¡Ya que el altar está preparado, dejadme sacrificar! ¡Dejadme ser presa de las fieras! He de alcanzar a Dios por ellas. Ahora soy trigo de Dios; pero para convertirme en pan blanco de Cristo hace falta que me trituren los dientes de las fieras.
San Ignacio de Antioquía
El martirio fue un elemento fundamental de la primitiva Iglesia, un “acto sacramental”, que se realizó en unas almas privilegiadas como un carisma, como la “Gracia de las Gracias”, y cuyos efectos sobrenaturales revirtieron sobre todo el Cuerpo Místico de Jesús, sobre su Iglesia.
El mártir es un imitador de Cristo, como escribió San Victricio de Ruan en su Alabanza de los Santos. Las víctimas de las persecuciones romanas, sometidas a tormentos inauditos y condenadas a muertes atroces, realizaron así la verdadera imitatio Christi, aquella hacia la cual se esforzaron posteriormente las sucesivas generaciones de fieles, y que ahora la historia vuelve a hacer fácilmente accesible a los cristianos del siglo XXI. El mártir coge su cruz y va en pos de Jesús, para seguirle en la vía Crucis y, por ella, llegar al reino de los cielos. San Ignacio de Antioquía, martirizado bajo Trajano, probablemente en el año 107 d. C., escribiendo a los fieles de Magnesia, dijo: “Si nosotros no estamos absolutamente dispuestos, con la ayuda de Jesucristo, a correr a la muerte para imitar Su Pasión, Su Vida no está en nosotros”. Y, más tarde, en la relación de la muerte de San Policarpo (ocurrida en el 155, durante la persecución desatada por Antonino Pío) había de leerse esta frase: “Adoremos a Cristo como al Hijo de Dios, pero, con justo título, veneramos a los mártires como discípulos e imitadores del Señor”.
Esta convicción y esta devoción se han trasmitido fielmente, en la Iglesia, de siglo en siglo, hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando los efectos de la “nueva teología”, triunfadora en el Concilio Vaticano II, y la reforma litúrgica de Pablo VI han desdibujado la espiritualidad del martirio y han relegado la devoción a los primeros mártires al desván de las antiguallas. Sin embargo, nunca como en el siglo XX y, más aún, en nuestro siglo XXI, ante el crescendo de las masacres anticristianas, hubiese sido teológicamente correcto y espiritualmente necesario tener siempre presente aquella idea-fuerza que animó, hasta enardeció a los mártires de los primeros siglos: tomar como modelo la divina imagen de Cristo que se ha sacrificado por la salvación de los hombres. San Gregorio Magno escribió: “Cristo será así verdaderamente para nosotros una hostia cuando, por Él, nosotros mismos nos hayamos convertido en hostia”.
Toda la vida, la obra y la enseñanza de Jesús fue un testimonio, y Él mismo sintetiza su misión cuando, al interrogarle Poncio Pilato si es rey de los judíos, le contesta: “Tú lo dices. Yo soy rey. Yo para eso nací y para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37). El testimonio supremo de la verdad lo dio Jesús en su Pasión, y ese testimonio le costó la vida. Ante el más alto tribunal judío, Jesús calla frente a las acusaciones de aquellos miserables testigos comprados, que le atribuyen, sin saber lo que dicen, la destrucción y reconstrucción del Templo. Pero cuando el Sumo Sacerdote le conjura en nombre de Dios a que declare si Él es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús responde serenamente, con la plena conciencia de pronunciar se sentencia de muerte: “Yo soy. Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder, y viniendo en las nubes del cielo” (Mc 14, 62). El Sumo Sacerdote se rasga las vestiduras y declara no haber ya necesidad alguna de testigos. Como sabemos, casi todo el Sanedrín le considera reo de muerte por blasfemo. La blasfemia de Jesús consiste en declararse igual a Dios.
A partir de ese momento, la Pasión de Jesucristo es un martirio, en el sentido pleno y cristiano del término (como se ha explicado en el artículo anterior), y Jesús es el verdadero protomártir, el primogénito de entre los muertos, según la profunda definición del Apocalipsis (Ap 1, 5). Jesús muere para atestiguar la verdad, o sea la honda y trascendental verdad de su persona: su divinidad. “Quid est veritas?” (“¿Qué es la verdad?”), le pregunta Pilato. Tradicionalmente se ha atribuido a San Agustín el significado de la respuesta muda que Jesucristo dio a su verdugo, que no sería más que el anagrama de la pregunta: “Est vir qui adest” (“Es el hombre que está aquí delante de ti”).
Por esta misma verdad, por atestiguar la verdad de Jesús, sin la cual no tendría sentido la fe cristiana, mueren todos los mártires cristianos. El martirio de los discípulos es así prolongación de la Pasión del Maestro. Y lo es, eminentemente, en aquel profundo sentido de comunidad de padecimientos, de conformidad a su muerte, que fueron los supremos anhelos del alma de San Pablo, las máximas ganancias por la que todo lo demás podía ser considerado basura (Flp 3, 8-12). El alma profundamente paulina de San Ignacio de Antioquía clama a los romanos: “Permitidme ser imitador de la Pasión de mi Dios”.
Jesucristo mismo sufre en sus mártires, y la persecución de los miembros de su Cuerpo Místico prolonga misteriosamente, en el mundo, y en todo tiempo histórico, la Pasión de la Cabeza. Cuando Saulo, que luego había de ser Pablo, derribado en el camino de Damasco, le pregunta atónito a Jesús, que se le aparece y a quien aún no conoce: “¿Quién eres, Señor?”, oye esta respuesta sobrecogedora: “Yo soy Jesús a quien tú persigues” (Hch 9, 5). Palabras que se grabaran en lo más hondo del alma del apóstol, como semilla de la que brotará una de sus más extraordinarias enseñanzas: la doctrina del Cuerpo Místico. Es también en este sentido, por el prolongamiento de Pasión de Jesús en la pasión de los miembros de su Iglesia, que Pascal pudo decir en uno de sus Pensamientos que Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo.
La antigüedad cristiana, la que vivió señaladamente la era del martirio, tuvo viva fe en la presencia de Cristo en los mártires, tanto que Tertuliano acuñó la fórmula Christus in martyre est. En muchas actas de los mártires se insiste en la presencia real, viva, de Cristo junto a sus mártires y esta doctrina formaba seguramente parte de la catequesis del martirio que se impartía a los catecúmenos. En esta catequesis se insistía también, y sobre todo, en el supremo ideal al que debe aspirar el cristiano en su vida y en su muerte: en la coincidencia, en la conformación con Cristo. El mártir no es sino un seguidor de Cristo por el camino de la Cruz, que participa de su Pasión y lleva en su cuerpo las llagas del Salvador. Cristo es y debe ser el modelo y dechado cuyos sufrimientos han de imitar los discípulos.
Toda la literatura cristiana primitiva, de los Evangelios a los Padres Apostólicos, atestigua la supremacía que el misterio de la Pasión del Señor ocupaba en la vida de la Iglesia naciente. Es evidente que la meditación de los sufrimientos de Jesús templaba al cristiano de los primeros siglos para el heroísmo que requería su fe y, señaladamente, para el martirio.
La misma Eucaristía era, a la vez, vivencia mística de la Pasión del Señor y vianda espiritual para quienes habían de estar a toda hora prestos a sufrirla en su propia carne, por su fe. San Cipriano, el gran obispo de Cartago, escribió estas impresionantes palabras que revelan el espíritu con que el cristiano recibía la Santa Comunión: “Considerando que diariamente beben la sangre de Cristo, para que puedan también ellos verter la sangre por Cristo”. San Ignacio de Antioquía, que por habernos desvelado su alma en el momento único de caminar hacia el martirio, es, en tantos aspectos, el prototipo del mártir, nos describe el sentir de quienes recibían el Corpus Christi con la perspectiva del martirio, cuando escribe a los romanos: “No hallo gusto en el alimento de corrupción ni en los placeres de la presente vida. Pan de Dios quiero, que es la carne de Cristo; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible”.
Los mártires caminaban hacia la consumación de su sacrificio llenos del pensamiento de la Pasión de Jesucristo, que tenían conciencia de prolongar. Y ese pensamiento los confortaba y exaltaba, juntamente. Los cristianos de Lyon, arrojados a las fieras en el anfiteatro (en el año 177, bajo Marco Aurelio), se alientan con la vista de Santa Blandina, atada a un poste en forma de cruz, pues en ella ven al Señor mismo crucificado. Y los confesores romanos escriben a San Cipriano que para ellos no hay gloria comparable a la de haber sido “compañeros de la Pasión de Cristo”.
La imitación del “modelo único”, de Jesucristo, lleva ya en sí misma la máxima recompensa. El martirio es el medio místico por excelencia para unirse a Jesús. Todavía en la tierra, los mártires son asistidos ya por Él en lo más terrible de sus padecimientos, y fortificados por su poder en la prueba máxima de la entrega de la vida. Él es quien inspira a los confesores de la fe tanto las fulgurantes respuestas que se leen en las actas, como los gritos admirables que salen de sus labios en medios de los tormentos. Muy a menudo, el espíritu de profecía y las virtudes sobrenaturales se exaltan en ellos justo en el instante supremo. Precisamente por esta unión vital entre Cristo y los mártires, miembros de su Cuerpo, es el mismo Cristo el que mediante su Espíritu habla y actúa en ellos: “Cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis. Lo que habéis de decir os será dado en aquella misma hora. Porque no sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre es quien habla en vosotros” (Mt 10,19-20).
Pero la unión a Cristo se realiza más aún, por encima de la muerte, gracias a Él. La grandiosa certidumbre que estas almas privilegiadas llevan dentro de sí al afrontar suplicios atroces es la de verse libradas de su cuerpo y acogidas en la felicidad celestial. San Cipriano escribió que el martirio era “el bautismo por el cual estamos unidos a Dios desde que abandonamos el mundo”. Por tanto, este bautismo de sangre puede suplir al bautismo de agua, y un catecúmeno no bautizado, si moría mártir, se contaba, ipso facto, entre los miembros de la Iglesia triunfante.
El gran predicador francés del siglo XVII, Jacques Bénigne Bossuet, comentando la experiencia de los mártires, dice que son los únicos adultos de los cuales se tiene la certeza de que han entrado en la gloria, los únicos por los cuales no se reza ninguna oración y que, por el contrario, son colocados sin más entre los intercesores. El Papa Benedicto XIV, en el tratado De servorum Del beatificatione et beatorum canonizatione (publicado en 1737), confirma que el martirio sustituye al bautismo, produciendo efectos análogos: borra la culpa y la pena, actuando quasi ex opere operato; ello no dispensa, sin embargo, de recibir los sacramentos normales cuando sea posible (cap. XIV).
Así, el martirio, que es la más alta forma de imitación de Cristo, y que asegura la más completa unión mística con Él, fue, en los primeros siglos de la historia de la Iglesia, el medio de la perfección y el ideal de las almas. “Nadie puede tener amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y por eso, san Policarpo llamó con exactitud a los mártires imitadores de la verdadera caridad. Esa sangre derramada en los anfiteatros, o la lenta agonía en las minas, absolvía y redimía. Reunía todos los méritos que el hombre podía adquirir y los consagraba en el Dios crucificado. “Quien muere por la fe ―dijo San Clemente de Alejandría― realiza la obra de caridad perfecta”.
Cuando se cerró la época de las persecuciones romanas y cuando el martirio por la fe abandonó su carácter colectivo y pasó a ser, de ordinario, un hecho más bien individual, San Juan Crisóstomo, uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia del Oriente, exclamó: “Oí decir a nuestros padres que era antaño, en los tiempos de las persecuciones, cuando había verdaderos cristianos”. Pero incluso antes, en el siglo III, Orígenes (hijo de un mártir y torturado durante la persecución desatada por Decio en 250, por cuyas secuelas morirá cuatro años más tarde) se quejaba de la relajación que se difundía en la Iglesia durante un período relativamente largo de tranquilidad (entre la persecución de Septimio Severo y la de Decio) y de los peligros espirituales que esta falsa paz del mundo entrañaba. Escribía así en una homilía sobre los Números:
Ya no merecemos sufrir persecución por Cristo ni morir por el nombre del Hijo de Dios. Por eso el diablo, sabiendo que la remisión de los pecados se obtiene gracias a la pasión de los mártires, no quiere excitar contra nosotros las persecuciones declaradas de los gentiles, pues sabe que si somos conducidos ante los reyes y gobernadores por el nombre de Cristo, para dar testimonio a judíos y gentiles, estaremos gozosos y triunfantes, porque nuestra recompensa es grande en los cielos. El enemigo no quiere persecuciones, ya por tener celos de nuestra gloria, ya quizá porque, como quien prevé y adivina todas las cosas, sabe que no somos capaces de sufrir el martirio. Sin embargo, el Señor sabe los que son suyos (2 Tim 1, 19); Él sabe sus tesoros y no tiene las mismas miras que los hombres, Por mi parte, yo no dudo que en esta reunión hay hombres, de Él solo conocidos, que son para Él ya mártires, según el testimonio de su conciencia, pues están prontos, si se les pide, a derramar su sangre por el nombre de nuestro Señor Jesucristo; yo no dudo que hay quienes han tomado su cruz y le siguen.
María Teresa Moretti
Fuentes bibliográficas:
– Daniel Rops, segundo volumen de su Historia de la Iglesia de Cristo, dedicado a Los apóstoles y los mártires, Madrid, Círculo de Amigos de la Historia, 1970.
– Actas de los mártires, ed. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid, BAC, 2012.
– Paul Allard, Diez lecciones sobre el martirio:
http://www.gratisdate.org/nuevas/martirio/
http://mercaba.org/DicTF/TF_martirio.htm
http://mercaba.org/DicES/M/martir.htm
http://mercaba.org/Rialp/M/martir_1_el_martirio_en_los_escr.htm
http://www.mercaba.org/FICHAS/catacombe/12_los_martires_de_la_iglesia.htm
http://mercaba.org/Rialp/L/lyon_martires_de.htm