«Jesucristo, como pastor, te lleva sobre su cuerpo. Te busca la Iglesia, como la mujer. Te recibe Dios, que es tu padre» (San Ambrosio)
I. Leemos en el Evangelio de la Misa de este Domingo (Lc 15, 1-10: Forma Extraordinaria: III Domingo después de Pentecostés) que los publicanos y pecadores acudían a Cristo para oírle. «Esto lo consentía, porque con este fin había tomado nuestra carne, acogiendo a los pecadores como el médico a los enfermos. Pero los fariseos verdaderamente criminales correspondían a esta bondad con murmuraciones» (Teofilacto).
Como en otras ocasiones, Cristo recurre a las parábolas para dar una enseñanza que, a su vez, sirve de respuesta a sus censores. Hoy escuchamos las dos primeras de estas parábolas, pero fueron tres relatos sucesivos: oveja extraviada, dracma perdida y el hijo pródigo como solemos denominarlas, aunque también cabría hacerlo de manera positiva, por ejemplo, la oveja recuperada, la moneda encontrada y el hijo que regresa.
Esa misma dualidad la vemos reflejada si contraponemos la Epístola (1Pe 5, 6-11) al Evangelio. En la primera se nos presenta el pecado desde la perspectiva del que se tiene que enfrentar a su instigador con el riesgo de ser oveja extraviada si no lo hace. En las parábolas del pastor y de la mujer que tiene diez monedas, por el contrario, se muestra el pecado desde el punto de vista de Dios, que no es indiferente ante el mismo (como nos recordaba el viernes pasado la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús) pero cuya respuesta es la misericordia y el perdón en una medida que desborda cualquier proporción: habrá alegría en el Cielo y entre los ángeles de Dios «por un solo pecador que se convierta» (cfr. Lc 15, 7. 10).
«San Lucas expone sucesivamente tres parábolas: la de la oveja que se había perdido y se encontró; la de la dracma que también se había perdido y se halló y la del hijo que había muerto y resucitó, para que estimulados por estos tres remedios curemos las heridas de nuestra alma. Jesucristo, como pastor, te lleva sobre su cuerpo. Te busca la Iglesia, como la mujer. Te recibe Dios, que es tu padre. La primera es la misericordia, la segunda los sufragios y la tercera la reconciliación» (San Ambrosio).
II. «Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (1Pe 5, 8). Para el cristiano no hay un solo momento que no sea de peligro, pues el adversario no duerme. La comparación del enemigo con un león es una imagen que ya se encuentra en el Antiguo Testamento («abren contra mí las fauces leones que descuartizan y rugen»: Sal 22, 14; « ya me rodean sus pasos, se hacen guiños para derribarme, como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su escondrijo»: Sal 17, 11-12). Pero ahora no se trata de quien persigue al salmista sino del enemigo del cristiano que en el Apocalipsis es presentado como «el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el que engaña al mundo entero […] el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12, 9-10). Ante estos peligros, el cristiano ha de resistir armado con la fortaleza de la fe viva, informada por la caridad, como escudo invencible (Cfr. José SALGUERO, Biblia comentada, vol. 8, Epístolas católicas. Apocalipsis, Madrid: BAC, 1965, 143).
III. «Ese acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 2). Que Jesús participó en comidas y banquetes con personas de toda condición es un hecho de múltiple atestiguación mediante los evangelios: en las bodas de Caná, en casa del fariseo, en Betania… Y entre ellos se encuentran gentes que eran considerados pecadores, legalmente impuros, como los amigos de Mateo. En la respuesta dada por Cristo en esta ocasión encontramos la explicación de su conducta: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5, 31-32). El que venía a salvar, que era curar las almas, tenía que ir a donde estaba el mismo mal para curarlo.
Pero será después de su Resurrección cuando instituye un sacramento específico para el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo. Este sacramento se llama Penitencia «porque para alcanzar el perdón de los pecados es necesario detestarlos con arrepentimiento, y porque quien ha cometido la culpa debe sujetarse a la pena que le impone el sacerdote» (Catecismo Mayor). Y se llama también Confesión «porque para alcanzar el perdón de los pecados no basta detestarlos, sino que es necesario acusarse de ellos al sacerdote, esto es, confesarse» (ibíd.).
El Sacramento de la Penitencia confiere la gracia santificante con la que se nos perdonan los pecados mortales y los veniales que confesamos y de los que tenemos dolor; conmuta la pena eterna en la temporal, y de ésta, además, perdona más o menos según las disposiciones; restituye los merecimientos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado mortal; da al alma auxilios oportunos para no recaer en la culpa; y devuelve la paz a la conciencia.
Por parte de quien se acerca a recibir este Sacramento son necesarios los llamados actos del penitente que son: arrepentimiento o dolor (presupone el examen de conciencia y, cuando es sincero, trae como consecuencia el propósito de la enmienda), confesión y satisfacción (cfr. la detallada exposición al respecto del Catecismo Mayor).
– Para perdonarnos los pecados, Dios ha puesto por condición que nos arrepintamos de ellos y propongamos firmemente no volverlos a cometer en adelante. Es indispensable que el dolor sea interno y verdadero; es un acto de la voluntad y no hace falta que sea sensible. Un medio imprescindible para caer en la cuenta de los propios pecados es el examen de conciencia que consiste en averiguar diligentemente los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha. Se hace trayendo a la memoria, delante de Dios, todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento, palabra, obra y omisión, contra los Mandamientos de Dios y de la Iglesia y las obligaciones del propio estado.
– La acusación de los pecados debe ser:
1. Sincera y veraz, es decir, ha de hacerse sin engaño ni mentira, sin aumentar y disminuir, declarando lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso.
2. Integra, o sea, completa, manifestando todos los pecados graves cometidos desde la última confesión bien hecha, sin callar ninguno por vergüenza, ni las circunstancias que mudan la especie del pecado.
3. Dolorosa y humilde, hecha con sencillez, sin excusar los pecados.
4. Prudente y breve, en palabras y circunstancias, sin herir la delicadeza ni acusar a nadie.
– La satisfacción (o penitencia sacramental) es un desagravio en alguna manera a la justicia de Dios por los pecados cometidos, ejecutando las obras que el confesor impone al penitente. Se impone alguna penitencia porque de ordinario, después de la absolución sacramental que perdona la culpa y la pena eterna, queda una pena temporal que se ha de pagar en este mundo o en el purgatorio. La penitencia que impone el confesor no basta de ordinario para pagar toda la pena debida por los pecados, por lo cual se ha de procurar suplir con otras penitencias voluntarias lo que resta.
Hemos hablado de las comidas de Jesús con los pecadores, recordemos para terminar que la parábola del hijo pródigo -que completa la enseñanza de las que hoy leemos- termina con la celebración de un banquete para celebrar la alegría del hombre devuelto a la verdadera vida. También el Evangelio del II Domingo después de Pentecostés nos hablaba de «un gran banquete» (Lc 14, 16-24)
«Este convite y esta festividad también se celebra ahora y se ve en la Iglesia, extendida y esparcida por todo el mundo; porque aquel becerro cebado, que es el cuerpo y la sangre del Señor, se ofrece al Padre y alimenta a toda la casa» (San Agustín).
Que nos acerquemos nosotros al Sagrado Banquete de la Eucaristía con las mismas disposiciones de arrepentimiento y confesión de nuestros pecados.