En esta época secularizada y frívola, tocar el tema de la muerte se convierte en muchas ocasiones en simple reflexión sin salida en la que se concluye que lo mejor es obviar y vivir «carpe diem» sin entrar en consideraciones morales. Sin embargo en la Palabra de Dios (Mateo 25 de forma clara) se nos anima una y otra vez a pensar en la muerte con sentido sobrenatural. En la audiencia de hoy Su Santidad el Papa ha hablado de la muerte desde la fe cristiana. Estas han sido sus palabras:
Queridos hermanos y hermanas: buenos días y ¡enhorabuena porque sois valientes con el frío que hace en la plaza! Muchas gracias.
Deseo llevar a término las catequesis del Credo, que hemos tenido durante el Año de la Fe, que acabó el domingo pasado. En esta catequesis y en la próxima quisiera tratar el tema de la resurrección de la carne, desde los dos aspectos que presenta el Catecismo de la Iglesia Católica, que son nuestra muerte y nuestra resurrección en Jesucristo. Hoy me detendré en el primer aspecto: «morir en Cristo».
1. Entre nosotros, comúnmente hay un modo equivocado de mirar la muerte. La muerte nos afecta a todos, nos interpela de modo profundo, especialmente cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los pequeños, a los indefensos de una manera que nos resulta ‘escandalosa’. Siempre me ha sorprendido la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se ve como si fuera el fin de todo, la muerte asusta, nos aterra, se trasforma en la amenaza que rompe todos los sueños, todas las perspectivas, que deshace todas las relaciones e interrumpe todos los caminos. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo encerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiese. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un encontrarse casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero existe también un ateísmo práctico, que es un vivir solo para los propios intereses, vivir solo para las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión equivocada de la muerte, no tenemos otra elección que la de ocultar la muerte, negarla o banalizarla, para que no nos dé miedo.
2. Pero a esa falsa solución se rebela el corazón del hombre, con ese deseo que todos tenemos del infinito y la nostalgia de lo eterno. Pero entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte? Si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando acabamos de perder a una persona querida –los padres, un hermano, una hermana, un cónyuge, un hijo, un amigo–, nos damos cuenta de que, incluso en el drama de la pérdida o desgarrados por la separación, sube del corazón la convicción de que no todo puede ser finito, de que el bien dado y recibido no ha sido inútil. Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra vida no acaba con la muerte. Y esto es verdad: ¡nuestra vida no acaba con la muerte!
Esa sed de vida encuentra su respuesta real y confiada en la resurrección de Jesucristo. La resurrección de Jesús no solo da la certeza de la vida después de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de afrontar con esperanza y serenidad el paso de la muerte. La Iglesia reza: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad». ¡Qué bonita oración de la Iglesia! Una persona suele a morir como ha vivido. Si mi vida ha ido por el camino del Señor, con confianza en su inmensa misericordia, estaré preparado para aceptar el momento último de mi existencia terrena como el definitivo abandono confiado en sus manos acogedoras, en espera de contemplar cara a cara su rostro. Eso es lo mejor que nos puede pasar: contemplar cara a cara el rostro maravilloso del Señor, verlo como es, hermoso, lleno de luz, lleno de amor, lleno de ternura. Pues nosotros vamos a eso: ver al Señor.
3. En este horizonte, se comprende la invitación de Jesús a estar siempre preparados, vigilantes, sabiendo que la vida de este mundo se nos ha dado también para preparar la otra vida, con el Padre celestial. Y para eso hay un camino seguro: prepararse bien para la muerte, estando cerca de Jesús. Esta es la seguridad: ¡me preparo para la muerte estando cerca de Jesús! ¿Y cómo se está cerca de Jesús? Con la oración, los Sacramentos y la práctica de la caridad. Recordemos que Él está presente en los más débiles y necesitados. Él mismo se identificó con ellos, en la famosa parábola del juicio final, cuando dice: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me acogisteis, desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme. (…) Todo lo que hicisteis a uno de esos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 35-36.40). Por tanto, un camino seguro es recuperar el sentido de la caridad cristiana y del compartir fraterno, cuidar las llagas físicas y espirituales de nuestro próximo. La solidaridad de compadecerse del dolor e infundir esperanza es premisa y condición para recibir en herencia el Reino preparado para nosotros. Quien practica la misericordia no teme la muerte. Pensad bien en esto: ¡quien practica la misericordia no teme la muerte! ¿Estáis de acuerdo? ¿Lo decimos juntos para no olvidarlo? Quien practica la misericordia no teme la muerte. ¿Y por qué no teme la muerte? Porque la mira a la cara en las llagas de los hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo.
Si abrimos la puerta de nuestra vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños, entonces nuestra muerte será la puerta que nos introduce en el cielo, la patria bienaventurada, a la que nos dirigimos, anhelando vivir para siempre con nuestro Padre, Dios, con Jesús, con la Virgen y con los santos.