Gran daño del Sacerdote indevoto en el altar
Más ¿de dónde nace un desorden tan irreligioso y una indevoción tan común? ¿Nos falta la instrucción sobre un dogma que nos distingue de tantas sectas? ¿Se titubea en un punto de fe por el cual diéramos nuestra sangre? ¿Quién nos ha familiarizado con un desorden que horroriza al entendimiento del hombre que se acuerda de que es cristiano? Nazca de donde naciere esta abominación de la desolación en el lugar santo, nunca es menos culpable, ni la profanación menos escandalosa. Más ¿no es de temer que la poca decencia y piedad de los que dicen la Misa contribuya mucho a la indevoción de los que la oyen? Un sacerdote indevoto en el altar hace un gran agravio a la religión.
Mientras le pueblo vio que Jesucristo brillaba en medio del os doctores; cuando vio que se echaba a sus pies uno de los primeros de la Sinagoga suplicándole que entrase a su casa para dar salud a su hija; cuando le vio temido y respetado en el templo de los mismos que no le amaban, el pueblo le miró con veneración, le siguió con ansia, le honró como a un Rey y Mesías. Pero cuando el mismo pueblo vio a este Salvador divino en manos de los sacerdotes tratado con tanta indignidad, cargado de oprobio, mirado como un Rey de farsa, y que por irrisión doblaban las rodillas en su presencia, ¿mantuvo mucho tiempo los afectos de estimación, amor y respeto? La veneración que le había tenido se convirtió en breve en desprecio y horror.
No pudo imaginar que un hombre tratado tan indignamente por los sacerdotes fuese el Mesías. Desde entonces le miraron como a un impostor; milagros, doctrina y beneficios todo se olvidó. La incredulidad de aquellos a quienes respetaban como depositarios de la fe y de la religión pasó fácilmente al espíritu y corazón de todo el pueblo, y muy luego fue el Salvador del mundo la fábula y oprobio de él.
¡Qué maravillas hace, que impresión causa en todos los que lo ven la piedad edificante de un sacerdote en el altar y su fe cuando su devoción la hace sensible! Todo lo que se ve hacer con majestad se respeta. Una Misa dicha con la religiosa compostura que se debe, es como un motivo de credibilidad. Aquel temor santo que se reconoce en el ministro infunde en todo el pueblo un terror respetuoso. La unción sagrada que la presencia de Jesucristo le hace sentir, se derrama en todos los que le adoran. ¿Y puede dejar de tenerse una profunda veneración al sacrificio de un Dios, cuando el sacerdote que le sacrifica no desmiente la santidad de la persona a quien representa?
Pero cuando el sacerdote no lleva al altar otra cosa santa y venerable sin olas vestiduras sacerdotales; cuando se le ve sin modestia y sin aquella religiosa majestad que pide la celebración de nuestros misterios sagrados; cuando su indevoción conocida se opone tan visiblemente a su fe, que si no se hubiera de hacer juicio sino por lo que ven los ojos, se dijera que por irrisión ofrece el más santo y formidable sacrificio, ¿hará mucha impresión al os presentes? ¿Alentará su fe? ¿Les infundirá aquella profunda veneración, aquel santo terror, aquella confianza y aquella piedad que no siente él en sí mismo?
Un ángel visible encomendado de los votos y oraciones del pueblo, su agente para con Dios, un depositario sagrado del Cuerpo y Sangre preciosa de Jesucristo, un intérprete de sus voluntades, su ministro con el pueblo; todo esto es un sacerdote en el altar; pero ¿lo parece siempre? Más ¡qué infelicidad si no mantiene con majestad la grandeza y santidad de tan formidable ministerio!
Discurso sacado de las obras del P. Juan Croiset S.J.