Aquellas Hostias mancilladas

La historia es ya muy conocida, pero remembrarla viene a ser como una suerte de viático para el católico; un ejemplo que, por su como salvífica elocuencia, nos ayuda a soslayar las ridículas tibiezas que a menudo nos asuelan y nos fortalece, a un tiempo, en el asentimiento a Dios y a toda su Santa Iglesia. La glosaba en un inicio Monseñor Fulton Sheen, a la sazón Obispo de la Diócesis de Rochester y hogaño, tras serle reconocidas virtudes heroicas en un decreto signado por el Santo padre Benedicto XVI, Venerable Siervo de Dios —no cabe, por tanto, inscribirla en el terruño incierto y abundante de lo apócrifo—, cuando aludía, trémulo de una humildad que descollaba por sobre todo —si la contradicción del sintagma ha llegado a cobrar sentido—, al motivo que lo había inspirado a lo largo de su vida religiosa. Se refería así, supongo que con un temblor cuasi telúrico en su voz, al episodio que le relatara varios años atrás un probo sacerdote, encarcelado en su propia rectoría tras el ascenso de los comunistas chinos al poder.

Le contaba así, este hombre, que tras haber sido debelado y hecho preso por los comunistas, éstos irrumpieron como en vocinglera turbamulta en el santuario; la emprendieron a golpes con lo sacro, profanaron el tabernáculo y arrojaron por los suelos el copón, donde aún había treinta y dos Hostias consagradas —precisión numérica avalada por el sacerdote, que las miraba como con lupa—, que terminaron por ser arrojadas al suelo. Entre risotadas, denuestos e imprecaciones, los chinos celebraron con aspaventera alacridad aquella abominación, mientras nuestro sacerdote relatista, enviscado en una mezcla de temor y de efímero desdén, intentaba sacudirse desde el cautiverio el repeluzno que la escena suscitaba.

No se percataron los chinos, sin embargo, absortos como estaban en rapiñas y en sevicias, de la subrepticia presencia de una pequeña niña, de once años de edad, que rezaba oculta en la fachada trasera de la iglesia. La imagino ahora pesarosa, abatida por el miedo, afligida por lo sucedido, y a un tiempo corajuda y resoluta, con una fe jamás indeclinable, como luego demostró.

Esa noche, cuando el cielo se colmaba de penumbras y los miedos acechaban por doquier, la niña se coló en la iglesia, se dirigió al tabernáculo y se postró ante las Formas mancilladas, para orar durante una hora. Allí, yacientes sobre el empedrado, sepultadas bajo un odio atávico y exacerbado —todos los odios lo son, en realidad—, aquellas Formas escarnecidas remedaban el cuerpo lacerado del Señor, sangrante y llagado, en una inicua vivificación de los tormentos que en su día padeció. Y allí —y discúlpeseme la leve tautología—, contrita ante el Señor, la niña supo de inmediato qué debía hacer.

Una vez hubo acabado las preces se inclinó sobre las formas, tomó una entre sus labios, sin tocarla con las manos, y comulgó. Luego, de un modo tan subrepticio como aquel con que se inmiscuyera, abandonó la iglesia y se marchó.

Y así día tras día, cada noche, cuando el cielo se colmaba de penumbras y los miedos acechaban por doquier, la pequeña niña china, trémula de beatitud, penetraba de hurtadillas en el presbiterio, se postraba ante las formas, oraba durante una hora y comulgaba, puesta de hinojos como se hallaba y sin tocarla con las manos, una de aquellas Hostias que la sinrazón había maculado. Sucedió una noche, sin embargo, que al tomar la última entre sus labios, un inesperado ruido advirtió de su intromisión al centinela que guardaba los portones del templo, quien, al descubrirla, desprovisto de piedad o con ella ya defenestrada —el odio siempre esquilma los corazones, dejándolos hueros y como yertos—, le asestó un culatazo en la cabeza y la mató. En un repente, con esa laxitud invertebrada que presentan los guiñapos y los muñecos rotos, el cuerpo de la muchacha se derrengó sobre el suelo del trasaltar, donde apenas un segundo atrás yaciera la última de las Hostias, y se vació de sangre.

Durante treinta y dos días, sin apenas reparar en el miedo que se le había avecindado en el pecho ni en las fatales consecuencias que sus actos le podrían acarrear, aquella niña china había comulgado cada una de las Sagradas Formas. No importaba entonces qué pudiera sucederle; tan solo que el Señor se hallaba allí, en aquellas pequeñas porciones de pan que unos hombres, borrachos de sevicias, habían profanado; en las mismas formas de pan que nosotros, recelosos de su sacratísima condición, nos llevamos al coleto sin mostrar recato alguno; en las mismas Formas que nosotros, sepultados en orgullos y ensimismamientos, nos llevamos a la boca como quien se endilga un caramelo; o en las mismas Formas que nosotros, tan despegados ya de Dios, hubiésemos dejado allí, yacientes sobre el empedrado.

Monseñor Fulton Sheen supo ver la nobleza, valentía y majestad que esa niña dimanaba; y así, día tras día, se postraba ante el Altísimo como entonces ella hiciera, trémulo de esa beatitud que, supongo, habrá de llevarle a los devocionarios. Muchos de nosotros, sin embargo, porque la religión se nos ha hecho baladí, tan solo vemos una triste historia.

Gervasio López

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