La verdad incomoda, no cabe duda. Así, hoy nos encontramos ante la realidad de que no solamente se cuestiona la doctrina católica, sino que se cuestiona a Dios mismo, sus mandamientos, el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Se acomoda la verdad a las situaciones, deformándola, trastocando su esencia. Se hace apología del error. Las gentes acomodan la verdad a sus propios intereses, justificando el error bajo la premisa de una falsa misericordia, ergo, mientras antiguamente el santo se oponía al pecador, hoy el pecador es elevado a la calidad de héroe.
«Oponemos a la ética de situación tres consideraciones fundamentales: a) Concedemos que Dios quiere siempre y ante todo la recta intención, pero ésta no basta. Quiere también las obras. b) No está permitido hacer un mal a fin de conseguir un bien (Rom. 3, H). c) Puede haber situaciones en las cuales el hombre, y especialmente el cristiano, no podría ignorar que debe sacrificar todo, hasta su vida, para salvar su alma».[1]
Ya en su tiempo se combatía esta doctrina, demasiado sublime para que la admitan los que no piensan bien de Dios (Sb. 1, 1). ¿Cómo pretender, y San Pablo lo enseña claramente, el absurdo de que la fe en la gracia y misericordia de un Dios amante (Ef. 2, 4) pueda llevarnos a ofenderlo? Pues esa fe es precisamente la que nos hace obrar por amor (Ga. 5, 6). No es otra cosa lo que enseña Santiago al decirnos que las obras son la prueba de que uno tiene fe (St. 2, 18).
Hay valores absolutos, como la verdad y el bien. Cuando se trata de valores subjetivos cada uno puede tener su verdad. Pero cuando se trata de valores objetivos, la verdad objetiva es la misma para todos. El entonces cardenal Joseph Ratzinger afirmó que «La tolerancia que todo lo acepta se despreocupa de la verdad».[2]
Hay verdades absolutas y verdades relativas. Hoy algunos cambian la verdad objetiva por la opinión personal, hay gente que defiende el relativismo universal de la verdad. Pero sus afirmaciones relativistas van contra ellos.
I. La verdad es Dios y Dios es la verdad
La verdad es la meta suprema del hombre, porque realiza su inclinación natural y sobrenatural más preciada.
La verdad se define como adecuación del entendimiento con la realidad.
Tenemos, pues, en el hombre la verdad lógica que es la adecuación del entendimiento a la cosa; y la verdad ontológica, que es la adecuación de la cosa al entendimiento divino. Nuestro entendimiento es medido por las cosas. En todo caso la verdad está formalmente en el entendimiento; fundamentalmente, en las cosas en cuanto dicen relación a un entendimiento que o las conoce solamente o las conoce y causa al mismo tiempo.[3]
La verdad es:
a) Una porque está fundada en la realidad que es única y porque toda verdad está en último término en conformidad con el entendimiento divino.
b) Inmutable, como lo es Dios que es su último fundamento.
c) Eterna: en cuanto independiente del tiempo.
d) Relativa: en el sentido que dice relación al entendimiento que la piensa y a la materia sobre la que yerra.
e) Difícil de hallar. Por eso el hombre procede gradualmente en su conquista y todos colaboran en ella: directamente los que aciertan, e indirectamente los que tantean y se equivocan.[4]
En Dios está la verdad perfecta, Él es la misma verdad subsistente, porque hay en Él una perfecta adecuación, más aún, identidad entre su entendimiento y su esencia (objeto), en la cual se hallan también virtualmente todas las cosas posibles y reales.
Y como la intelección es la vida del espíritu, en Dios está, además de la verdad, la Vida, más aún, Él mismo es la vida.[5]
Por eso enseña San Agustín: «Si lo amas, síguelo. “Lo amo —me respondes—, mas, ¿por dónde he de seguirlo?” Si el Señor, tu Dios, te hubiese dicho: “Yo soy la Verdad y la Vida”, tú, deseoso de esta Verdad y de esta Vida, tendrías razón de decirte a ti mismo: “Gran cosa es la Verdad, gran cosa es la Vida; ¡si hubiese un camino para llegar a ellas!” ¿Preguntas cuál es el camino? Fíjate que el Señor dice en primer lugar: Yo soy el Camino. Antes de decirte a donde, te indica por donde: Yo soy —dice— el Camino. ¿El Camino hacia dónde? La Verdad y la Vida. Primero dice por dónde has de ir, luego a dónde has de ir. Yo soy el Camino, yo soy la Verdad, yo soy la Vida. Permaneciendo junto al Padre, es Verdad y Vida; haciéndose hombre, se hizo Camino. No se te dice: “Esfuérzate en hallar el Camino, para que puedas llegar a la Verdad y a la Vida”; no, ciertamente. ¡Levántate, perezoso! El Camino en persona vino a ti, te despertó del sueño, si es que ha llegado a despertarte; levántate, pues, y camina».[6]
Ningún profeta puede decir: yo soy la verdad, apenas podían decir: yo recibí la verdad. Nuestro Señor Jesucristo es el único que pudo decir: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).[7]
Se atribuye a San Benito José Labre esta afirmación: «La verdad del Señor permanece para siempre. Cristo no dijo: “Yo soy lo convencional”, sino “Yo soy la Verdad”. No serás juzgado de acuerdo con las costumbres de París o Poitou, sino de acuerdo con los mandamientos de la ley cristiana».
II. Combatir el error
Dijo Nuestro Señor Jesucristoque, «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32). Quien está en la verdad objetiva pisa firme, se siente seguro. Quien piensa que la verdad es relativa, que cada cual tiene su verdad, está en un error.
La verdad es facilísima, dice [Descartes] este gran demagogo de la filosofía. Pero entonces ¿de dónde sale el error? ¿Por qué hay tantos errores? ¿Cómo el error es el gran enemigo del hombre?
«¿Qué es error? La no conformidad de la mente con la cosa es el error; la no conformidad de la mente con las palabras es la mentira; la no conformidad de la cosa consigo misma (si eso es posible) es el error y la mentira transcendental; y así decimos que este poema es falso, que esta moneda es falsa, que este vino no es vino verdadero, que esta religión no es verdadera, e incluso que un hombre tiene el alma o la naturaleza falsa: nos referimos entonces a la verdad transcendental, al ser mismo de las cosas. Un falso profeta no es un hombre mentiroso, es un hombre que se cree profeta y no lo es, es mucho más peligroso: es lo opuesto a las mentiras de los niños. Pero esto último es más bien un modo de hablar; pues toda cosa en cuanto es, es verdadera, y una moneda falsa, es una verdadera moneda falsa.
El error y la mentira no están propiamente en las cosas sino en la boca y la mente del hombre: «mentira», viene de «mente». Las mentiras de los niños no son mentiras muchas veces».[8]
La verdad objetiva es dogmática, invariable. Todo error es culpable porque proviene de la voluntad, no del intelecto. El error es libre. Para encontrar la verdad hay un sólo camino. Para equivocarse hay muchísimos.
Escribe San Juan: «Mas vosotros tenéis la unción del Santo y sabéis todo. No os escribo porque ignoréis la verdad, sino porque la conocéis y porque de la verdad no procede ninguna mentira» (1 Jn 2, 20-21).
«En vosotros, empero, permanece la unción que de Él habéis recibido, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe. Mas como su unción os enseña todo, y es verdad y no mentira, permaneced en Él, como ella os ha instruido» (1 Jn 2, 27).
El Espíritu Santo preserva del error, y nos hace vencedores en el conflicto continuo entre el «espíritu de la verdad» y el «espíritu del error» (cf. 1 Jn 4, 6). El espíritu del error, que no reconoce a Cristo (cf. 1 Jn 4, 3), es esparcido por los «falsos profetas», siempre presentes en el mundo, también en medio del pueblo cristiano, con una acción a voces descubierta e incluso clamorosa, y a veces engañosa y servil. Como Satanás, también ellos se visten a menudo como «ángeles de luz» (cf. 2 Co 11, 14).
Santo Tomás afirma: Debido a la enfermedad de nuestro juicio y a la fuerza perturbadora de la imaginación, hay alguna mezcla de error en la mayor parte de las investigaciones hechas por la razón humana. (…) En medio de mucha verdad demostrada, hay a veces algún elemento de error, no demostrado, sino afirmado por la fuerza de algún raciocinio plausible y sofístico, que es tomado como demostrado.[9]
En el pensamiento moderno dominado por el dinamismo, el concepto de verdad ha sido deformado: la verdad no es según las leyes del pensamiento y del ser, sino que se va haciendo a cada instante, relativismo que compromete la estabilidad y el carácter absoluto de toda verdad divina y humana, error condenado por el Papa Pío XII.[10]
Hoy algunos cambian la verdad objetiva por la opinión personal («eso para mí no es pecado»), la belleza estética por la moda (moda de pantalones tejanos sucios y rotos), y la bondad ética por el placer (libertinaje sexual). Pero siempre quedará en pie que los tres grandes valores del ser son la verdad, la belleza y el bien.
– «No hay verdades absolutas». Luego esto que dices tampoco lo es. – «Nadie puede conocer la verdad». Luego tú tampoco. – «No seas dogmático con tus afirmaciones». Es lo que haces tú con las tuyas. – «No pretendas imponerme tu verdad». Es lo que quieres hacer tú con la tuya.[11]
Es ilustrativo el hecho de que Santo Toribio de Mogrovejo, en cuanto asumió la sede arzobispal de Lima (1579-1606), se impuso como primera tarea la restauración de la disciplina eclesiástica que se había corrompido. Se mostró inflexible con los escándalos del clero, castigando la injusticia y el vicio sin distinción de personas, lo cual le atrajo muchos enemigos, las autoridades civiles lo perseguían obstaculizando lo más posible su apostolado. A los que trataban de justificar sus abusos con una torcida interpretación de la Ley Divina, el santo les respondía con las palabras de Tertuliano: «Cristo no dijo: “Yo soy la costumbre”, sino “Yo soy la verdad”».[12]
Sin embargo, la caridad es tolerante: acepta la persona equivocada, aunque rechace el error, porque el error no tiene derechos. Y el fanatismo es intransigente: el fanático es capaz de matar al que no piensa como él. La Iglesia siempre impone la distinción entre el error y el que yerra. El estar equivocados no les priva de su condición de hombres y su dignidad de personas.
La opinión del equivocado no merece, pues, ningún respeto: se desprecia y se repudia, pero se respeta, se tolera y se ama a quien sustenta esa opinión por algo anterior y superior a lo que pueda opinar.
III. Regla para distinguir la Verdad católica del error (San Vicente de Lerins)
San Vicente de Lerins, Doctor de la Iglesia (siglo V), nos ha dejado su famoso escrito Commonitorium, firmado con el seudónimo de Peregrinus. La palabra Conmonitorio, bastante frecuente como título de obras en aquella época, significa notas o apuntes puestos por escrito para ayudar a la memoria, sin pretensiones de componer un tratado exhaustivo. En esta obra, el santo se propuso facilitar, con ejemplos de la Tradición y de la historia de la Iglesia, los criterios para conservar intacta la verdad católica.
En el Conmonitorio, San Vicente de Lerins no recurre a un método complicado: «las reglas que ofrece para distinguir la verdad del error pueden ser conocidas y aplicadas por todos los cristianos de todos los tiempos, pues se resumen en una exquisita fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia».
Dice: Habiendo interrogado con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a numerosísimas personas, sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre cómo poder distinguir por medio de una regla segura, general y normativa, la verdad de la fe católica de la falsedad perversa de la herejía, casi todas me han dado la misma respuesta: «Todo cristiano que quiera desenmascarar las intrigas de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas y mantenerse íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante todo, y con la tradición de la Iglesia Católica».
Nos deja claro en su Conmonitorio cómo actuar en tiempos en los que alguien quiere modificar alguna enseñanza de siempre:
«Y si algún contagio nuevo se
esfuerza en envenenar, no ya una pequeña parte de la Iglesia, sino toda la
Iglesia entera a la vez incluso, entonces su gran cuidado será apegarse a la
antigüedad, que evidentemente no puede ya ser seducida por ninguna mentirosa
novedad».
[1] PAPA PIO XII.
[2] Diario LA RAZÓN del 6-IX-2000, pg.31.
[3] PARENTE, Diccionario de teología dogmática.
[4] ROYO MARÍN OP, P. ANTONIO, La verdad, el error y el que yerra.
[5] PARENTE, Diccionario de teología dogmática.
[6] SAN AGUSTIN, De los Tratados sobre el evangelio de San Juan.
[7] Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, El Salvador y su amor por nosotros. trad. José Antonio Millán. ed. 2. Madrid: Rialp, 1977, p. 160.
[8] CASTELLANI, LEONARDO, San Agustín y nosotros.
[9] Suma contra los gentiles I, 4.
[10] PAPA PIO XII, Encíclica Humani generis, 1 y 2.
[11] Cf.: LORING S.I., P. JORGE, Para Salvarte, n°. 38, 1.
[12] TERTULIANO, Virg. 1, 1.