… pero no es únicamente el encanto de Lisieux y de su “Pequeña Flor” lo que me motiva en este momento, en la cátedra de esta Catedral, es también la impresión que hace nacer en mí esta misma Catedral.
Me refiero, hermanos míos, a todo aquello que ¡el solo nombre de Notre-Dame de Paris! evoca en mi espíritu, en mi alma, como también en el alma y en el espíritu de todo católico, y diría también en toda alma recta y en todo espíritu cultivado. Porque aquí es el alma misma de Francia, el alma de la hija primogénita de la Iglesia la que habla a mi alma. El Alma de la Francia de hoy, es decir, de sus aspiraciones, de sus angustias y de su oración, el alma de la Francia de una época, cuya voz, que surge de un pasado catorce veces secular, que evoca la Gesta Dei per Francos y que ya sea en las pruebas o en los triunfos, suena en las horas críticas como un canto de noble y sano orgullo y de imperturbable esperanza.
Voz de Clodoveo y de Clotilde, voz de Carlo Magno, y sobre todo voz de San Luis, en esta isla donde aún parecen vivir y que él adornó, en la Saint Chapelle, con la más gloriosa y la más santa de las coronas [la Corona de Espinas de Nuestro Señor Jesucristo]; voz también de los grandes doctores de la Universidad de París, de los maestros en la Fe y en la santidad… Su recuerdo, sus propios nombres escritos en vuestros caminos, mientras proclaman el valor y la virtud de vuestros antepasados, señalan, como en un camino triunfal, la historia de una Francia que avanza y que va hacia adelante a pesar de todo, una Francia que no muere.
¡Oh! ¡Estas voces! Siento resonar su incomparable armonía en esta Catedral, obra maestra de vuestro genio y de vuestro amoroso trabajo que han erigido como un monumento de vuestra oración, de vuestro amor, de vuestra vigilancia, del cual yo encuentro el símbolo que habla en este altar sobre el cual Dios desciende bajo el velo eucarístico, que en esta ocasión nos acoge a todos juntos bajo el manto maternal de María, en estas torres que parecen indagar el horizonte sereno o amenazador como guardias de esta capital.
Prestemos oídos a la voz de Notre-Dame de París; en medio del rumor incesante de esta inmensa metrópoli, entre la agitación y el bullicio de los negocios y de los placeres, en el áspero torbellino de la lucha por la vida; testimonio lastimoso de las desesperaciones estériles y de las alegrías decepcionantes; Notre-Dame de Paris que, siempre serena en su calma y en su pacífica gravedad, parece repetir sin cesar a todos aquellos que pasan Orate, fratres; ella que parece ser, se diría voluntariamente, ella misma un Orate fratres de piedra, una invitación perpetua a la oración.
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¡La vocación de Francia! ¡Su misión religiosa! Hermanos míos, pero esta misma cátedra, ¿no la convierte en testigo? Esta cátedra que evoca el recuerdo de los más ilustres maestros, oradores, teólogos, moralistas, apóstoles, cuya palabra, desde hace siglos, ultrapasa los límites de este altar, predica la luminosa doctrina de la verdad, la santa moral del Evangelio, el amor de Dios por el mundo, el arrepentimiento y las decisiones necesarias, la lucha que hay que apoyar, las conquistas a emprender, las grandes esperanzas de salvación y de regeneración.
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Entonces, con toda la audacia de un hombre que siente la gravedad de la situación, con el amor sin el cual no existe verdadero apostolado, con la clara conciencia de la realidad actual, condición indispensable de toda renovación, desde aquí exhortaría a todos los hijos y las hijas de Francia: “¡Sed fieles a vuestra tradicional vocación! Jamás fue tan grave para cumplir vuestros deberes, pero ahora es más bella para corresponderle. No dejéis pasar la hora, no dejéis marchitar los dones que Dios os ha dado adaptados a la misión que os ha confiado, no los desperdiciéis, no los profanéis al servicio de cualquier otro ideal inconsistente o menos noble y menos digno de vosotros!”
Pero para hacer esto, os lo repito, escuchad la voz que os grita: ¡Rezad, Orad hermanos! De lo contrario, harán únicamente una obra humana y, en el momento actual, frente a las fuerzas adversas, la obra únicamente humana está destinada a la esterilidad, esto es, a la derrota; lo que equivaldría al fracaso de vuestra vocación.
Sí, es esto a lo que me refiero respecto al diálogo de la Francia del pasado con la Francia de hoy. Y Notre-Dame de Paris, en la época en la cual sus muros se levantaron de la tierra, era verdaderamente la expresión jubilosa de una comunidad de fe y de sentimientos que, pese a todas las divergencias y todas las debilidades, inseparables de la fragilidad humana, unía a todos vuestros padres en un Orate fratres cuya poderosa dulzura dominaba todas las divergencias accidentales.
En el actual momento, este Orate fratres, no cesa de repetirlo la voz de esta Catedral, pero ¡cuántos son los corazones en los cuales no encuentra más eco! ¡Cuantos corazones para los cuales parece ser solo una provocación repetir el gesto de Lucifer en la orgullosa ostentación de su incredulidad!
Ahora, que se manifestó en un ímpetu magnífico el alma de Francia y, gracias a Dios, se manifestaron también la fe y el amor de la Francia de hoy; ahora una vez que desde hace siete siglos une sus dos manos hacia el Cielo para llevar las plegarias, los deseos, las aspiraciones de eternidad de vuestros antepasados y vuestros, para recibir y transmitir de vuelta la gracia y las bendiciones de Dios; esta vez en la cual en una época de crisis la incredulidad, en su orgullo soberbio, celebró triunfalmente sus blasfemias con la profanación de aquello que es y que existe de más santo delante del Cielo; esta vez, hermanos míos, contemplad un mundo que seguramente necesita de redención más que en otras épocas de la historia y que, al mismo tiempo, nunca creyó que pudiera lograrse.
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Notre-Dame de París, testimonio en los siglos pasados de tantas experiencias, de tantas desilusiones, de tantos bellos ardores lamentablemente engañados, les dirige (…) su exhortación a la vigilancia, exhortación impregnada de maternal bondad, pero también de gravedad y de solicitud: “¡Vigilad hermanos! ¡Vigilidad, hermanos! ¡Vigilad!”. Hoy ya no se trata más, como en otros tiempos, de sustentar la lucha contra formas deficientes o alteradas de la civilización religiosa que en gran medida todavía conservaban un espíritu de verdad y de justicia heredado del cristianismo o inconscientemente obtenido, hoy es la substancia misma del cristianismo, la substancia misma de la religión la que está en juego. Su restauración o su ruina es la meta de la lucha implacable que trastorna y sacude en su fundamento nuestro continente y con él todo el resto del mundo
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Caído de las cumbres de la revelación cristiana, desde donde podía ver el mundo con un golpe de ojos, el hombre ya no es más capaz de ver el orden en los contrastes de su fin temporal y eterno; no puede más sentir y degustar la armonía en la cual las disonancias se resuelven pacíficamente. ¡Qué trágico trabajo el de Sísifo cual era el de pretender alcanzar la restauración del orden, de la justicia, de la felicidad terrena en el olvido o en la misma negación de las relaciones esenciales y fundamentales!
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Una inteligente organización técnica parecía hacer definitivamente del hombre amo y señor de las fuerzas de la naturaleza y, en la soberbia de su vida, frente a las leyes más sagradas de la naturaleza, el hombre muere de fatiga y de temor de vivir, y él, que da a las máquinas casi la apariencia de vida, tiene temor de transmitir la propia vida a los otros, de modo que las dimensiones siempre mayores de los cementerios amenazan invadir con sus tumbas todo el terreno dejado libre por la ausencia de cunas.
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¡Vigilad! Sí son tantos quienes, como los Apóstoles en Getsemaní, en el mismo momento en el cual su Maestro estaba por ser arrestado, parecen quedarse dormidos en su ciega inconciencia, convencidos de que la amenaza que se cierne sobre el mundo no les dice respecto, que no tienen ninguna responsabilidad, que no corren ningún riesgo en la crisis en la cual el universo se debate con angustia , (…). ¡Cuántos permanecen sordos e inertes ante las advertencias de Cristo a sus Apóstoles: «Vigilad y orad para no caer en tentación! (…) ¡Vigilad» (…).
L’articolo Extractos de la homilía pronunciada por el Cardenal Eugenio Pacelli en Notre Dame de París, el 13 de julio de 1937 proviene da Correspondencia romana | agencia de información.