Hace ya un tiempo, cuando mis textos comenzaron a guarecerse bajo el espléndido marbete de Adelante la fe, glosé la extática emoción que me asaltaba cada vez que, ávido de curiosidad, indagaba de nuevo en el milagro que se plasmó en la hoy conocida como Santa Síndone de Turín, sin duda la más grande reliquia de entre todas las que ha dado este Catolicismo nuestro. Aludía entonces, aún conmovido por la certeza de la Resurrección, a la fantástica intervención que el conspicuo Nicolás Dietl, físico del Centro Español de Sindonología, nos había regalado en el programa “Sin tapujos” —por desgracia hoy ya fenecido— , donde tras un discurso eufónico, bellísimo y de una sabiduría férreamente acrisolada en interminables horas de estudio e investigación, nos despedía con una coda memorable, con un aserto que, sin duda merecedor de ser perpetuado en la casi inalterabilidad del granito, aún resuena en mi memoria: La Sábana Santa de Turín constituye un motivo de credibilidad de tal fuerza, que enfrenta al que la conoce con la veracidad de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús de Nazaret, confirmando la autenticidad de los Evangelios e implicando un compromiso personal con el mensaje y Doctrina cristianos, que se revelan verdaderos.
Y es que esa tan lúcida frase —cuya autoría corresponde, por lo visto, a D. Francisco Ansón— acierta nítidamente en la hondura de la cuestión; pues como bien nos recordaba D. Nicolás en su entrevista, si en verdad asumiésemos como cierto cuanto se nos ha revelado en el lienzo, nos veríamos obligados a mudar de vida de inmediato y encarar una muy acendrada devoción al Señor.
Bien, pues hete aquí que similar vindicación merece, pese al general desconocimiento en que lo hemos sepultado, el santo Sudario de Oviedo, también conocido como “pañolón”, y que semanas atrás, gracias al fabuloso trabajo del Equipo de Investigación del Centro Español de Sindonología (EDICES) y al generoso mecenazgo de la Universidad Católica de Murcia (UCAM), remozó la gloria que sostuvo antaño en los devocionarios católicos al descubrirse en él ciertos granos de polen que refuerzan su íntima vinculación con la Santa Síndone.
Y aunque bien es cierto que la importancia del descubrimiento se nos revela cuasi cetácea, ello no hace más que subvenir a la veracidad de lo ya demostrado por estos sagaces científicos que, tras veinticinco años de sesudo estudio, han concluido que ambas reliquias, Síndone y Sudario, cubrieron al mismo hombre.
Tal pañolón, se arguye, fue el lienzo que cubrió el rostro de Nuestro Señor Jesucristo tras su fallecimiento en la cruz y hasta su cubrición, ya en el sepulcro, con la Síndone. Así, y con la doble finalidad de evitar, por un lado, el desmedido derramamiento de sangre que dejaba exangüe al Señor —cuya pérdida podría impedir la salvación del alma, según las creencias de los Hebreos— y, por otro, ocultar de forma piadosa las muchas lesiones que le destrozaban el rostro, este lienzo le habría sido cosido a la barba y al cabello de forma harto minuciosa —con hilvanes que aún hoy se observan en la tela, como testigos mudos de un trabajo pío—, de tal suerte que en él se pudieran recoger las muchas efusiones de sangre que le brotaban de la boca y de la nariz. Han quedado, por tanto, recogidas en él, una muy extensa colectánea de manchas de sangre, líquido proveniente del edema pulmonar, depósitos de fibrina y toda suerte de escurrajas esperables en un cadáver, que conforman, en inextricable amalgama, un muy abstruso mapa de dolor, tortura y entrega.
Concurren en él, además, todo tipo de concomitancias que lo vinculan de forma insoslayable con la Sábana Santa de Turín. Tal es el caso, entre otras, de la sangre hallada en él (perteneciente al grupo AB y que corresponde, tan solo, al 2% de la población mundial, mientras que el porcentaje asciende hasta el 90 % en el caso de los hebreos); la posición relativa de las heridas reflejadas, que coinciden en ambas reliquias; la tan famosa marca en forma de “épsilon” que blasona la frente del hombre de la Síndone; o las manchas varias que motean el sudario, que vienen a comportarse como una suerte de “positivo” que completa los vacíos observados en el “negativo” de la Sábana; pruebas todas ellas aportadas —o verificadas— por los sesudos miembros del antes citado EDICES, a quienes esto de la ciencia parece hacérsele cosa de niños, de tan inteligible como lo hacen en sus distintas apariciones públicas.
Y es que todo ello, asumámoslo ya de una vez, muestra la indudable relación de ambos lienzos con Jesús de Nazaret; aunque tal circunstancia sea silenciada con denuedo y las pruebas realizadas sufran de un ataque impenitente y sempiterno de tergiversaciones. No obstante, como yo no he de mantener las lógicas salvaguardas que el método científico exige a los eximios investigadores del Centro de Sindonología, puedo decir sin ambages que creo en la presencia de Nuestro Señor en ambas reliquias; que la impronta reflejada en la Santa Síndone de Turín se produjo como consecuencia de su resurrección y que el Santo Sudario de Oviedo, recubierto de chafarrinones santos, se empapó con la mucha sangre que Él vertió por nosotros. Y aunque es bien sabido que la fe no precisa de esta suerte de viático ni de cimientos semejantes, no lo es menos que la contemplación de ambas reliquias nos acerca, en íntima comunión, a la figura de Jesucristo y a la veracidad de las Escrituras; y eso, he de confesarlo, fornece la que considero una fe arraigada.
A más de un medio periodístico le ha bastado mucho menos —un “algo”, en realidad—, para asperjar por doquier la veracidad de unos restos sepultados entre varios y traérnoslos como cervantinos. Pero es que Cervantes, ¿a qué negarlo, apenas muda en nada nuestras vidas, mientras Jesucristo…
Gervasio López