Traigo a colación, a modo introductorio de este artículo, un párrafo entresacado del discurso inaugural del concilio Vaticano II pronunciado por el entonces Sumo Pontífice Juan XXIII:
No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley
He resaltado, intencionadamente, las siete palabras que, en mi opinión, expresan el mensaje más importante de todo el discurso al proclamar un optimismo antropológico sin precedentes en la historia de la teología católica. En este artículo planteo que los efectos de dicho optimismo en el ser humano sean a su vez la causa de muchos de los males presentes en el seno de la cristiandad, y, por ende, en la misma sociedad. Lo que pretende este artículo no es analizar la intencionalidad del mismo (que sería buena con seguridad) sino mostrar a través de ejemplos sencillos que las consecuencias de un humanismo que sea autónomo de Dios (sin negar a Dios pero apostando por una “no dependencia”) pueden ser letales para la vida cristiana y, por tanto, para la misma Iglesia. Lo podemos ver a través de los tópicos enraizados en la mentalidad mayoritaria del pueblo católico con posterioridad al concilio Vaticano II:
1: “No es necesario creer en Dios; basta ser buena persona”. Dado que el hombre, aún por si mismo, es capaz de condenar el mal, entonces la fe en Dios no hace falta.
2: “Lo que es bueno o malo depende de la conciencia del hombre, de como lo sienta”. Al elevar la “recta norma de la honestidad” a categoría máxima entonces el hombre no precisa del referente moral objetivo (como por ejemplo el catecismo)
3: “La liturgia ha de ser participativa”. Si el hombre por si mismo puede hacer el bien está claro que se eleva a categoría divina y, por ello, toda liturgia deja de ser cara a Dios para ubicar al ser humano en el centro, causa y efecto.
Desde esos tópicos sencillos podríamos aterrizar a ejemplos muy corrientes de la vida cotidiana:
“Mi hijo no va a Misa pero no importa porque es muy bueno” (Dios no es necesario para ser bueno);
“Nos vamos a vivir juntos sin estar casados porque no hacemos daños a nadie con ello” (el sentido de ofensa a Dios el pecado, desaparece por completo)
“Me confirmo para poder ser padrino de bautizo” (sin intención alguna de seguir yendo a Misa los domingos; ya que la liturgia es una mera participación social)
Se pueden presentar muchos más tópicos y ejemplos para hacer evidente la realidad más cierta: el cambio de paradigma en la teología católica. Básicamente Dios es relegado para que su lugar central lo ocupe el mismo hombre. Los defensores del cambio de paradigma pueden aludir a que el hombre está creado a “imagen y semejanza de Dios” (cfr Génesis), lo cual es una de las mayores enseñanzas de la Sagrada Escritura. Cierto: y por ello exaltar al hombre es, entonces, exaltar la imagen de Dios. Pero en esa tesis se obvia algo fundamental: que el pecado original hizo necesaria una redención de Cristo y una colaboración en la redención individual por medio del buen uso de la libertad del hombre y que para ello se precisa la asistencia de la Gracia de Dios durante toda la vida y que es imposible la salvación del alma sin esa Gracia de Dios. El gran san Ireneo lo explicaba de forma muy hermosa: Dios nos ha creado a su imagen, si, pero su semejanza la vamos adquiriendo (o perdiendo) durante la vida terrena para que sea eterna en la bienaventuranza o perdida en la condenación.
Por tanto se hace urgente una reconsideración del cambio de paradigma: el hombre depende de Dios para hacer el bien, y por mucha lección histórica vivida siempre será tentado para hacer el mal. Nuestro Señor Jesucristo lo sentencia de forma clara e irrefutable en el evangelio de san Juan capítulo 15:
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos;
el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante;
porque sin mí no podéis hacer nada.