegiado, impregnada de dejos cervantinos y de golferías quevedescas, tiene un cariz como bautismal, un no sé qué que me hace como nuevo y me redime de toda la morralla vacua que inunda los anaqueles y atora los entendimientos, pues nadie como él hermosea lo narrado; nadie como él indaga en las esencias y nos las muestra; nadie como él nos trae el arte inscrito en frases.
Entregado, casi derrengado por el embeleso, los días anteriores los pasara enfrascado en la lectura de la novela, inmiscuyéndome en las vidas de los personajes y hasta siendo partícipe de ellos. Me había entrometido sin rebozo en sus pesares y en sus sosiegos; merodeaba por entre ellos y hurgaba en sus emociones sin cesar; e incluso ahora recuerdo haber sentido el golpe cruento de la indignación, el regusto ríspido de la envidia o la más cálida caricia del amor vero al tiempo que ellos lo sentían. Recuerdo conmoverme con ellos y dolerme por sus desgracias, sin duda envuelto en la refriega de esas inhabituales fluencias que sólo los más grandes escritores logran urdir. Como recuerdo haber pensado también, quizá en alguno de esos infrecuentes instantes en que la lectura me dejaba libre, que sólo la pluma de Juan Manuel de Prada era capaz de dibujar con tanto tino, tanta brillantez, tanta sangre y tanta entraña. Y, así, arrastrado por esa pluma que se vuelve demiurgo y crea mundos ciertos, me arrodillaba en la celda de la santa, me dejaba acariciar por la luz tremolante de las velas, oraba junto a ella y la contemplaba en sus arrobos; o la seguía por callejas de adoquín, trochas de jabre o pasillos alfombrados en busca de alguna casa en ruinas donde fundar un palomarcito, con la vista fija solo en Dios, con quien se habría de unir plenamente; o la observaba mientras ella cocinaba unos pestiños entre divinos y diabólicos, de tan buenos que se me hacían. Y mientras la observaba en la cocina, en mi boca se citaba la saliva para apretujarse contra los carrillos, contra el gaznate y contra los belfos hasta que, hostigada por el aroma que brotaba de la sartén, se alborotaba ya sin cuento y se me precipitaba por entre aquéllos. E igualmente era testigo, esta vez ya un tanto medroso o conturbado —aunque, en mi caso, el miedo y la conturbación precedían al enamoramiento—, de las maquinaciones furibundas y perversas de la princesa, cuya belleza fúlgida semejaba querer contradecir el trato ríspido que se le acumulaba en los bofes. Testigo, también, de cómo su marido se ponía hasta las cachas de lubricidad y depositaba, temulento o destartalado por la excitación, un beso acezante en la cuenca huera de sus rostro bello, que también yo quisiera besar. Y hasta testigo de esa dicha desquiciada en que se ensimismaba la princesa, cuando su envidia hacia la santa prohijaba tejemanejes, trampantojos y denuncias ante la Inquisición, mientras en el aire aún permanecía, como un espectro enlentecido, el olor melindroso, almibarado y mariconil de Antonio Pérez, aquel bellaco fatuo e insidioso que llegaría a ser Secretario de Felipe II y traidor a España. Y recuerdo también, se lo aseguro, con total nitidez y un rescoldo inextinguible en mis entrañas, cómo el espinazo se me llenaba de fríos y de tembleques; cómo el aliento se me aquietaba entre los papos, absorto o pasmarote; o cómo unas lágrimas regordetas se me precipitaban hacia el suelo, preñadas por la pena y la emoción, cuando cerré al fin la novela, interrumpí su encanto y me despedí de aquel vero arte inscrito en frases.
Gervasio López