Llegando ya a su fin la cincuentena pascual, que se cerrará para toda la Iglesia este domingo, Dios mediante, con la celebración de Pentecostés, llega también a su fin la serie de artículos sobre la esperanza que nos propusimos desarrollar durante este sagrado tiempo. Dada esta circunstancia, hoy es el turno de decir algo acerca de una virtud que, sin ser realmente distinta de la esperanza, ha ido cobrando cierta autonomía en el vocabulario de la espiritualidad cristiana, sobre todo a partir del auge de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; nos referimos a la confianza.
El Rvdo. P. Thomas de Saint Laurent, en su bellísima obra “El libro de la confianza”, trae a colación una definición que el mismo Santo Tomás da de esta virtud, a saber: “Una esperanza fortalecida por una sólida convicción” (S. Th., II-II, q. 129, a. 6: “Spes roborata ex aliqua firma opinione”). El vocablo latino que utiliza el Angélico es el de fiducia, disposición que considera al mismo tiempo expresión de la magnanimidad, en la medida en que esta se “refiere propiamente a la esperanza de algo arduo” (Ibid.). De este modo, no existe entre esperanza y confianza “diferencia de naturaleza, sino solamente de grado de intensidad” (THOMAS DE SAINT LAURENT, El libro de la confianza, c. II); en efecto, la una (la confianza) no es más “que el desarrollo completo de la otra [la esperanza]” (Ibid.), al no tolerar la menor vacilación o inquietud, que subsiste incluso en la simple esperanza, cuando todavía no ha alcanzado este su grado supremo.
Resulta providencial a este respecto el haber comenzado esta semana a transitar el mes de junio, tradicionalmente dedicado al Sagrado Corazón, cuya solemnidad celebraremos este año el 27 de junio. Bueno sería durante este mes, ciertamente, renovar cada día nuestra confianza en él, repitiendo la hermosa jaculatoria que todos conocemos: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”.
A lo largo de esta serie de artículos sobre la esperanza no hemos aludido aún a la relación tan sugestiva que vincula esperanza y juventud, a la que se han dedicado en todo tiempo jugosas reflexiones. En efecto, “la mocedad y la esperanza están en mutua relación en varios sentidos. Ambas se corresponden, tanto en el dominio de lo sobrenatural como en el de lo natural. La figura del joven es el símbolo eterno de la esperanza, lo mismo que lo es de la grandeza de ánimo” (JOSEF PIEPER, Las virtudes fundamentales, Ediciones Rialp, Madrid (España), 2010, p. 375).
En una época como la nuestra, que rinde un culto vano a la juventud en su aspecto más superficial, es preciso subrayar la virtualidad rejuvenecedora de la esperanza, a la vez que señalar la diferencia abismal que la separa del cliché meramente estético, por el cual se busca ocultar cualquier rasgo que pueda delatar el paso del tiempo. “La juventud que la esperanza sobrenatural da al hombre”, dice Pieper a este respecto, “afecta al ser humano de una forma mucho más profunda que la juventud natural. La juventud fundada en lo sobrenatural, pero que repercute muy visiblemente en lo natural del cristiano que espera, vive de una raíz soterrada en una zona del ser humano a la que no alcanzan las fuerzas de la esperanza natural. Pues la juventud sobrenatural deriva de la participación en la vida divina, que nos es más íntima y próxima que nosotros mismos”. De ahí que “la juventud del hombre que tiende hacia la vida eterna es esencialmente indestructible. Es inaccesible a la vejez y a la desilusión; triunfa precisamente del declinar de la juventud natural y de las tentaciones de la desesperación” (Ibid., p. 376).
“Yahvé es un Dios eterno que ha creado hasta los extremos del mundo.
No se cansa ni se fatiga, y su inteligencia no tiene límites.
Él da la fuerza al que está cansado y robustece al que está débil.
Mientras los jóvenes se cansan y se fatigan
y hasta pueden llegar a caerse,
Los que confían en Él recuperan fuerzas,
y les crecen alas como de águilas.
Correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse” (Is. 40, 28-31)
Se cuenta que cuando Miguel Ángel terminó su célebre Piedad, que aún hoy puede admirarse en el Vaticano, causó gran sorpresa la juventud que representaba la hermosa figura de Virgen Santísima, teniendo en cuenta la edad que realmente tendría al momento de la crucifixión y muerte de su Hijo. Con la agudeza propia del genio que era, el artista respondió sencillamente: “Las personas enamoradas de Dios no envejecen nunca”.
Sea lo que fuere de la autenticidad histórica de la respuesta (algunos modifican ligeramente el contenido de las palabras), ella expresa un verdad profunda. En efecto, la santidad excelsa de la Virgen, y la firmeza de su esperanza, debieron conferirle en todo momento una invariable juventud, que se prolonga ahora para siempre en la eternidad, en donde permanece junto al Señor Jesucristo como Reina y Señora, por los siglos de los siglos.
MARTÍN BUTELER
ARGENTINA