“Pro nomine Immaculatae contumeliam pati”
Para nuestras queridas monjas Franciscanas de la Inmaculada, con todo el amor de sus familiares. ¡Ánimo, manteneos firmes ante el martirio mediático al que estáis sometidas ¡Sed heroicas perdonando de corazón a vuestros malvados perseguidores! ¡Sed santas para reconducir a Cristo los que se han alejados! No estáis solas. Estamos todos con vosotras. Las tinieblas no pueden ser eternas y llegará el triunfo del Inmaculado Corazón de María.
El vergonzoso ataque mediático al que están sometidos, en estos últimos días, tanto Padre Stefano María Manelli como las monjas Franciscanas de la Inmaculada debe hacernos reflexionar sobre la triste situación moral y eclesiástica de nuestros tiempos, tiempos de inmoralidad y de dobleces, de antivalores enseñados “ex cáthedra” y de santidad puesta en la picota mediática por la más repugnante mentalidad biempensante burguesa, capaz de escandalizarse por unas prácticas penitenciales de la tradición ascética católica, para luego consumar los más nefastos crímenes en la intimidad de sus propias casas, con adulterios fáciles y abortos cometidos tragando una simple píldora.
Lo que consuela en todo esto es la constatación de que estos tiempos difíciles no son tan distintos de los que la época de Jesús y de su primera predicación apostólica: una masa de fariseos, enteramente volcada en la creación de reglas humanas (¡como la que dictamina que la fecha de caducidad de los alimentos es sagrada e intocable!), olvidándose totalmente del hombre, de su naturaleza, del fin por el cual fue creado… Jesús no vino para abolir la Ley de Moisés y de los “profetas”, sino esa obtusa mentalidad farisaico-burguesa y a introducir en el corazón de los hombres el espíritu de la radicalidad evangélica. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.” (Mt 6, 25-33). Todo ello no le atrajo más que infamia y muerte, por haber molestado demasiado a los corazones endurecidos e incapaces de convertirse. Luego, la Pasión y la Muerte de la Cabeza se expanden, a lo largo de los siglos, por todos los miembros vivos de la Iglesia para que se cumpla lo que el mismo Buen Pastor nos había revelado: “Si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20).
Los primeros que tuvieron que sufrir en su propia piel esta sublime y terrible realidad de la unión y cohesión del cuerpo místico, que transmite el sufrimiento desde la Cabeza a los miembros, fueron precisamente los apóstoles, obstaculizados desde el principio, encarcelados y flagelados por las autoridades judías. Por más que nos resulte humanamente detestable y difícil de aceptar, el sufrimiento que se les infligió en nombre del Evangelio no fue un castigo sino más bien un signo de elección: los apóstoles de los primeros tiempos se sentían gozosos “por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes a causa del nombre de Jesús” (“Digni sunt habiti pro nomine Iesu contumeliam pati”, Hch 5, 41). Hoy día, en estos tiempos en los que se hace cada vez más terrible la lucha entre Satanás y la Inmaculada, los verdaderos apóstoles, los que ya anunciaba San Luís María Grignion de Montfort, “han sido considerados dignos de padecer por el nombre de la Inmaculada”. Ésta es la suerte de las monjas Franciscanas de la Inmaculada las cuales, por la mera benevolencia del Altísimo y gracias a su consagración ilimitada a María Santísima, “dignae sunt habitae pro nomine Immaculatae contumeliam pati”.
Resulta humanamente repulsivo y racionalmente inconcebible ver a periodistas-soubrettes (acostumbradas a vender su carne a los ojos de los televidentes) o ex-presentadores del Gran Hermano (una de las principales fuentes de inmoralidad de las últimas décadas) abalanzarse contra esas pobres monjas y condenarlas a un suplicio mediático privo de toda dignidad, que además no vacila en llegar hasta la acusación más infame y deplorable para cualquier mujer (y máxime para una consagrada): la de prostitución. Pocas y muy discutibles pruebas, junto a medias verdades y reconstrucciones tendenciosas, utilizando todos los medios del sensacionalismo más grosero para clavar a las monjas Franciscanas de la Inmaculada y a su fundador a la Cruz: no se trata sólo de matarlos sino de acabar con ellos a través de la infamia, justo como le ocurrió a Nuestro Señor, condenado por los judíos y ejecutado por los romanos. Esa misma televisión que celebra y propala la inmoralidad y los pecados como una conquista social, en nombre de la tolerancia y de la libertad, ahora no prueba ninguna vergüenza mientras grita su “Crucifige” contra quien se esfuerza únicamente en vivir el Evangelio a la letra; aquella misma televisión que plasma la mentalidad de las jóvenes para hacer de ellas expertas strippers y fornicadoras de bajo precio, ahora se escandaliza ante el ejemplo evangélico de cuatrocientas monjas preparadas para renunciar a todo lo que el mundo exalta para conquistar a ese mismo mundo para la Inmaculada. Se repite el eterno drama de los judíos que, para salvar al criminal Barrabás, eligieron matar al Cordero sin mancha: escogieron aquél que practicaba la violencia contra los otros, en vez de aquél que les enseñaba a hacerse violencia, a combatir contra las propias tendencias pecaminosas, porque “el reino de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo conquistarán” (Mt 11, 12). Una elección de conveniencia, pero una elección injusta para justificar la cual no pudieron hacer otra cosa más que arrojar contra el inocente las ofensas más ultrajantes.
En una Iglesia en la que muchas monjas se avergüenzan de ser esposas de Cristo y, tirado el velo a la basura, le prefieren una ridícula permanente típica de maduras solteronas o un vanidoso mechón que se escapa de un trapillo (el último vestigio del glorioso velo), las monjas Franciscanas de la Inmaculada, con su juvenil frescura, eran y son ejemplos de consagración total al Señor… son el ejemplo de una elección radical de vida virginal, nupcial y maternal, precisamente a imitación de la Inmaculada, a la cual se consagran ilimitadamente, que fue a la vez virgen, esposa y madre. Mientras que las órdenes religiosas pierden piezas (hay órdenes que cuentan con una trentena de miembros en todo el mundo) y, de casas de apostolado y oración, se convierten en tristes geriátricos, las monjas Franciscanas de la Inmaculada estaban coloreando el mundo con su hábito azul y llevando por doquier el mensaje de penitencia que la Virgen ha confiado a todos los hombres para la salvación de las almas. Los que las denigran demuestran su mala fe cuando, en vez de mirar el ejemplo de perseverancia y de vida cristiana que ofrecen 400 jóvenes de todo el mundo, junto con el inmenso bien que hacen, otorgan una confianza ilimitada a un grupito de ex-monjas tras el naufragio, el fracaso o la puesta en cuestión de su vida religiosa. ¿No es lícito suponer que pueda ser el rencor, la desilusión u otra motivación, el móvil del veneno que vierten sobre las víctimas, oportunamente maniobrado por una dirección oculta?
Pero lo que resulta aún más degradante es que se manche a las monjas en lo más precioso que puede tener una esposa de Cristo: la virginidad. Sin ninguna vergüenza, los programas televisivos difunden una acusación tan grave como la de instigación a la prostitución. En pocas palabras: las superioras propiciarían encuentros entres las jóvenes monjas y los benefactores para satisfacer los deseos de éstos y así enriquecer el instituto. ¿Con qué objetivo? No se sabe, dado que inmediatamente después se dice que las monjas llevan una vida todo menos que cómoda… En efecto ¿es posible que una chica que haya decidido entrar en convento acepte luego una lógica tan perversa? ¿Es posible que, entre todas las que supuestamente estarían implicadas, sólo una haya hablado después de 20 años? Pero, mientras tanto, en el imaginario colectivo, las monjas vestidas de azul han perdido todo honor y dignidad… como mucho, son víctimas consencientes del sistema violento y perverso creado por el fundador.
En realidad, cualquiera que haya conocido o incluso sólo encontrado a una monja Franciscana de la Inmaculada no puede no haberse quedado impresionado (o quizás irritado, según sus prejuicios morales) por la dignidad con la que viven su virginidad, el desposorio con Cristo y la maternidad hacia las almas. Resulta difícil no sentirse edificados viendo tantas mujeres jóvenes que, dejando el mundo y todas las satisfacciones que podría darles, deciden ofrecerlo todo, “toda la juventud con todos sus sueños y sus deseos a Nuestro Señor” (como decía la ven. Teresita Quevedo). Pero, la virginidad consagrada no es un fin en sí misma, sino la condición para ser una verdadera esposa de Cristo, enteramente entregada a Él y a su Cuerpo Místico. Resulta imposible no vislumbrar en las monjas Franciscanas de la Inmaculada la noble dignidad de quien tiene la conciencia de que el gran don de la vocación religiosa es el ofrecimiento nupcial de Jesús, que ama primero e invita el alma a responder a su amor total: “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! (Jr 20, 7) es el grito de cada alma consagrada. El amor total con el que Cristo ama a sus esposas requiere una respuesta igualmente total.
Y ahí está la serena discreción de las Franciscanas de la Inmaculada: pocas palabras, miradas bajas, maneras delicadas, rechazo de todas aquellas efusiones sentimentales (besos y abrazos) que nada tienen que ver con la vida de una esposa fiel… Y todo ello sin ofender, sino edificando con la seriedad con la que viven su compromiso conyugal: comitale condita gravitas, como dirían los latinos. Sobre todo, la necesidad de una intensa vida de oración, porque toda buena esposa, para concretizar su amor, debe dedicar mucho tiempo exclusivamente a su esposo, como prenda de amor y para no dejarle nunca solo: “Así como los hombres mundanos se deleitan en ver a su predilecta más en un hábito que en otro, del mismo modo, sábelo, me delicia más verte en este hábito de oración que en cualquier otro comportamiento virtuoso”, dijo Nuestro Señor a Santa Camila Bautista de Varano. Pero, la consagración a Dios y el amor exclusivo a Él, no excluyen al prójimo sino que lo integran en esta respuesta de amor: la oración no es un acto de egoistica clausura a los hombres, sino más bien es el único medio para ensanchar nuestro corazón y convertirlo en infinitamente más amoroso y misericordioso, justo como el Corazón de Jesús y el de María Santísima. Por eso, en cada corazón Franciscano de la Inmaculada, se alimenta la maternidad hacia las almas, la preocupación por su salvación y el deseo de sacrificarse por ellas, rozando el heroísmo, incluso por las de los que las están persiguiendo y haciendo aún más doloroso su corazón maternal. De aquí, la urgencia del apostolado: sería interesante preguntar a los denigradores televisivos e internáuticos si conocen un instituto que, como el de las monjas Franciscanas de la Inmaculada, pueda sostener, con un número tan escaso de miembros, un apostolado tan celante y sacrificado. ¿Quién podría pensar que un pequeño número de monjas pueda desarrollar una actividad tan intensa en las misiones, ser capaz de colaborar en el apostolado de la prensa y litúrgico, en la conducción de programas radiofónicos, etc.? Y todo por la salvación de las almas, para arrancar a todos esos desafortunados “hijos” pecadores del Infierno. No sorprende que los ojos mundanos, acostumbrados a la “sarcolatría” (adoración de la carne) televisiva y periodística, sean los de aquellos que “no pueden comprender “(Mt 19, 11) toda la belleza, la altura y el compromiso de una vocación que tiene como fin el de imitar a la Inmaculada en toda su santidad… Y he ahí que, quien no comprende, no puede hacer otra cosa más que criticar, insultar o hasta atacar la moralidad de las monjas y violar más allá de todo límite su justa discreción. Prácticas penitenciales de la más genuina tradición espiritual católica se convierten en carnaza para quienes no pueden comprender ni por asomo con cuánto pudor hay que tratar estos temas: ¡en la celda de una monja, así como en el tálamo nupcial de dos esposos, nadie tiene el derecho de entrar para no violar ese nido de amor!
¿Tal vez saben, esas periodistas-soubrettes, evidentemente en ayunas de nociones católicas y de un sano realismo antropológico, con qué diligencia y delicadeza se tiene que custodiar el gran don de la caridad? ¿Saben quizá que, para defender esta angélica virtud, la Iglesia siempre ha aconsejado, junto con la mortificación interior, también la penitencia corporal? Pio XII escribía: “ por ello debemos, antes que nada, vigilar los movimientos de las pasiones y de los sentidos, debemos dominarlos incluso con una voluntaria aspereza de vida y con las penitencias corporales, para someterlos a la recta razón y a la ley de Dios. […] Y en esto, ninguna diligencia sobra, ninguna severidad es exagerada”. ¿Cómo creen que san Francisco, santa Clara y centenares de santos franciscanos hayan podido convertirse en santos? Seguramente no con la recogida diferenciada de la basura o con el respecto del medio ambiente, sino con la “gracias de la penitencia”, como la llamaba el “Poverello” de Asís. Y estas penitencias corporales no son un residuo de la Edad Media, como repiten los incautos periodistas, sino un medio de santificación y un deseo de amor que ha animado a todos los santos. El beato Pablo VI solía llevar siempre el cilicio durante la celebración de la Santa Misa, para vivir en su propia carne la Pasión de Cristo que celebraba en el altar. Hasta san Juan Pablo II, como pueden testificar las monjas que le servían, solía aplicarse aquella disciplina que tanto escandaliza los biempensantes telepresentadores, incapaces de ver más allá del falso público que llena sus platós y su manera de vestir a la moda, vacaciones en yates y restaurantes de lujos.
Bastaría recordar el heroico ejemplo de los pastorcillos de Fátima, penitentes “extremos”, para palidecer por la vulgar vida burguesa que todos llevamos adelante: ¡ellos no se limitaban a la comida caducada, sino que no probaban bocado ni bebían agua incluso durante días enteros, mientras guiaban el rebaño a pastar bajo el sol ardiente de Portugal! Y luego llevaban una vieja y áspera cuerda ceñida a la cintura, sobre la nuda piel, que inicialmente nunca se quitaban, ni para dormir… y las flagelaciones con ortiga para procurar que el dolor no pasara pronto sino que continuara más tiempo: todo ello para compartir los dolores de Jesús, para aliviar un poco el sufrimiento de su Corazón (como siempre pensaba el beato Francisco) y para la salvación de los pobres pecadores (como siempre se proponía Jacinta).
Creemos que el mundo se ha decidido a perseguir a las monjas Franciscanas de la Inmaculada, junto con su fundador, porque no las puede aceptar, porque su vida es el signo del fracaso de esa mentalidad mundana (es decir, la farisaico-burguesa) que ha destruido la sociedad y ha contaminado también una parte de la Iglesia, porque su ejemplo pone al descubierto la mala conciencia de cada uno de nosotros, tristemente aferrados a nuestra miserable vida hecha de mediocridad y bajezas, que se delatan especialmente ante los ejemplos del heroísmo cotidiano de estas Consagradas a la Inmaculada. Y así el mundo no sólo las quiere matar, sino que las debe condenar como infames: ¡no es suficiente su derramamiento de “sangre azul” (que sería semilla para nuevos consagrados a la Inmaculada), sino que necesita la damnatio memoriae, para evitar que a alguien más, en el futuro, se le pase por la cabeza que es bello y necesario entregar toda la vida y la eternidad a la Santísima Madre de Dios!
Esta guerra contra la orden de Padre Stefano María Manelli se revela cada vez más como la lucha del demonio contra la Inmaculada, como su extrema tentativa de escabullirse de aquel santo pie que lo mantiene aplastado desde hace dos mil años. Pero, a pesar de todo, no tengamos miedo: lo que les está pasando a ellos es lo que ya les pasó, hace dos mil años, a Jesús y a su Santísima Madre cuando, con la Crucifixión de Jesús, el abismo pareció prevalecer. Las que se han consagrado a la Inmaculada no pueden más que revivir el Calvario, más íntimo y místico que exterior, que vivió María Santísima, hecho de dolores interiores viendo las persecuciones contra su Hijo y su Santa Iglesia. No de casualidad los fariseos supieron inventar bien, desde el principio, calumnias incluso sobre la Virgo virginum, verdadero centro orante de la Iglesia naciente: como dijeron para desacreditar a los cristianos, su divino Hijo no era más que un hijo de la prostitución, un hijo de un soldado romano… hasta difundieron el nombre (tal Pantera), así como hoy día difunden grabaciones y pseudo-testimonios, con detalles y circunstancias (del todo inventados) sobre las monjas Franciscanas de la Inmaculada.
¡Ánimo, queridas monjas Franciscanas de la Inmaculada! Vuestro sacrificio es el precio del Triunfo… Sí, porque la Inmaculada no sólo vencerá, sino que triunfará sobre el enemigo mortal del hombre.
El Comité de las Familias de las Monjas Franciscanas de la Inmaculada.
[Traducido por María Teresa Moretti. Artículo original.]