Quizá el mayor motivo de mi vis tradicionalista sea la capacidad que el pasado tiene para servirnos como de guía en este abstruso marasmo de desbarajustes en que se ha convertido la sociedad hodierna. Por así decirlo, lo pretérito se nos convierte en una suerte de fanal que nos alumbra, en una luz que nos revela qué se oculta tras el negro manto de lo evidente —y discúlpeseme la aparente contradicción—, tornándolo límpido e inteligible. Sucede lo mismo, también, con la Literatura clásica, pues de su más detenida lectura podremos inferir ilaciones que, sin duda, ayudarán a desbrozar el ubérrimo paisaje que se nos planta ante la faz. Así, y por poner ya pronto fin a tan extenuante digresión, remembraré la curiosa historia que Hytlodeo, el ilustre personaje con que dialoga Tomás Moro en su conspicua Utopía, relata como a modo de esclarecedor ejemplo de los muchos errores en que acostumbran a incurrir los gobernantes.
En ella, el infatigable y eximio viajero se refiere a la disyuntiva que los acorianos, muy cercanos a la isla de Utopía, plantearon a su rey cuando, por mor de los ávidos afanes de conquista de éste, su país comenzó a sufrir los estragos que los requerimientos dinerarios de las campañas bélicas imponían. Según Hytlodeo, “después de conquistar un reino vecino, los acorianos se dieron cuenta de que era tan fatigoso conservarlo como apoderarse de él; Se multiplicaron los gérmenes de revueltas interiores, o de intervenciones continuas a favor o en contra de los nuevos súbditos; nunca hubo posibilidad de licenciar al ejército; todo el dinero recogido en el país marchaba al exterior; se derramaba la sangre propia por la gloriecilla ajena; la paz no estaba asegurada en parte alguna; la guerra había corrompido las costumbres trayendo el gusto del saqueo y fortaleciendo el atrevimiento al asesinato; las leyes no eran observadas, porque el rey, que dividía su atención entre dos reinos, no podía consagrarse enteramente a ambos”. Finalmente, hartos ya de tanta calamidad, los probos acorianos “se reunieron en asamblea y con todo respeto pusieron al rey en la alternativa de escoger entre ambos reinos el que quisiese, manifestándole que no podía ejercer las dos potestades, pues eran demasiado numerosos para poder ser gobernados por medio rey”. Éste, supongo que teniéndose por entero, se vio al instante urgido por un rapto de cordura y optó por contentarse con su antiguo reino, “abandonando el nuevo a uno de sus amigos, quien, por otra parte, fue pronto expulsado de él”.
Hoy, sin embargo, en este mundo tan global como maltrecho, donde la democracia cobra tintes de evangelio y el Derecho Natural se deroga por legislaciones deleznables, las calamidades en que devienen las decisiones de nuestros prebostes son recibidas con una mezcla tontorrona de enfado y lenidad, que viene a ser esa cochambrosa resignación que demuestran los inanes. Y así, por mucho que nos suman en miserias o atosiguen con sevicias, por mucho que nos nieguen lo que fuimos y nos muden la conciencia por algún pastiche cultural, por mucho que nos hundan en impuestos con el único y vesánico fin de aupar una Europa que no hace sino preterirnos, nosotros, mucho más enflaquecidos de principios que los corajudos acorianos, persistimos en la inacción y pasamos de largo ante las afrentas —si acaso, bosquejamos algún bobo aspaviento o proferimos un rimero breve de exabruptos—, consintiendo cuantos daños nos infligen y renunciando, a la postre, a la benéfica tradición que nos asendereaba el camino.
Tal podría decirse, de idéntico modo, de nuestro proceder de hogaño respecto a la religión, pues éste viene a ser la clara refutación de aquel bíblico aserto que nos recuerda la imposibilidad de servir a dos señores. Pues entretanto sentimos que hemos de abrazar a Dios y asumir el tan dificultoso compromiso a que ello nos obliga, nosotros, que nos motejamos de cristianos, nos rendimos a una sociedad derrengada en la anomía, de moral ya como extinta, con los cimientos infectados por la aluminosis del relativismo, y trocamos al Señor por una muy extensa colectánea de diosecillos new age. En nuestra esquizofrénica deriva, coruscantes de tibiezas vergonzantes y de tolerancias tontorronas, nos volvemos fariseos e impostamos una religiosidad de la que escapamos tiempo atrás; e incluso hay quienes —y son una infinita muchedumbre— denuestan al Señor y se entregan sin rebozo al disfrute desbocado de cuantos placeres se les brindan ; y así, desdeñando aquella vocación católica que nos impele a transformar el mundo, nos dejamos ahormar por él y permitimos que nos ensucie con sus escurrajas más cochinas. Y es que aquellos acorianos que se armaron de redaños y negaron los caprichos veleidosos de su rey, hace ya tiempo que fenecieron, por desgracia, en algún lugar muy próximo a Utopía. De ellos, tan solo quedan unas pocas líneas; que nos sirvan de ejemplo, depende de nosotros.
Gervasio López